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Capítulo 5.2 – Pesadillas
Akira le lanzó un puñetazo acto-reflejo. La niña estuvo a punto de arrancarle el brazo de un mordisco. Chorro disparó a bocajarro haciéndola retroceder. Dejé mi linterna a Cris y recargué mi pistola. La niña sonreía. Pisotones sonoros se acercaban en un sprint. Era el gigante. No quería morir partido por la mitad. El gigante apareció derribando la pared con tanto énfasis que cayó al suelo, atravesándolo, llevándose a la niña consigo. Akira resbaló y casi cae pero se apoyó en un tablón partido que sobresalía. Le ofrecí mi mano y pude hacer fuerza para salvarlo, pero a cambio de mi sombrero que se me deslizó de la cabeza y cayó justo encima de la espalda del gigante. Encendimos las linternas y enfocamos el piso de abajo. El gigante no se movía, pero la niña se levantó y echó a correr. Parecíamos estar viviendo una pesadilla. Una cosa era enfrentarse a seres infernales, y otra estar sumergidos en semejante «aventura».
– Deberíamos haber esperado al día siguiente. – dijo Akira.
– Sí, lo sé. Nos confiamos al creer que no habría fantasmas.
– Es que…, aunque no haya fantasmas obviamente podía haber otra mierda. Joder, parecemos noobs en esto. – noobs = novatos.
– Sigamos el pasillo. – propuse. – A ver hasta dónde nos lleva, y en cuanto podamos salir de aquí nos vamos.
– Estoy empapada. Me molesta y me asquea. – dijo Cris, señalando su pantalón.
– Lo siento, no debería haberte traído. – dije.
– No, yo quise venir, yo… lo asumo…
– Venga, hagamos un círculo, y avancemos.
Yo caminaba hacia delante, Cristina de lado, Akira de otro, y Chorro hacia atrás. Cada uno iluminaba una dirección. Íbamos tremendamente lentos, pero mucho más seguros que iluminando hacia delante nada más.
– La próxima vez que la veamos le dispararemos a todas las extremidades y le colocaré el medallón. Espero que se derrita como aquel vampiro. – dije.
– Esperemos que no se ría en nuestra cara y se lo quede. – contestó Akira.
– Si veis algo interesante decidlo.
– Sólo habitaciones.
– Lo mismo aquí. – contestó Cris.
– Yo veo lo que tú dejas atrás. – contestó Chorro.
– Tenemos suerte de que esa mole sea tan pesada. Poco más y nos lleva por delante. – dije.
– Pero… ¿qué coño era? – preguntó Akira.
– Si vosotros no lo sabéis… – respondió Chorro.
La madera crujía, y el polvo se levantaba. Entraba por la nariz, picándola. Si alguno de nosotros llega a haber sido alérgico estaría medio muerto estornudando sin parar. Mis ojos me escocieron, pero apenas podía permitirme parpadear, por lo que fuera a encontrarme delante. Estaba realmente asustado, más que de costumbre. Las balas no hacían gran cosa, y no me venía a la cabeza ningún conjuro, porque ni sabía qué era a lo que nos enfrentábamos.
– ¿Y si son zombis? – dedujo el cura.
– ¿Zombis? Akira, ¿nos hemos enfrentado a alguno de ellos alguna vez?
– No que yo recuerde.
Rasqué la nariz y sorbí la mucosidad que el polvo me irritaba. Maldición, era entonces cuando me arrepentía de no estudiar casos que no me atañesen. La cosa es que por mucho que mirase siempre encontraba métodos que no eran los reales. Había mucha mitología y muchas mentiras. Más de una vez estuvimos a punto de morir por hacer caso a tonterías que leíamos o en algún mal libro o en el maldito internet. Sí, ahí donde cada uno dice lo que le sale del rabo, y seguíamos esas indicaciones, como buenos listos que somos.
– No sé cómo se les derrota, pero podemos atraparlos, y los rodearé con el medallón. – dije.
