Nos abrazábamos al pie de la chimenea. No nos espantamos. Nos quedamos desnudas una al lado de la otra mirándonos con ternura y pasión.

–Esto es nuevo para mí. –le dije.

–Para mí no, ya te lo he hecho varias veces cuando dormías.

Reí como una idiota para luego mirarla a los ojos con ilusión. Apoyé mi cabeza a su lado y me confesó:

–Estoy viviendo la vida al máximo porque tengo miedo a que acabe.

–¿Por qué dices eso?

–Mira los días que hace. Mira, ven. –agarró mi mano y me puso en pie. Nos acercamos con lentitud hacia la ventana, desnudas, y me enseñó la lluvia. Cada vez era más fuerte. De hecho, parecían ríos cayendo. Era… sobrecogedor. No podía verse nada. Eran cataratas cayendo. –La parcela tiene conductos especiales para días así. No nos inundaremos a menos que estemos un mes con la lluvia cayendo de esta forma.

–Nunca, pero nunca la he visto así. Ni en documentales de países lejanos y recónditos. Ni siquiera en el pueblo. ¿Hay microclima sobre esta casa?

–Creo que es por el cementerio más allá del bosque.

Un escalofrío me entró. La abracé. Correspondió mi abrazo con consternación y miedo.

–Insisto, ¿por qué no os vais?

–No puedo irme. –suspiró. –Debo estar aquí…

–¿Por qué razón? ¿Cómo pretendes acompañarme al extranjero?

Y ahora me abrazó ella con necesidad.

–Cuando pase la tormenta iré contigo hasta el fin del mundo.

–Te tomo la palabra.

Nos vestimos y pusimos un videojuego. Mi cuerpo se sentía extremadamente relajado. Le dije:

–Lo bueno de las rupturas es las locuras que cometes después.

–¿Lo hiciste por despecho?

–No, sino que es algo que no habría hecho en caso de tener pareja.

–Jue… Yo haría locuras de las que arrepentirme. Pero cuando estás a las puertas del infierno, no te importa sumar pecados y pecados.

–¿Qué infierno? Cuéntame, Lubi, qué te pasa. –me enfadé y pausé el juego.

–¡Que no me pasa nada! Ya te dije que estoy de bajón.

Pero no podía creerla. No tras las cosas que había experimentado, visto y vivido en aquella casa. No, era superior a mí. Pero no me quejé. Simplemente jugué a desgana a aquel videojuego, perdiendo estrepitosamente, y me quedé mirando a través de la ventana cuya persiana Lubi subió. Agua cayendo, discurriendo como un río. Y nada más. No sabías qué podría haber más allá. No sabías quién podría estar acechando sin que fueras consciente de semejante presencia. Podía estar el padre de Lubi, el sirviente. O, peor, la sombra…

Si te quedabas mucho tiempo pensando en lo mismo era difícil no volverse loca.

Se sentía bien, sí. Estar acomodada en un sofá escuchando el sonido de la lluvia de fondo con una chimenea encendida y apretando botones para derrotar a tus rivales en un juego ficticio.

Se sentía muy bien.

Demasiado bien para ser cierto.

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