Un rayo tremendo impidió que bajase las escaleras.

–Me quedo contigo hasta que vengan. –le dije.

–Cagueta.

–Vamos al hall a esperarlos, ¿no?

–Sí, imagino.

–¿Estás bien?

–Sí, pensativa.

–Yo también he estado pensativa… Estoy un poco deprimida.

–¿Por? –preguntó casi más por compromiso que por preocupación.

–Porque pensé en lo que dijiste de irnos y vivir a nuestra bola. Pero… ¿y si nos estamos haciendo ilusiones a lo tonto? ¿Y si nunca podemos salir de donde estamos? ¿Y si lo que hagamos nos sale mal? Aunque hayamos nacido para brillar…

–Hay oscuridad ahí afuera que podría apagar cualquiera de nuestras luces…

–Sí…

–Yo también estoy un poco de bajón por eso. Tengo dinero a mi alcance, pero a veces pienso que nunca podré salir de esta mansión. Que me quedaré anclada para la eternidad y moriré aquí.

–¿Por qué dices eso?

–No sé. Debe de ser la lluvia, que me deprime. Y este pasillo tan oscuro, a pesar de estar iluminado. Mira los cuadros. Tengo ganas de tirarlos y destrozarlos.

–¿Qué te lo impide?

–Que cuesten cincuenta mil euros cada uno.

–¡Hala!

–Ya. Son… una especie de legado y herencia de la casa. Mira, allí estará el mío. Enfrente de mi cuarto. Cuando muera, lo dibujarán y lo colgarán ahí para de una forma u otra mantenerme viva.

–Espero que te saquen bonita.

–Ya seleccioné la foto que quiero que me hagan. La cosa es que… Dice una leyenda que el pasillo cada vez se alarga más cuantos más miembros vivan en ella. Es decir, en cien años este pasillo será cien metros más largos.

–¿Qué? ¿Cómo es posible eso? ¿Me dices que en un milenio será un kilómetro?

Se encogió de hombros.

–Es la percepción, no la mansión en sí. Como si estuvieras drogado y se hiciera más y más largo. No sé, debe de ser que al saturarlo de cuadros lo ves distinto.

Otro rayo. Miramos por la ventana.

–Hace horrible.

–Sí… Tengo una caseta allí. Podríamos ir en plan acampada. Nos llevamos unos ganchitos, unas coca colas y poco más.

–¿Y tu santuario?

–Olvídalo. Mañana vamos a esa caseta, después de follarnos a alguien hoy.

–¿Qué?

–Sí. ¿No te sientes sola y helada? ¿No te sientes… consumida en una oscuridad asoladora?

El ambiente se heló tanto que empezamos a tiritar.

–Vamos al hall. –dijo ella.

Volvimos por nuestros pasos para bajar las otras escaleras y nos quedamos un rato allí sentadas en unos divanes. Aun siendo inmensa la mansión parecía extremadamente acogedora.

La lluvia afuera invitaba a cerrar los ojos, pero saber que había una sombra que me acechaba me impedía tranquilizarme. Tras el placer que me había dado llegó un vacío asolador y devastador. Tras el horror, el sexo y la incertidumbre llegó el terror.

¿Dónde estaría en esos momentos?

¿Estaría reptando por el techo? ¿Estaría detrás de la lámpara, de la puerta, de las escaleras? ¿Estaría en la lluvia que caía? ¿Estaría detrás de mí en aquellos momentos?

Al pensar en eso di un salto y miré hacia atrás. Lubi estalló en carcajadas:

–¿Qué te ocurre?

–Creía haber sentido una araña.

–Ah, lo normal. Es que tengo un hombre araña viviendo en la casa.

–¿Eh?

–Ten cuidado y no duermas, o vendrá y te comerá. –me vaciló. Le saqué la lengua cuando oímos el timbre. Abrimos y, para mi sorpresa, vi a los chavales vírgenes con los que Lubi ligó aquel día. Empapados y con los ojos desorbitados, como si no supieran dónde estaban.

–¿En serio es tu casa? –preguntó el rubio. Sus ojos eran verdes. Tenía pecas y vestía una combinación de rojo con negro. El otro, de pelo rizoso negro y ojos azules, vestía más normal. Una sudadera blanca y unos pantalones cagones.

–Claro. ¿Queréis secaros antes de que empiece la fiesta?

Me fijé en que traían dos mochilas.

–Sí. Es lo que dijiste, ¿no? Que trajéramos ropa, que nos íbamos a calar.

El moreno no dejaba de mirarla de forma lasciva. Pensaba que acabaría teniendo algo con ella, aunque fuera un trío con su amigo. De pronto sus ojos azules se posaron en los míos y me sonrió. ¿Esperabas que yo también me uniera a la fiesta?

Parpadeé un par de veces y di un paso hacia atrás, cuando de súbito me giré esperando chocarme con la sombra. Y no había nada allí. Ni siquiera mi propia sombra, ya que la luminosidad de las lámparas se encargaba de matarla.

–Venid conmigo, que mi amiga está un poco desorientada. –les dijo Lubi.

–No me dejes sola. –le pedí en un susurro.

–Relaja, muñeca. –me guiñó un ojo. –Voy a llevarles hasta el sitio de la fiesta.

–¿Y yo?

–Ve a la biblioteca un rato. Cuando te despejes avísame y te vengo a buscar.