– No es tan sencillo. – respondió Akira.
– Lo sé, pero dime qué otra solución queda…
Entonces se escuchó el ruido de unas patas corriendo sobre la madera. Otra vez no, por favor. Otra vez…
– Quietos. – ordené cuando iban a posicionarse en la dirección en la que se escuchaban las patas. Era la mía. Yo podía apuntar, y confiaba en mí mismo para hacerlo. Alcé la pistola iluminando con la linterna. Temblé. Por un momento pensé que se me resbalaría de entre tanto sudor. Respiré el polvo que entraba por mi nariz, picándome más. De pronto todo el cuerpo me picaba. Las orejas, la frente, las mejillas, el cuello, las rodillas, la espalda, el pecho… y esas malditas patas no paraban. Venían corriendo, de entre la oscuridad surgirían. Venían muy rápido, más que antes. ¿Qué sería? ¿Más seres? Nos enfrentábamos a demasiado, como para que se añadiera otro más. Y de la nada surgió un perro brutal, un doberman, y se abalanzó sobre mí. Disparé dos balas que no lo alcanzaron, y me tiró al suelo. Akira se giró y me lo quitó de encima con un disparo. Le reventó la cabeza, salpicándome sus sesos y su sangre por la cara y la gabardina. No sólo había perdido mi sombrero, sino que había echado una gabardina a perder. Me limpié la cara con la manga y observé el perro que yacía sin vida en el suelo.
– De nada. – dijo mi amigo.
– Gracias, joder. ¿Por qué éste muere y los demás no?
Pero ni tiempo dio a que respondiera a mi pregunta que una jauría de perros vino hacia nosotros. Eran unos doce, cada uno de una raza distinta, pero no tenían cara de amigables. Alzamos las pistolas y disparamos. Cristina se encargó de alumbrar en vez de disparar. Tres contra doce perros furiosos que venían corriendo. Nos dimos cuenta de que no podríamos con todos y nos metimos en habitaciones distintas, en paralelo, resguardándonos. Chorro, Akira, y yo en una. Cris en otra…
– Mierda, está sola. – dije. Los perros se abalanzaron contra las puertas. Querían tumbarlas y entrar. Nosotros podíamos sostenerlas bien, ¿pero y Cris? Entonces me fijé mejor. Habíamos estado andando todo ese tiempo por un pasillo larguísimo con sólo habitaciones y más habitaciones. Por grande que fuera el seminario, no lo podía ser tanto. Estábamos atrapados dentro de una pesadilla…
Me asomé por la ventana. De una habitación a otra no había tanto. De un salto podría llegar. Agarré una lámpara del cuarto y la lancé contra la ventana del otro, quedándome algo colgado de la ventana del mío. La rompí, pero no lo suficiente. Me quité un zapato y acabé por romperla del todo. Entonces salté hasta ella, clavándome los cristales que aún quedaban en las manos. Escalé y entré, rasgándome por completo la gabardina, y cayendo sobre más cristales. Al levantarme se me clavaron en mi pie descalzo. Cojeé y me asomé por la puerta, sosteniendo la pistola con mis dedos cortados. Disparé, y el retroceso rasgó aún más mi carne y clavó más los cristales en ella. Tumbé a dos perros cuando se lanzaron a por mí. Cerré la puerta, y ya pude escuchar cómo Akira y Chorro salían del cuarto para rematar a los otros perros. Ya hubo paz. Salí de mi cuarto y vi a Cris abrazando al cura, que había entrado para ver cómo estaba. Me dio rabia que ella creyese que fue él quien le había salvado, así que dije:
– Eh, tu héroe soy yo. Salté a este cuarto para cargarme a los chuchos, y mira cómo estoy.
No se habían dado cuenta hasta que me alumbraron. Se quedaron petrificados. Akira vino corriendo a socorrerme. Me fue quitando los cristales clavados cuando escuchamos un grito ensordecedor que provenía del fondo del pasillo. Pero no hacia delante, sino hacia atrás, donde nos habíamos enfrentado al gigante y a la niña. Nos estaba persiguiendo algo más. ¿El gigante se habría recompuesto y vendría a por nosotros?
