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Puedo verlo. Es el miedo, es la oscuridad, devorándote. Tiene forma, y está riéndose. Sí, una sonrisa es lo que esboza. La maldad también tiene una fuente propia de la que emanar…

 
No soy nadie. Nunca he sido algo en esta vida, sólo una fría y oscura sombra moviéndose y retorciéndose en las tinieblas. Nunca encajé en esta sociedad, nunca pude ganarme el amor de nadie, sólo odio y más odio. Sin lugar, huyendo de mí mismo toda la vida, encontré una luz que iluminó mi corazón marchito y mi alma herida. Sí, era exactamente otra alma herida como yo. Dos corazones rotos encajan para latir como uno solo. Nuestras almas pudieron curarse, hasta que la noche volvió a engullirnos en su terrible manto. Las desgracias volvieron a acaecernos, y mis ojos ciegos pudieron encontrar un pequeño camino que intentó guiarme hacia la luz. Pero, por mucho que yo viera, mi alma siguió ciega. Muy ciega…
Porque, a pesar de tener el poder de un dios, mi cuerpo mortal, mis instintos primarios de animal, y mi mala suerte me llevaron hacia las tinieblas. No, un momento…
En verdad es que nunca salí de ellas…

 

 

Capítulo I

Lancé la piedra sobre el río. Apenas rebotó dos veces antes de hundirse en el fondo de sus aguas. Cogí otra más pequeña y delgada. Llegué a tres. Ése era mi máximo, por mucho que practicase. Todo el verano en aquel pueblo y no pasaba de tres. Alguna vez llegaba a cuatro, como mucho cinco, pero de casualidad. Siempre que lo intentaba, si no era por suerte, mi máximo eran tres rebotes. Lo intentaba, y lo intentaba, y le ponía empeño, pero de nada servía. No sabía calcular mi fuerza, porque yo era incapaz de reconocer que apenas tenía. Y lo intentaba, con fuerza, maña, o motivación, pero a tres llegaba, y nada más. No sabía medir bien, y me rendí. Dos meses y medio pasando una o dos horas diarias allí, y no lo conseguí. Uno de mis objetivos incumplidos. Me tumbé sobre la hierba y observé el cielo despejado y soleado.

– Nunca acabo lo que empiezo, o lo que me prometo. – dije. Rasqué mi frente. Saqué mi cartera y conté el dinero. Cuatrocientos euros tenía, y medio mes por delante. Mi trabajo de camarero de verano sólo me había servido para mantenerme vivo en aquel pueblo, a trescientos kilómetros de mi familia. No había huido de ellos, sino de mí mismo. Las calles siempre me recordaban la misma miseria día tras día. La lluvia de todo el año me cansó. Necesitaba algo nuevo y fresco, pero tampoco lo había encontrado. Saqué mi móvil de mi pantalón. Mi familia se había dejado de interesar por mí desde hacía casi un año. Me fui a vivir con mi pareja, y casi perdí el contacto con ellos. Ya sabían cómo era yo, un lunático que perseguía sus propios sueños. Supongo que se cansaron de que yo los decepcionase tanto. Apreté el móvil y, de pronto, las nubes taparon el sol, como vaticinando mal tiempo.
Nubes que surgieron de la nada en un día caluroso de verano. Desde hacía unos días me atormentaba un sueño en el que ni mi cuerpo ni nada más existía, sólo mi conciencia. En el propio sueño creía estar muerto muchas de las veces. Pensaba «he muerto soñando y me he quedado atrapado aquí para siempre. La eternidad será muy dura y larga, y acabaré volviéndome loco». Pero siempre despertaba. Siempre había un amanecer. Después de muertos, ¿seguirá saliendo el sol, o lo único que habrá será oscuridad?

Lancé otra piedra. Ni rebotó. Se hundió en el agua directamente. Algo me inquietaba; podía sentirlo. La atmósfera había cambiado. Me giré y observé mi alrededor. No había nadie, y, aun así, me daba la sensación de estar siendo vigilado, de que había una sombra acechándome. Debía de ser mi imaginación, pero el viento se levantó y su silbido acarició mi espalda, provocándome múltiples escalofríos.

Volví a casa corriendo casi. Una sombra me perseguía. Una oscuridad venía a por mí. Venía a devorarme y a consumirme. Tuve recuerdos del pasado. Recuerdos de cuando fracasaba en lo que me proponía, en el peso que tuvo que soportar mi amada tantos años atrás, en mi fuga de todo y de todos. Llegué a casa y me encerré, apoyándome en la puerta que dejé tras de mí unos momentos. Rubí apareció, mirándome preocupada. El gran amor de mi vida delante de mí. Agradecí tenerla a mi lado. Pelo rubio, ojos marrones, y preciosa. No podría describirla ni en cincuenta libros. Me abracé a ella y la besé, como si hiciera años que no la viera. O como si hubiera estado a punto de morir, pues tal sensación tenía yo.

