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ADIÓS

 

– No se está tan mal, ¿verdad? – pregunté, tras varios meses viviendo allí. Estábamos en paz, en medio de una sierra en la cual el verano no afectaba mucho. La casa era alquilada, y vivíamos con lo justo para no despertar el interés de Hacienda. Estaba hecha de madera, con dos plantas, y una chimenea muy cuca. Al principio nos costó habituarnos. No teníamos internet, ni televisor, ni nada moderno, y aun así siempre hacíamos algo. Mas como dije, el principio fue un poco duro. Rubí siguió dolorida por la muerte de su familia, y por mi incursión en temas del pasado. Yo estuve dándole vueltas al asesinato de mi amigo. No había leído ni un periódico en el que dijeran su muerte. De hecho no había leído más que un par de viejos libros. Bajábamos poco al pueblo para comprar provisiones. Pasábamos la mayor parte del tiempo juntos, haciendo nada, amándonos, de una forma distinta y especial. A veces la gente nos decía que si no teníamos miedo de vivir tan solos y de que algún día apareciese alguien para robarnos. Nosotros decíamos que sí, aunque lo cierto es que era que no. Teníamos mi ojo para protegernos. Mi ojo, y una escopeta.

También le estuve dando vueltas a lo que pasó con el tío de Rubí. Lo liberaron, y el odio me atormentó mucho tiempo, hasta ser apaciguado, uno, por peticiones de ella, y dos, por el paso de los días y el olvido cayendo en mi mente.

– Se está de ensueño. – dijo ella, con una sonrisa cansada. Nos encontrábamos en el salón junto al fuego de la chimenea, crispando la madera y cobijándonos. Era encantador y acogedor. Abrazados, fuimos conciliando el sueño. Me acostumbré a dormir con el ojo izquierdo en guardia. No se descansaba tan bien como anteriormente, pero tampoco necesitaba dormir mucho. El ojo me había fortalecido a niveles inimaginables para mí.

Su alma ya estaba curándose. Volvía a amarme con la intensidad del principio. Nuestros labios y nuestra piel se fundían constantemente. No teníamos preocupaciones, ni problemas ajenos. Vivíamos para nosotros mismos. Aunque yo tenía un ojo, y muchas vidas que salvar. Sabíamos que tarde o temprano llegaría ese estrés de luchar día tras día, de utilizar el potencial de mi ojo para salvar a la gente, o para un destino más noble que vivir eternamente en una sierra perdida. Por eso mismo, por saber que no sería eterno, lo disfrutamos el doble.

Una vida tranquila, algo aburrida en ocasiones, salvada por las llamas bailando en la chimenea. Era nuestro entretenimiento. La alimentábamos con libros que no nos gustaban. Un insulto hacia su escritor, pero solían ser escritores de fama pasajera que se dejaban llevar por lo que vendía, en vez de por lo que sentían. Todo era un cierto resquemor que teníamos Rubí y yo por su parte. Rechazaron un libro que escribimos entre ambos, y que se perdió hace mucho tiempo. Desde entonces dejamos de leer, ¿pero qué más podíamos hacer? Aunque lo cierto es que el ojo nos ayudó… Le hacía unos masajes increíbles al saber dónde presionar. Y ni hablemos sobre hacer el amor… Creo que era nuestro principal pasatiempo.

Cuando pasaron varios meses fue cuando retomé tal afición por la lectura, y por la escritura. Me divertía inventar mundos nuevos e imaginarios donde yo era su dios, aunque en la vida real tuviese el poder de uno. Entonces, un buen día, recordé la promesa que le hice a mi hermana de escribirle, y bajé al pueblo para enviar un correo. También se nos había olvidado darles nuestra dirección nueva. Sí, había sido llegar allí y olvidarnos del resto del mundo. Meses incomunicados. Apenas les di unos pensamientos. El aire de aquella sierra… era muy distinto al de la ciudad. Te evadía de todo problema que alguna vez hubieras tenido. Era… refrescante. Pero, a su vez, fue mi condena.

Dos semanas después recibí una carta de mis padres. Se me hizo rara, al no ser de mi hermanita, y la abrí cuando llegué a casa y me tumbé frente al fuego.

«El cáncer ha vuelto, y tu hermana está muy grave, más que antes. Ven en cuanto puedas. No creemos que esta vez se pueda salvar»

Mi espíritu empequeñeció. Mis ojos se empañaron en lágrimas. No, no. La había vuelto a abandonar. Se me había olvidado por completo. ¿Fue mi ida la que la sumió de nuevo en la enfermedad? ¿Por qué no pude verlo? Me concentré, sí, ¿por qué no lo vi? ¿Fue porque me interrumpió? ¿Y por qué no insistí? Lo di por hecho. Es que…

¡¡¡NI CON EL OJO PODÍA VER!!!