–Vale. –le sonreí y me despedí de ellos con un gesto de la cabeza. “¿Qué les pasa?”, preguntaron. Ella dio alguna excusa boba y yo me quedé enfrente de una chimenea cuya madera parecía ser resistente al fuego que la consumía. Reí y me puse a inspeccionar entre los libros alguno que me interesase. Encontré entre ellos La Divina Comedia. Lo miré. Era una versión traducida al castellano. Entonces miré más cuidadosamente y al lado vi un tomo de la versión original. Lo agarré y al sostenerlo entre mis brazos mis piernas temblaron, junto a mis brazos que casi precipitan al libro a estrellarse contra el suelo. Era… imposible… Aquel libro tenía por lo menos trescientos años de antigüedad. Lo puse en su sitio de inmediato y me senté en el sillón a procesar que mis impías manos hubieran tocado semejante libro.

–¿Cómo? –rasqué mi mejilla. ¿Sería coincidencia? Rebusqué entre el resto de los libros, hallando solamente viejos de más de doscientos años. Incluso primeras ediciones. Mi corazón se aceleró. Con sólo esos libros podría vivir cuarenta vidas sin preocuparse por el dinero.

Me senté a mirar al fuego, impactada.

–¿Cómo los han conseguido? ¿Y cómo es posible que los tengan aquí, así?

Y un sirviente se me acercó. Un hombre mayor de poco pelo y ojos grises, vistiendo de negro. Se sentó a mi lado y, sonriéndome, me dijo:

–Llevo un control exhaustivo de ellos. No podría uno abandonar su estantería sin que yo me enterase. –lo miré, boquiabierta. No me sonaba de haberlo visto antes.

–¿Cómo es posible que tengan tanto dinero? Antes apenas…

–Oh, todo fue cosa mía. Yo se lo di. Claro, bajo mis normas. –sonrió, volviéndose su boca negra y espeluznante, con unos colmillos afilados y una lengua larga y viscosa saliendo de él. Fui a gritar del susto, pero el aire se encerró en mis pulmones. Me fui hacia atrás, cayendo de culo contra el suelo cuando él se acercó a mí y me dijo:

–¿Está bien?

Sacudí la cabeza cuando me di cuenta de que estaba normal. Que no tenía ninguna sonrisa en su rostro. Me tendió una mano que agarré con reticencia.

–Sí, me ha dado un mareo.

–Han llegado varios amigos de la señorita Lubi. ¿Usted va a apuntarse a la fiesta?

–Qué remedio. Aunque hoy no tengo el cuerpo para fiesta. –le dije ya de pie y sacudiéndome.

–Entonces échese a dormir. No es conveniente pedirle al cuerpo más ritmo del que puede permitirse.

Me reí ante sus palabras. Luego lo miré a los ojos y después a la lluvia cayendo contra la ventana. El lugar era realmente acogedor. Me habría encantado vivir allí. Creo que entre tanto libro no habría necesitado a ninguna persona. La moqueta del suelo, las cortinas, las lámparas y la chimenea relajaban con simplemente mirarlas. Era una armonía perfecta.

–Como una melodía de un buen saxofón, ¿verdad? –preguntó, de nuevo brillándole la sonrisa y los ojos en negro. Antes de alterarme cerré los ojos con fuerza y los abrí, viendo su rostro impecable. Asentí por compromiso y me disculpé con él. Al ir a salir me choqué con Lubi, que venía a buscarme.

–¿A dónde vas? –preguntó sonriendo. Pero su sonrisa me repugnó.

–N–no lo sé… Creo que me… Me han debido de drogar, no sé. ¿Me has dado algo?

–No, ¿por?

–Tengo alucinaciones.

Lubi se asomó a la habitación.

–¿Pusiste la chimenea? –me preguntó.

–No. –le dije, cuando al girarme vi que donde había madera grande y robusta ardiendo ahora sólo había cenizas y un olor a quemado impregnaba el lugar. Un escalofrío recorrió mi espalda. Lubi me agarró de la mano y tiró de mí hacia la fiesta. Sin duda, yo estaba alucinando y no me encontraba para nada con cuerpo de querer festejar.

Me arrastró hasta allí como si fuera un saco de carne. Y al abrir la puerta la luz me deslumbró. Había colocado unos focos que parpadeaban, junto a una música retumbante y atronadora. Había… mucho ambiente allí. La gente tenía la cara descolocada, como si todos se hubieran drogado y estuviesen flipando con lo que veían y vivían. Algunos bailaban y otros simplemente conversaban.

Pero de sus labios parecían brotar palabras sin sentido, o palabras que atropellaban a otras palabras, o… como una radio desintonizada. El ambiente era oscuro y lúgubre. Parecía una rave de chavales que se creían vampiros. Mi cuerpo tembló, deseando salir de allí. Hubo un momento mientras los observaba en el que todos giraron sus cabezas hacia mí, mirándome con unos ojos blancos y vacíos. Creí desmayarme en ese instante. Lubi se percató de mi estado y me abrazó.

–Creo que has cogido fiebre. Ven, vamos a la habitación.

–No, no… quédate en la fiesta. Me tomaré una pastilla, un vaso de leche y me iré a dormir. –le dije sonriendo.

–¿Segura?

–Sí, segura.

Y sin más dilaciones me marché directamente a la cama sin hacer nada del resto. El terror que me invadía era superior al hambre y al dolor. El terror que pudiera ser que una fiebre me estuviese causando. Me tiré sobre la cama y me escondí metida en las sábanas, como si aquéllas de verdad me fuesen a proteger…

 

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