– ¿Estás bien? – me preguntó.

– Sí, sí, no te preocupes.

Ella sabía detectar cuándo estaba yo bien o mal, así que insistió.

– Noté como si algo me siguiera, nada más. Paranoias mías.

– Ah, a mí también me sucede a veces, amor. No te preocupes.

– ¿Eh? ¡Cómo no voy a preocuparme! ¡Imagínate que te siguen realmente! – me preocupaba más por ella que por mí mismo.

– Es una sensación tonta, y ya está. – me sonrió y acarició mi rostro. Nos volvimos a besar. Entonces nos tumbamos en el sofá a ver una película y a comer bolsas de patatas y palomitas. Así solían ser nuestras tardes. Entretenidas, juntos, en paz y armonía. Los dos solos sin nada ni nadie que nos molestase, sin tener que separarnos, excepto cuando íbamos al trabajo. El casero volvió a llamarnos. No habíamos pagado aún el alquiler ese mes. Le pedimos un día más y se lo daríamos todo. No teníamos contrato, así que nos podíamos largar cuando quisiéramos, o quedarnos de «okupas». Total, para como estaba el país, ¿qué importaba un par de tocacojones más?
Y digo tocacojones por no decir necesitados sin dinero, sin apoyo económico, y con un futuro borroso y poco claro. Pero así estábamos. Miles de viviendas sin habitar, y miles de personas sin viviendas.
¿Quién era yo para cambiar todo eso?

Los ladrones, asesinos, y corruptos triunfaban, y los honrados, trabajadores y sinceros cargaban con toda la culpa y la miseria. ¿Qué clase de mundo era éste? ¿Por qué todos estaban tan ciegos? ¿Por qué no había unos ojos que nos iluminasen la oscuridad en la que nos habíamos sumergidos? ¿Por qué estábamos tan ciegos?

Rubí chasqueó los dedos para despertarme. Me había quedado embobado mirando hacia la nada, subido a las nubes, creando mis propios reinos de cristal.

– Lo siento, se me va la cabeza.

Me sonrió. Otra vez esa extraña sensación. Se puso a llover. Así, sin previo aviso, habiendo anunciado el hombre del tiempo un día soleado por completo. Miré la ventana y creí que había alguien tras ella, a pesar de vivir en un tercer piso. Había alguien allí, tenía su silueta, estaba posado, observándonos, inamovible. Me acerqué para observarlo. No era nada, no era nadie. Sólo la sombra que la cortina provocaba. O a eso lo atribuí, pues dejé de verla cuando me senté de nuevo.

Pasó la tarde, y en la noche volví a tener ese terrorífico sueño en el que yo estaba flotando en la oscuridad, sin ser capaz de tocar, moverme, o sentir. No era nadie, no había nada. Sólo un vacío desastroso. Desperté, y ya habían transcurrido ocho agobiantes horas.

– ¿Qué tal estás? – me preguntó Rubí a mi lado. Me encontraba sudando. Las sábanas estaban empapadas, me dolían los músculos, y apestaba a sudor. – No has dejado de moverte en toda la noche.

– Qué raro, sentí como si estuviera quieto sin ser capaz de moverme. Pesadillas, sólo es eso. Siento como si algo malo fuera a suceder…

Me sonrió condescendientemente y acarició mi piel. Luego se marchó a trabajar. Entraba antes que yo. No tenía ni ganas de ir. Me vestí con lo primero que encontré y me fui, desganado, sin ánimo alguno. Otro monótono día en el que atender a personas que se están quejando constantemente. «Este café está demasiado frío, ah, espere, lo quería solo. ¿Tiene azúcar? Oiga, hay un pelo mío en la sopa pero digo que es suyo para que me inviten. Tome, diez céntimos de propina, no hace falta que me dé las gracias». Malditos… Bien es cierto que los precios de los restaurantes son muy elevados, pero la gente es un constante incordio. Todos llegan siempre con el mismo rostro. Un rostro cansado de la vida, de haber estado aguantando un trabajo tan cansino como el mío y de querer pagarlo con los demás. Sus vidas se apagaban. Eran más felices de jóvenes porque no caían en la rutina. Pero tenían responsabilidades nuevas y no podían permitirse estar cambiando. Ya se habían resignado a vivir así para siempre. No eran felices, pero, ¿por qué ellos mismos eran incapaces de verlo? Sólo podían ver facturas y deberes de los que no podían escapar. ¿Por qué querer vivir como un rico, cuando uno es pobre?