– Me jode decir esto pero… creo que es mi final. Salvaos vosotros. – dije.
– ¿Qué? No. – respondió mi amigo, y los demás le respaldaron. Fui a quitarme el amuleto para dárselo pero Akira me lo impidió. – Si la palmas tú, la palmamos todos.
Entonces saqué fuerza donde sólo había flaqueza y corrimos de aquel grito. Tras cinco interminables minutos en los que cada vez que posaba el pie era como si me volviera a clavar los cristales terminamos en la misma punta en la que habíamos empezado. ¿Estábamos recorriendo siempre el mismo pasillo y no nos habíamos dado cuenta? ¿Estábamos corriendo en círculos? Enfrente de nosotros estaba el agujero, y sí que habíamos ido hacia delante. ¿Era tan monótono que no nos habíamos dado cuenta? ¿Era por la oscuridad? ¿Era por el miedo…?
– No, no puede ser. No hemos visto la escalera derruida. ¿Qué coño está pasando? – dije. Los gritos seguían escuchándose. Y, de repente, unos chirríos, como los de cucarachas correteando, pero sin el como. Eran realmente insectos que venían hacia nosotros. Cristina gritó, horrorizada. A mí también me repugnaban esos seres. Me dio muchísimo repelús, y, sin dudarlo dos veces, me colgué del tablón y salté hacia abajo. Pude rodar, gracias a Dios, al igual que Akira. Los otros dos cayeron de culo. No estaba ni el gigante ni la niña. Salimos al pasillo exterior, y nos encontramos hechos un lío. ¿Hacia dónde ir? Las cucarachas bajaban por el agujero. No nos iban a perdonar. Retomamos nuestra carrera, sin fijarnos en nada más que por dónde íbamos, hasta que encontramos una luz al fondo. Una luz que flotaba y poseía brillo propio. Era… un alma. ¡Era un fantasma! Alcé la pistola, dispuesto a disparar, pero no tenía malas intenciones. Nos pedía que nos aproximáramos. Parecía tener buen propósito, pero podría ser una trampa. Sin embargo, no estábamos como para ir a ningún otro lado, así que lo seguimos, y nos condujo a una habitación que, tras cerrarla tras de sí, pudimos observar bien. Estaba llena de símbolos anti demonios. Le miramos bien. Parecía un hombre joven y apuesto, fallecido hace mucho.
– ¿Estáis bien? – nos preguntó.
– ¿Tengo cara de estar bien? – pregunté. Tosí, debido al polvo acumulado. Me atraganté con mi propia saliva al toser, y tosí aún más. Tenía miedo de que mis heridas se infectasen, aunque seguramente ya lo estuvieran. Me mareé y me senté en el suelo un rato. – Lo siento, sí, más o menos. Alterados, pero vivos. – me disculpé.
– Aquí estáis a salvo durante el tiempo que necesitéis.
– Hasta que se haga de día. – dije yo. Akira sacó un botiquín que llevaba consigo en su mariconera y me desinfectó las heridas, para vendarlas después. También llevaba analgésicos. No se la había visto coger. De hecho casi que ni me había fijado en él.
– No va a ser posible.
– ¿Por qué no?
– Estáis atrapados… en una pesadilla.
– ¿Qué?
– Soy uno de los aspirantes a cura de este seminario. Estaba estudiando cuando se produjo una masacre. Los demonios entraron y nos destruyeron por completo con pesadillas.
– ¿Pesadillas? – preguntamos todos casi al unísono.
– Lo que veis son pesadillas vuestras. Se han formado muchas leyendas en torno a este lugar, y si habéis oído alguna viviréis lo que oísteis.
– ¿A qué se debe este fenómeno? – pregunté.
