Tras acabar, nos tumbamos uno encima del otro, oliendo a sexo tanto nuestros cuerpos como nuestras bocas. Nos sonreímos, como dos locos. Tímida yo, por lo que acababa de acontecer. Y un poco avergonzada. Y otro poquito arrepentida. Miré hacia afuera. El granizo se había convertido en nieve. Como en Navidad. No llegaría a cuajar, pero… caía. Y yo estaba acurrucada en su pecho. Eran las diez de la mañana. La urbanización en silencio. Si acaso conversaciones, y ruidos, y algún grito. Lo normal. Al menos no era música atronadora. Aunque incomodaba de todas formas.

—No estoy hecha para vivir en un barrio. —le dije en susurros. No sé, lo hacía más especial.

—¿Cómo que no? Eres una princesa de barrio.

—Calla. Eso lo será Jenny. O la Laura. O… Yo no, eso seguro.

—Lo eres, mi niña. Estoy seguro de que si te vas, da igual a qué sitio, extrañarás este lugar. Aquí jugaste de pequeña. Aquí te recluiste de pre adolescente. Aquí estudiaste, fracasaste, triunfaste de adolescente. Y ahora, que estás hecha una mujer, es donde pasas ratos agradables.

—¿Qué? Qué dices, anda. Estoy harta de los vecinos.

—Pero te has ido de fiesta con tus amigas. Tú también alguna vez la has armado de noche, volviendo a las tantas y poniéndote a cantar a las cuatro o a hablar a voces sobre filosofía y mierdas.

—Jajaja.

—Mira cómo se ríe. Ahí no te quejabas, ¿eeeeh?

—No, ahí no. —enrojecí.

—¿Qué más? También te trajiste a tu primer novio. Aún lo recuerdo. Tus padres se habían ido al pueblo con tu hermana de pocos años. Tu hermano no sé si seguía por aquí o estaba a punto de irse. Pero, vamos, ese día estaba la casa vacía, y te lo trajiste toda nerviosa.

—¿Qué? ¿Cómo te fijaste? ¿Cómo te acuerdas?

—Buena memoria. Eso, y porque una colega tuya empezó: “pues, chica, está súper nerviosa. Lo van a hacer por primera vez. Blablabla…”. Y luego, de noche, vino a gritos: “ya no es virgeeen, la cacho guarraaaa”.

—Dios, ya sé quién fue. La voy a matar…

—Lo cierto es que me dio celos. Me habría gustado ser el primero.

—¿Qué? ¿Cómo es eso?

—Siempre me gustaste. Desde que eras una chica. Una de las cosas por las cuales me quedé aquí, renunciando a mi familia, era por seguir viéndote.

—Pero si siempre has sido un ligón con fama de no enamorarte y dejar tiradas a todas.

—Ya, ¿y? Nunca tenía compromisos con ninguna. Y ahora que estoy contigo, tampoco los quiero. Aprendí a convivir con los celos, y por eso me da igual que estés con otro, porque también sé que quien te vuelve loca soy yo.

—Los dos tenéis vuestros puntos.

—¿Él lo sabe? Que estuviste conmigo. —preguntó como si fuera cosa del pasado.

—No. ¿Y ya qué importa?

—Pos vaya. —extendió los brazos y empezó a prepararse una cachimba, de tabaco sabor a regaliz. —Bueno, pos eso. Que me molabas. Y lo sigues haciendo.

—¿Qué va a ser de nosotros ahora, viéndonos a escondidas?

—¿Eh? —se desconcentró cuando pinchaba el papel de aluminio.

—Ya sabes. Que qué hacemos con lo de Sarai y cómo nos seguiremos viendo.

—No lo sé. Aún no lo he pensado. Prefiero no hacerlo. Disfrutemos del ahora.

—¿No te gustaría ir dados de la mano, cantar paseando, abrazarnos en los parques…?

—¿Cómo no?

—Vaya. Quién me diría que el chico macarra del principio que quería penetrarme violentamente está pillao por mí.

—Jaja… No conozco más métodos de ligoteo aparte de follar. Además, sé que te encanta. “Te encantaaaa…” —entonó con su voz flamenca que me hipnotizaba… —“que te cameleee como te cameloooo. Que te robe miles de besooos. Que te domiiiine tu cuerpooo. Que te entregue mi mundo enteeeeeeerooo…”.

—Ay… —suspiré.

—Improviso bien, ¿eh?

—No sabes cuánto…

Ya prendía el carbón. Lo sostenía con sus pinzas.

—Podrías cantarme más. —le dije.

—Sí, podría.

Posó el carbón y le dio una calada a la cachimba. Tosió y me cedió la manguera.

—¿Quieres?

—¿Rasca fuerte?

—No. Es que hacía semanas que no me hacía una. Pero la vi ahí y me dio mono.

Le di un tiro. Calé durante apenas cinco segundos que empecé a toser.

—Yo hace meses que no… —reí tosiendo.

—Tampoco tanto.

—Oye, ¿y por qué no metes maría ahí en lugar de regaliz?

—Ah, yo qué sé. Pensaba que no querías volver a casa colocada.

—Bah. Volveré tarde. Si es que vuelvo. Creen que he ido a hacer recados y está nevando. Y no he pegado ojo en toda la noche. Y me estoy quedando sopa…

—Cuidado no te hagas caldo.

—Idiota. Venga, maría.

—Jajaja. A ver, tengo de varios tipos. Una de paranoia, otra de risas, otra de sueño.

—¿Cuál crees tú?

—¿La de paranoia? Así te pones a reflexionar. Y te entrará sudor frío. Y te pondrás pálida. Y te irás a esa esquina y pensarás en duendes con un cuchillo afilado en lugar de con qué hombres quieres estar.

—Jajaja, idiota. ¿Te ha pasado, o qué?

—Nah. Te tiene que dar fuerte de cojones pa ver duendes. Eso, o meterte otra cosa. Pero no, no me ha dado.

Matamos la cachimba con el regaliz y la volvió a hacer, aquella vez de marihuana. Aquéllos sí que eran placeres prohibidos. Por aquello sí que valía la pena vivir. No fumar, no, sino esa clase de recuerdos. Típicos que en el momento parecen normales, pero que cuando pasa el tiempo y miras atrás te das cuenta de que nunca volverán, y se hacen eternos en la memoria. Y a la media hora estábamos los dos roncando. Fue un… buen día.

 

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