Día tras día les hablaba a doscientas personas como mínimo, y me quedo corto. Al principio comencé motivado e ilusionado, porque empezaría a ganar mi dinero para poder irme con Rubí lejos de todo. Pero pasados unos meses comenzó a cansarme y a parecerme demasiado grande para mí. Mi destino era tumbarme sobre una hoja en un río y quedarme allí, con el sol dándome, fluyendo por la vida, hasta que la hoja cediera y yo me ahogase. ¿Para qué más? Si todos vamos a morir, ¿para qué voy a esforzarme por construir algo que perderé?
Bueno, ¿y por qué no esforzarme? Es decir, pasaré la eternidad muerto, así que tengo que aprovechar mi cuerpo humano para disfrutar, antes de ser un alma flotando por el Cielo, o por la Nada…
Un cuerpo frágil y fugaz. A lo lejos vi a un hombre desmayarse en el suelo. Lo atribuí a un típico golpe de calor. El amigo o la pareja o el familiar que estuviera junto a él lo ayudaría, o, si no, cualquier transeúnte. No me molesté por él, y seguí atendiendo a la gente. Tras diez minutos volví, y vi que él seguía desmayado. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Salí corriendo en su auxilio y le eché algo de agua por encima. ¿Cuánta gente habría pasado a su lado? ¿Cuánta gente lo habría visto, como yo, y no hizo nada por ayudarlo? ¿Cuánta oscuridad reinaba en los corazones de las personas?

Llamé a una ambulancia y se lo llevó. Al volver, mi jefe, que lo había visto, me dijo que o me preocupaba más de mí mismo o me echaría, que el restaurante no se atendía solo. Me dieron ganas de romperle la nariz de un puñetazo, pero suspiré resignado. Así era el mundo, así era el ser humano. Indiferente y egoísta, pero, sobre todo, ciego…

Volví a casa y me desnudé por completo. Rubí no había llegado aún. Me hinqué de rodillas y comencé a rezar a Dios.
«¿Por qué, oh Señor, por qué permites todo esto? No puedo más, no aguanto más. Necesito volver a huir de mí mismo, ¿pero a dónde? Rubí me permite soñar y evadirme del mundo, pero cuando no estoy a su lado la oscuridad vuelve a cernirse sobre mí. Y noto algo siguiéndome y acechándome, analizando mis movimientos. ¿Qué es? Tengo miedo. Y de quien más tengo miedo es de mí mismo. No quiero seguir dejando las cosas a medias, yo…»
Oí la puerta abrirse. Acabé mi oración, humedecí mi boca seca y fui a recibir a mi amada con un largo y beso pasional, pero resultó ser el casero. Me vio como Dios me trajo al mundo, e inmediatamente me dijo:

– El dinero u os largáis y os demando.

– Sí, a la tarde se lo llevo.

– Ni se te ocurra sentarte desnudo en mis sofás.

– No, no, descuide… – si él supiera la de veces que hicimos el amor en sus tan preciados sofás…

Se marchó justo cuando Rubí llegó. Entonces ella me dijo:

– ¿Le has pagado en carne?
Reímos. Entonces la besé como nunca antes había hecho. Tiró las bolsas de la compra que llevaba y se abalanzó sobre mí. Íbamos a ir a la habitación, pero la llevé a los sofás. Más morbo, sin duda. Tras hora y media de pasión nos quedamos abrazados, sonriendo, respirando con dificultad. Por esos momentos valía la pena trabajar tanto. En ese desahogo sexual yo ya podía pensar que todo valía la pena, pero sabía, en el fondo, que en cuanto volviese a pisar el restaurante volverían mis tormentos y mis ansias por abandonarlo todo. No podía seguir yendo a la deriva, necesitaba un objetivo mayor, una meta, un sueño. Es verdad, ¿qué fue de mis sueños…?

Una llamada interrumpió mis pensamientos. Me asustó, porque era mi hermana quien llamaba. Pelo claro, ojos azules, muy guapa. Había salido a madre. Yo heredé más los genes de mi padre. Moreno, ojos marrones, cara normal. Parpadeé varias veces, pensando en qué podría querer, en vez de atender la llamada. Tras tanto tiempo, mi familia sabría algo de mí. No los había llamado en meses. ¿Era aquél el cambio que necesitaba? ¿Era aquélla la voluntad de Dios? Entonces descolgué, y un escalofrío me recorrió. Ella estaba sollozando, como triste. ¿Mi hermana llorando? Era menor que yo, pero más fuerte mentalmente. Nunca había llorado en su vida, ¡nunca! Yo creo que ni cuando vino a este mundo lo hizo. Me quedé congelado, sin ser capaz de decir nada. Notaba que era ella, su respiración me lo decía. Quizá no había llegado al llanto. Me aterraba preguntárselo. Decidí esperar unos segundos hasta que me dijo:

– Estoy enferma, te necesito. Tengo… cáncer…

Y mi corazón se paró. Tras tantos meses huyendo de mí mismo y de casa, tenía que volver. Por ella, por cuidarla. Por fin regresaría a lo que la gente llama hogar. ¿Lo encontraría allí? ¿Podría saber cuál era el sentido de mi vida allí…?

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