– No lo sé. He intentado salir de aquí, pero el hechizo continúa. Los símbolos los hicieron maestros míos que desaparecieron intentando salir de este cuarto en busca de respuestas. No sé qué les habrá pasado. Se deben de haber convertido en espíritus malignos. Es el único lugar donde uno puede estar despierto.
– O sea, que el gigante, la niña, los perros, y las cucarachas… son pesadillas nuestras…
– Sí.
Miré a mis compañeros.
– ¿Quién tiene miedo a los perros rabiosos? – ni una respuesta. Vergüenza, o miedo inconsciente que no se percataban de tenerlo. Me encogí de hombros, y le dije al fantasma: – ¿Por qué no te vas?
– Tengo miedo a que mi alma se desvanezca de la existencia.
– No lo haría. Un alma es indestructible. Además, no eres un alma propiamente tal, sino una proyección de ella. Es complicado.
– Cuéntame, ¿qué soy? No llegué a estudiarlo.
– Es verdad, que aquí se preparaban exorcistas cazadores. Pues según tengo entendido eres la energía de tu alma. Tienes conciencia ahora, pero tu alma no está aquí. No sé si a los cuerpos humanos les pasa igual, pero bueno. Es que es difícil de explicar, no sé. Intentaré ayudarte. De todas formas intenté invocar fantasmas y no apareció ninguno.
– Estoy a salvo entre estos sellos. Guardadlos en vuestras memorias por si os sirve.
– Si conseguimos escapar de aquí… ¿Hay alguna manera? – me había tomado mi tiempo antes de preguntarle por la salida.
– Sí: enfrentándoos a vuestros miedos. Es fácil, a la vez que complicado. No podéis matarlos, pero tampoco os pueden matar, sino atormentar. Tenéis que volveros más fuertes que ellos y luchar con fuerza mental. No os servirán las balas, ni otro método que tengáis en mente.
Un escalofrío me recorrió. Oh, viejos escalofríos. Qué placer y qué emoción me otorgaban. Removí mi pelo lleno de polvo que, sacudido, fue a parar en mi nariz, provocándome más estornudos, y dije:
– Entonces, ahora que lo sabemos, haremos un ritual de destierro, para que puedas descansar en paz.
– ¿Qué? No, espera. Tengo que ayudar a los demás. Hasta que este lugar no quede limpio de todo mal no quiero dejar de luchar.
Esbocé media sonrisilla.
– Como quieras.
Otro grito sobrehumano por los pasillos. Mis amigos se encogieron. Estaban demasiado aterrados, excepto Akira, que quiso luchar a mi lado.
– ¿Quién tiene miedo de un gigante como ése? ¿A quién pertenece ese miedo? – pregunté. Ninguno me contestó. Me encogí de hombros. – Supongo que el culpable soy yo. – reí.
– Ningún método vale contra él. No luchéis, será en vano. Derrotad a los miedos en vuestros corazones, y desaparecerán en la realidad.
– Nosotros dos estamos capacitados para hacerlo. – dije. – Pero vosotros sería mejor que esperaseis aquí, para protegeros. ¿U os veis con fuerza mental para afrontarlo?
No respondieron. Luego me froté un ojo y me rasqué la mejilla. Ah, mi barba, cada vez más crecida. Qué placer me dio pasar por allí la mano y sentir los pelillos acariciándome con cosquillas. Sonreí. Negué con la cabeza y alcé una ceja. Todos me observaban, intrigados. Parpadeé y me di cuenta de sus caretos. Mi sonrisa se amplió. Acumulé saliva en mi boca y la tragué. Entonces dije:
– Venid todos. Uno no puede enfrentarse a sus problemas sin ayuda de sus amigos. Fantasma, ¿cuál es tu nombre?
– Mateo.
– ¿Sabes dónde está la biblioteca?
– Sí, en la planta baja, en el ala derecha.
– Gracias. Deberíamos haber empezado de abajo arriba, en vez de al revés. En fin, vayamos.
– ¿Qué haréis?
– Enfrentarnos a nuestros miedos. – dije con decisión, cargando la pistola…
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