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Capítulo 9.3 – Estresante Ajetreo

 

– Bienvenidos. – dijo la bruja líder en español, de raza negra, rodeada de brujas de todo tipo de nacionalidades. Estábamos en un edificio cerrado, con paredes pintadas de negro, rituales hechos por doquier, velas, y demás elementos de magia. La encañoné con mi pistola sin balas. Ante la absurda situación la enfundé y desenvainé mi cuchillo.

– Quiénes sois, y qué queréis.

– Nosotras controlábamos a la masa hecha con varias personas. Nos habéis entregado el medallón, y ahora nuestro trabajo aquí finalizó.

– No, no pude ser… ¿Por qué lo necesitáis? ¿Qué queréis de él?

– Tiene poderes mágicos inimaginables. Y ahora, con vuestro permiso, nos dejaréis marchar. – dijo sacando un arma. – Nosotras no os matamos, y vosotros evitáis que vuestros amigos nos vuelen la tapa de los sesos.

– Hmpf… ¿Masacrasteis vosotras a todo el pueblo?

– Por supuesto. Un experimento exitoso. Revivimos con magia sus cadáveres. El amuleto elimina el virus, aunque, por lo visto, lo sabéis. Nos volveremos a ver.

– La próxima vez os mataré.

– Lo intentarás, sí, pero no lo lograrás. Adiós.

Se marcharon. Pasaron de una en una frente a mí. Once brujas. Fue un error dejarnos ir. Cristina nos llamó, preocupada, preguntando qué es lo que había sucedido. Les conté que habíamos sido usados. Que si no nos hubieran robado el medallón nos habríamos cargado a todas. Ahora quedaba reunirnos de nuevo, y largarnos en cuanto antes a recuperar lo que era nuestro. No fue estúpida la idea de haberle puesto GPS.

Salimos a hurtadillas del recinto. Todos los zombis se arremolinaban alrededor de la iglesia. En cualquier momento entrarían. Y nosotros apenas teníamos tres balas, insuficientes para llamarles la atención.

– Una hoguera. – dije. Era el mejor plan de todos. El fuego los atraería, y rodearíamos el pueblo para rescatar a nuestros amigos y largarnos de allí. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes?

Nos aproximamos a una casa de madera, abrimos el gas, esperamos veinte minutos desde fuera, y pegamos un tiro, explotando la casa, haciendo que ardiese en llamas. La explosión llamó la atención de varios, y el fuego se propagó por el vecindario. El pueblo comenzaría a arder entero dentro de poco. El humo se alzó por el cielo, atrayendo nubes negras que arrojaron lluvia sobre nosotros. Pensamos que extinguirían el fuego, pero la lluvia cayendo contra el suelo nos ayudó a camuflar nuestros pasos en la atmósfera.

Tras quince minutos esquivando unos zombis, y reventando otros cuantos, llegamos a la iglesia. Cristina y Chorro bajaron, abalanzándose la primera sobre mí y besándome. No teníamos tiempo ni para alegrarnos. Me apoyé sobre dos y a la pata coja salimos del pueblo, llegando al coche que habíamos dejado atrás.

– Conduce Akira, y yo delante. – dije, pero sin hacerme caso alguno me metieron en la parte trasera, poniéndose Marc al volante. Qué mareo, qué forma de girar, qué acelerones, qué… arfgh…

No sé qué resultó peor, si su forma de conducir o todo el pueblo. Mientras nos alejábamos les contamos lo que habíamos visto, y cómo eran las brujas.

– Han estado jugando con nosotros. Yo no tengo mi medallón, y todas las maldiciones pesan sobre mí. Desde que me lo quité… me doblé el tobillo, se me acabaron las balas, nos tendieron una trampa, y me mareo jartísimo…

– Tenemos que buscar brujas buenas. – dijo Akira. – Que te quiten todos los males de ojo.

– Ah, ¿pero eso existe?

– En algún lado, fijo que sí.

– Nos dejaron vivos por algún motivo. Fuimos tontos al meternos directamente en la boca del lobo sin inspeccionarlo primero, pero el acojone que llevábamos por los zombis hizo que no pensásemos. Chorro tenía razón cuando dijo en el seminario que era una trampa para quitarnos el medallón. Además, la excusa de que no nos mataron porque si no Cristina y Chorro habrían acabado con ellas… no cuela en absoluto.

– ¿Qué hacemos? – preguntó Marc.

– Frena cuando puedas, y sacad el portátil del maletero.

Me obedecieron en el acto. Me sorprendió tener ese efecto de liderazgo en mis compañeros. O quizá es que era una situación de emergencia. Fuera como fuese, lo abrí, y localicé nuestro dispositivo. Estaba yendo al aeropuerto.

– Van a salir de país.

– Mierda. – dijo Akira. – Estamos en búsqueda, no podemos coger un avión.

– Esperaremos a ver hasta dónde van.

– La distancia del GPS no es infinita.

– ¡Dale, Marc, caña al aeropuerto!

Metió un acelerón que por poco no vomito lo poco que tenía en el estómago. Le fui dando indicaciones, y en menos de treinta minutos llegamos, aparcando en el parking.

– Corre, ve a buscarlas, sabrás reconocerlas. No las pares, no hagas un show delante de la gente, sólo mira a ver qué avión cogen.

Se marchó. Lo esperamos, impacientes. Teníamos miles de euros saqueados, armas, y un coche robado, además de que éramos buscados en otros países. La aventura era digna de vivirla, aunque no de morir por ella. Teníamos ganas de volver a casa y disfrutar del día a día, pero nos habíamos implicado demasiado. Bueno, Akira y yo ya estábamos acostumbrados. Quien nos dio pena fue el resto… Los mirábamos como a corderos desprotegidos, amén de yo con ojos de enamorado, dedicados a Cristina. Marc volvió a los quince minutos:

– A Inglaterra. Marchan a Inglaterra.

– Pues rumbo a la isla… – dije yo, no muy animado. Demasiado viaje en tan poco tiempo. Nuestros cuerpos mortales comenzaban a cansarse.

Condujimos hasta los Países Bajos, Holanda, y abandonamos el coche antes de llegar al puerto. Tiramos de mil contactos, pero ninguno tenía relaciones allí. Sin embargo encontramos un crucero de lujo, rumbo a Inglaterra, y luego vuelta a los Países Bajos. Comunicándome en un inglés paupérrimo, pues parecía habérseme olvidado, conseguimos comprar cinco pases, tras dejarnos la mitad de lo saqueado.

Entonces hicimos la de cambiarle el equipaje a un guiri y si lo cacheaban a él y le trababan, sería su culpa. Pillamos al más tonto. Típico tío quemado, que parece un cangrejo, con sandalias y calcetines blancos, y cara de borracho. No se dio cuenta de que le habíamos cambiado la maleta, aunque la nuestra pesase considerablemente más que la suya. No fue cacheado aleatoriamente. De nosotros el único fui yo. Claro, mis maldiciones y mi mala suerte…

Recuperamos la maleta picarescamente. El alcohol nos había ayudado, por supuesto. Él olía a cerveza que tiraba pa’tras, aunque nosotros un poquito a whisky. Nos acomodamos en nuestros camarotes y nos relajamos para un viaje a Inglaterra. Pero… ¿relajarse? ¿En serio existía esa palabra en nuestro vocablo…?

 

 

 

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