Sobre el acantilado más alto de la costa cántabra, cerca de la zona de Santoña, existe un castillo ya en ruinas. Según dice la leyenda, Don Rodrigo de los Vélez habitó este castillo, reconocido campeón de la Santa Cruz, cuyos ejércitos habían derrotado en varias ocasiones a los moros.

Este caballero se casó por segunda vez con una joven y apuesta dama, Doña Dulce de Saldaña. En su castillo vivía también Don Íñigo Fernán Núñez, un hijo adoptivo de un familiar lejano del caballero. La gente advirtió en numerosas ocasiones a Don Rodrigo que no era sensato mantener en la misma residencia a dos personas de sexos opuestos y de edad similar, a lo que Don Rodrigo siempre confió en que la gratitud de Íñigo le impediría tomar a su reciente esposa.

Un día, el rey de Castilla envió un mensajero para ordenarle a Don Rodrigo que reuniera su ejército y fuera a luchar contra los moros. El caballero cumplió con la orden, dejando solos a Doña Dulce y a Don Íñigo en el castillo de Santoña.

Tras un año, llegaron noticias de que el ejército de Don Rodrigo había sido derrotado y el caballero había sido hecho prisionero.

Su señora esposa, Doña Dulce, se desmayó y quedó desfallecida e indefensa ante las pretensiones egoístas de Don Íñigo, quien se hizo con el castillo y las tierras.

No sólo se aprovechó del estado de la señora, sino que además se enamoró de ella y quiso hacerla suya, aprovechando que estaba desmayada. Sin embargo, estaba en uno de sus pocos momentos de lucidez, por lo que la encontró rezando ante la imagen de San Rafael.

En ese instante, Doña Dulce supo qué era lo que Don Íñigo buscaba de ella, por lo que huyó de su habitación y subió a lo más alto de la torre, siendo perseguida por el nuevo señor del castillo. La señora, escogiendo la muerte antes que su honor fuera mancillado, le retiró la daga que colgaba del cinturón de Don Íñigo y se la clavó en el pecho. El hombre, asustado, retrocedió varios pasos. Entonces, el viento sopló con fuerza, desbalanceándolo y tirándolo al mar. Cuando caía, escuchó la voz de Doña Dulce que lo maldecía a una eterna existencia.

Desde ese momento, y en las noches en las que el viento sopla más fuerte por el acantilado, se visualiza entre las ruinas del castillo a Don Íñigo montando sobre un delfín gigantesco, atravesando el mar en un trote sinfín.