Con su vuelta reavivó llamas que yo había intentado extinguir.

“Lo siento, hoy me han raptado y rescatado y por eso vuelvo tarde”, era la excusa. ¿Pero cuál podría colar realmente? Porque podría haberle llamado. Podría haberle enviado un wassap. ¿Cuál era la mejor excusa? No sabía. Estaba hecha un matojo de nervios. Salía de casa cuando me crucé con mi hermano. A él le conté lo que me pasaba. Se preocupó, se enfadó, se le pasó, y al final me sonrió:

—No te preocupes, confía en mí. Le pondremos una buena excusa a tu prometido.

Que perdí el móvil. Sí. Y como no tenía el suyo pues no pude llamarlo. Intenté ir a la cita pero no recordaba la calle, al tenerla almacenada en Google Maps, ya que no quedamos en el cine directamente. Tonta yo, al final el móvil se había quedado en el coche de mi hermano, que se dio cuenta dos horas después. Le dije la excusa estando en el salón de su casa. Una excusa que sonaba a leguas a excusa, pero que al menos coló. O eso pareció. Más bien Eric se hizo el loco. Sabía que yo ocultaba algo, pero prefirió ignorarlo, como había estado haciendo de forma fría y distante.

—A veces las mujeres necesitan su propio espacio y tiempo, ¿no? —me dijo, con un brillo de decepción en los ojos por el plantón. Se levantó del sofá y me dijo: —Bueno, ya nos veremos mañana, si Dios quiere. —hablando de Dios un hombre ateo. Me dio un beso seco en los labios y se fue. Me sentí profundamente decepcionada. —Tengo mucho trabajo hoy. Si no, iríamos a la sesión de las diez.

—Ya, entiendo… Bueno, hasta mañana. Trabaja bien, ¿vale?

Él también sabía que yo no era tonta y que me había dado cuenta de su enfado, y que yo preferí hacerme la loca. Típica discusión que se solucionaría siendo sincero y diciendo la verdad. Pero no, fue mejor mantener una mentira estúpida e irse a casa con la cabeza agachada y el cielo amenazando con llover. Lo poco que tenía… lo iba a perder por idiota.

Al final llovió. Las gotas me fueron refrescando en el camino a casa. Quise andar, pero era más de una hora andando. Cogí el bus. No recordaba aquel transporte tan lento, frustrante, lleno de gente y ajetreado. Era un suplicio. No, sí que lo había cogido hacía poco, pero no lo recordaba a esa hora. Las ocho de la tarde, cuando la gente sale de trabajar y quiere ir a su casa a relajarse, y todos conducen estresados saltándose la mitad de las señales. Oh, qué tiempos. Cuarenta minutos para volver a casa. Cuarenta minutos sentada con una anciana al lado contándome su insípida vida, yéndose mi mirada por la ventana, mirando una trayectoria que cada diez segundos se detenía. Acelerón, stop, acelerón, stop. Suspiro, suspiro, y suspiro, y una sensación de haberlo perdido todo invadiendo mi corazón.

 

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