En el año 1685, el principado de Ansbach disfrutaba sin culpas de la muerte de su último Bürgermeister (alcalde), del cual la gente decía que era un hombre cruel, déspota y tremendamente obeso, quien había cultivado un desprecio particular por la ironía.
A mediados de ese año, un lobo descomunal comenzó a inquietar las noches de Ansbach. Primero atacó animales en las riberas del pueblo, pero pronto se aventuró más lejos, llegando a adentrarse en las calles de la ciudad donde algunos ciudadanos absortos contemplaron el porte siniestro y huraño de aquel lobo que se negaba a respetar a los burgueses.
Aunque todos creían en leyendas sobre lobos, no imaginaron que tal cosa fuera real hasta que esos ciudadanos vieron al lobo masticar a un pobre gato, aún vivo, al que todos querían mucho.
Algunos testigos sobresaltados aseguraron que la bestia tenía una similitud infernal con el antiguo Bürgermeister, y que éste sin dudas había regresado del infierno para castigar a todos los que bebieron y se alegraron con su muerte.
El ser tuvo un tiempo de relativa calma pero acabó poco después con la vida de dos mujeres y sus hijos.
Se organizó entonces una partida de caza integrada por la policía local y cuatro intrépidos vecinos. Siguiendo un rastro de cadáveres bovinos, los cazadores hallaron al lobo. Fue cercado por una jauría de perros y, mediante un movimiento de tenazas, arrastrado fuera de la seguridad de la foresta. La persecución continuó hasta las propias calles de Ansbach. Casi en el centro de la ciudad, y tras una batalla épica de la que nadie salió ileso, el lobo fue minuciosamente descoyuntado por los perros.
Se realizó un estudio sobre el cadáver y se llegó a la conclusión de que no había nada sobrenatural en él, salvo el aspecto rechoncho del animal, sin dudas producto de la gran cantidad de animales y personas que había devorado.
El cuerpo del lobo fue colgado en la plaza principal de Ansbach. La noche siguiente, un ciudadano gracioso, de los que nunca faltan, confeccionó una máscara con el rostro de aquel déspota Bürgermeister, y la colocó sobre la cabeza del animal, que fue seccionada con precisión quirúrgica. El hombre volvió a la taberna y narró con lujo de detalles su ocurrencia. Prometió que al día siguiente, cuando el sol emergiera del este y la ciudad se preparase a transitar un nuevo día, sus ciudadanos quedarían helados al ver el rostro del viejo alcalde sobre la cabeza del lobo.
A la mañana siguiente las autoridades detuvieron al humorista en la vía pública. Nadie creyó en la historia de la máscara, ya que sobre el poste no colgaba un lobo enmascarado, sino un hombre obeso e hirsuto, con los miembros prolijamente descoyuntados.

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