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Capítulo XI

– Ha hecho trampas. – dije. No sólo no me había dado cuenta del crupier, sino que mi contrincante me había engañado. No pude adivinar sus sentimientos. ¿Sería él consciente de que hacía trampas?

Mi contacto me miró extrañado.

– Qué dices.

– El crupier ha jugado a su favor. Era imposible que ganase.

– No habértelo jugado todo. Ha tenido mucha coña, pero no fue trampa.

– ¡¡Fue trampa y tú lo sabías!! – grité golpeando la mesa. Estaba en lo cierto, él lo sabía. Podía ver en su alma cómo no se creía lo que él mismo decía, cómo estaba lleno de maldad, al igual que casi todos, los cuales podían sacarme una navaja o una pistola en cualquier segundo.

– Pero qué te has fumado.

– Deja de hacerte el gilipollas, el crupier estaba haciendo trampas. – el que había sido mi rival se mostró confuso. Realmente él no tenía la culpa, aunque, de todas formas, su alma estaba negra. Mi contacto movió su mano para golpearme pero leí sus intenciones. La bloqueé y se quedó desencajado. No quise devolverle el puñetazo, así que me encargué de inmovilizarlo. Meses de aikido dieron para mucho, aunque también fue otra de las cosas que dejé a medias. Miré hacia atrás. Se me había encarado el resto. Eché un vistazo rápido a sus ropas. Como vaticiné, llevaban navajas, y estarían dispuestos a usarlas. Me resigné a perder y me fui de allí antes de que la cosa se complicase. Quinientos euros perdidos, junto a tiempo, ilusiones, y salud de mi hermana. Corrí a casa llorando por la calle. Al llegar me refugié en los brazos de Rubí, quien acarició mi cabello.

– ¿Qué ha pasado, mi amor?

– Lo perdí… Hicieron trampas… y no lo vi…

– ¿Cómo perdiste? – preguntó, impactada.

– No me fijé bien. Tengo este ojo y no pude verlo… Era el crupier el tramposo, y yo había estado mirando a los rivales. Hizo trampas en la última jugada. Yo…

– Oye, acabas de conseguir ese ojo, no puedes pedirte a ti mismo poder controlarlo. Fijo que toma más tiempo del que crees. Un momento…, ¿eso es sangre? – se dio cuenta de mi parche ensangrentado. Me pilló. Asentí, pero confiado, como si no fuese nada.

– Tranquila, no te preocupes.

– No sabes los riesgos que corres. ¿Y si te quedas sin ojo por forzarlo? O peor… ¿sin alma?

Ella no era muy creyente, a diferencia de mí, pero cuando le dije que podía ver el alma de las personas comenzó a creer, y en ese momento con mayor fe. Me alegró, a pesar de que sus preocupaciones me atormentaban a cada minuto.

– No lo sé. Sigue diciéndome, ¿a qué le diste vueltas?

– Cuando ves un alma, ¿qué ves exactamente?

Esa pregunta me hizo pensar. No quería decirle que podía ver los sentimientos para que no se sintiera siempre analizada y desnuda al cien por cien delante de mí.

– Si es buena, o malvada. Blanca, pura, o negra, corrupta. Y la tuya es muy blanca, aunque tenga trozos negros flotando, como casi todas.

– ¿Y la tuya?

– Blanca, también, aunque hay menos pedazos negros.

– ¿Eres mejor que yo?

– Nah, no creo que diga que sea mejor que tú, sino que tengo menos sentimientos negativos, menos miedos… Aparte de los típicos de que me dejes, o de que no me quieras, o de que nos separamos. O… – mi mirada languideció. Ella adivinó lo que me sucedía, así que decidí acabar la frase. – O que mi hermana se muera, o que no pueda salvarla…

Mis trozos oscuros se hicieron más opacos. Suspiré, consolándome Rubí. Ella era más débil e indefensa que yo, pero con los años se había vuelto más fuerte. De todas formas tenía más miedos y preocupaciones que yo, y eso me intrigaba, pero no le di importancia. Todos tenemos nuestro lado oculto, y más ella, por todo lo que había pasado hace tantos años…

– Te amo, y no voy a dejar que nada ni nadie nos quite lo nuestro. – dije.

Me sonrió, con esa tímida y lánguida sonrisa, con una mezcla de anhelo y melancolía. Besé sus labios, y tras unos minutos abrazados me dijo:

– Coge mi dinero, y ve al casino.

– ¿Qué? No puedo aceptarlo.

– ¿Por qué?

– Porque es tuyo.

– Lo mío es tuyo.

– No… lo ganaste tú, y…

– Confío en ti, confío en tus ojos. Has cometido un error, no ocurrirá de nuevo. Además, en el casino ¿quién va a hacer trampas? Es todo más oficial.

– Ya, tienes razón…

– Ve, anda.

– ¿A estas horas?

– Sí, estará abierto. Iré contigo.

– No, es peligroso.

– Cogemos un taxi, y con ese dinero juegas.

– No es tan sencillo, hay que inscribirse antes. Déjame que lo mire, vamos a descansar.

– Tu hermana ha mejorado, por cierto. Me llamaron antes tus padres. Lo siento por no contártelo.

– Ah, vale… – volví a recordar la razón por la que quería los ojos y el dinero. Una llamada inesperada me alertó. Era mi amigo:

– ¿Qué tal va todo? 

Me encerré en la cocina para hablar con él de una forma más íntima.

– A veces me sangran. Tengo miedo de que me revienten. – dije para asustarlo, y porque era verdad.

– Mierda. – no podía verle a él, pero podía incluso analizar el sonido que emitía. La nota, el tono, y la forma en que lo decía. El sonido tenía vibraciones cargadas de información. Volví a sentir dolor en el ojo. No me solía dar cuenta ni importancia, pero a veces sentía pinchazos molestos. – ¿Sabes por qué será?

– No.

– He estado buscando información, y, aparte de lo que me contaste, no he encontrado nada.

– Gracias por el esfuerzo. – dije falsamente, pues ya sabía que él lo hacía para su beneficio y no por ayudarme.

– No hay problema. Ya sabes, a la mínima me llamas.

– Por supuesto. – y colgamos. Entonces di un par de golpes a la puerta. Rubí estaba poniendo la oreja al otro lado. – Como si no te viera…

– Ah, no me acostumbro a que puedas espiarme.

– Jaja, mira quién fue a hablar.

– ¿Por qué te sangra el ojo?

– No lo sé, creo que lo someto a demasiada presión. No quería contártelo para que no te preocupases, pero tampoco te lo quería ocultar.

Y se preocupó. Me acarició y me contó sus miedos. Ninguno nuevo que no tuviera yo ya. Menos mal que no le había contado que podía ver cómo se sentía la gente. Esperaba que no me preguntase nunca si podía hacerlo, pues jamás le había mentido, y sería incapaz de intentarlo siquiera.

Nos recostamos sobre la cama y acaricié su pelo. Aquel día había obtenido una aplastante derrota, pero me serviría como aviso sobre mi poder. No podía pecar de arrogante, y no podía acomodarme. Tenía que exprimirlo al máximo y no dejar nada sin ver. Si podía verlo todo, ¿por qué iba a apartar la vista? Sólo tenía que mirar hacia delante, y caminar. Caminar, caminar, caminar…

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