Mi propia estupidez humana me condenaba a repetir el mismo error vez tras vez. Tenía el poder de verlo, ¿por qué, ni con ésas, lo lograba? ¡¡¿¿POR QUÉ??!!

Rubí estaba durmiendo, y no quise despertarla. Me despojé de la bandana y corrí hacia el pueblo, tropezándome varias veces por el camino. Llegué a doblarme el tobillo en una caída, pero insistí en correr, aun hinchándoseme. Una vez abajo robé el primer coche que encontré desprotegido. No recordaba conducir, pero lo hice. Estaba utilizando mi ojo en todo su potencial. Me sangraba, y mucho. Notaba la sangre caer por mi mejilla, mas hice caso omiso. Debía ir a verla. Debía llegar de una vez. Rubí podría tomar el tren esa misma tarde, pero no yo. Yo debía estar allí ya. Debía… curarla. ¿Podría hacerlo? Aparte de curarme a mí, ¿podría curar a los demás?

Nunca me había molestado en intentarlo.

Conduje con velocidad, sin mucho control, y sin respetar las señales, sólo mi ojo, el cual, con muchísimo esfuerzo y a base de desangrarse pudo guiarme a través del tráfico. Pero ya era invierno. Atrás quedaban los buenos días. En su lugar, la nieve abundaba por las carreteras. Y yo supe que debía hacer acoplo de todas mis fuerzas para combatirla, y que el coche no deslizase. Sabía cuándo derrapar, cuándo frenar, cuándo minorar la marcha. Cuándo me iba a cruzar con un coche, cuándo girar el volante, cuándo acelerar. Lo sabía. Yo tenía el control. Yo… debía llegar cuanto antes. Pero alcancé la velocidad que el ojo no pudo soportar. Sentí tanta presión que me doblegó del dolor, y choqué con otro hombre, saliendo los dos despedidos por el limpiaparabrisas. Ninguno de los dos llevaba el cinturón, e íbamos a muchísima velocidad.

Caí a muchísimos metros de distancia del coche robado. Mi cuerpo estaba lleno de cristales. Mis músculos rasgados, demasiados huesos rotos y astillados. Mis costillas y mi hombro izquierdo inclusive. Me costaba respirar. Tosía sangre. Alrededor de mi cuerpo se había formado un charco con ella. ¿Iba a morir?

Comenzaba a desfallecer, a cerrárseme los ojos, a querer abrazar al sueño eterno. Pero no era el momento. No, aún no, no, no… Mi hermana me necesitaba. ¡Rubí me necesitaba!

Abrí los ojos de súbito, y comencé a concentrarme en curar mis heridas. Me retiré los cristales, y todo fue cicatrizando. Los huesos volvieron a su posición, tras causarme daño dentro. Los músculos se regeneraron, y las heridas y cicatrices desaparecieron. Pude volver a respirar el aire frío con normalidad. Sonreí, y entonces me acerqué al otro herido. Su alma estaba oscura, y su aspecto era el típico de un drogadicto. Miré su coche, y vi varios gramos de cocaína en él. Estaba muriéndose. Se había cortado el cuello y le quedaban dos litros de sangre en el cuerpo. Dentro, llevaba el sida. Me concentré en él. Lo toqué. Posé mi mano sobre su cabeza, y concentré mi poder en transmitírselo y curar su enfermedad. Poco a poco fue desapareciendo hasta no quedar rastro de ella. Me retiré varios pasos hacia atrás. Si podía curar una enfermedad, ¡podría curar a mi hermana!

Intentó pedirme ayuda, pero me fui corriendo de allí. No quise ayudarlo. Llevaba encima de él un montón de maldad, de crímenes cometidos, y ningún arrepentimiento. Quizá era otro como yo. Por eso consideré que negarme a ayudarlo era lo mejor para el mundo. ¿Pero quién era yo para decidir quién vivía y quién no? Estaba bien vengarse. ¿Quién me decía a mí que no pudiera redimirse?

Me giré hacia él, coloqué mi mano sobre su hombro, y la herida fue cerrándosele. Su corazón generó más sangre, y volvió a llenarse de vida. Parpadeó varias veces y se desmayó. ¿Habría tomado la decisión correcta?

Corrí hacia el coche. Estaba entero destrozado. Supe que no me habría servido de nada limpiar mis huellas, pues mi sangre estaba por todos los lados, y tenía mucha prisa. El coche del drogadicto no estaba tan perjudicado. Tiré su droga por la ventana y me fui hasta la ciudad. Pasé varios radares que seguramente habrían hecho una foto de mi cara. Pero es que… la vida de mi hermana corría peligro.

Llegué en cuestión de una hora intensa. Había llevado a mi ojo al límite. Subí corriendo las escaleras hacia el piso. Mi vista estaba borrosa. Temí haberla perdido. Entonces me abrieron, y con cara de circunstancia me dijeron:

– Tu hermana murió ayer.

Sí, así fue. Mi hermana había muerto…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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