Fueron buenos momentos junto a él, sí. Fueron buenos momentos recorriendo una ciudad de un país destinado a destrozarse a sí mismo. A sufrir una y otra vez la humillación, el rencor y la quiebra. Un país que podría ser uno de los más brillantes del mundo, y no sólo por su sol. Un país que podría prosperar con buenos líderes y gente honrada. Pero era demasiado pedir. Yo misma me hundía al ver las noticias aquel nuevo día, tirada en el sofá, pensando en mi futuro en lo que me servirían los estudios cuando los terminase. Igual era mejor ponerse a trabajar en el Mercadona cuanto antes. Con suerte, en veinte años ascendería y obtendría un puesto mejor.
Suspiré. Recordé el cheque de Eric. Me giré para mirarle a él, que estaba sentado en una silla de la cocina, haciendo cuentas. Él sí que supo brillar entre tanta basura y oscuridad. Si me ayudase podría solucionarme la vida. Y si no… mi hermano también tenía oportunidades de triunfar. De una forma u otra, no me resignaría a una vida de barrio. Sonaba muy terrorífica para mí. Me asustaba tanto que ni yo misma quería imaginarla.
Me di una ducha, me vestí, me despedí de Eric dándole un piquito. Quedamos en un par de horas para ir al cine. Me fui a casa de mi hermano, a recoger el cheque y cobrarlo. Disfrutar un poco del dinero. Darme un capricho de unos treinta o cincuenta euros, y ya. El resto ahorrarlo para cuando lo necesitase. No entendía a la mentalidad de la gente del barrio, que vivía al día, que lo que ganaba lo gastaba a las pocas horas o días. “Serás la más rica del cementerio”, me dijeron alguna vez. No, seré alguien que ahorre para gastarlo cuando lo necesite de verdad. Mi padre siempre me enseñó a tener la nevera llena, no el sistema lleno de alcohol o el armario lleno de abrigos que apenas usaría.
Cabizbaja, caminé. Cabizbaja, sumida en mis pensamientos, abstraída por un mundo imaginario e hipotético. Quizá si hubiera estado más atenta lo habría visto venir. Quizá, si hubiera estado mirando hacia el frente, o si no hubiera estado pensando y hubiera escuchado mi alrededor, lo habría intuido. De pronto, asustándome de tal forma que sentí mi corazón deteniéndose, un trapo cubrió mi boca y una fuerza brutal tiró de mí. Me metieron en una furgoneta que aceleró tan pronto estuve dentro. Cerraron la puerta y yo entré en shock. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué iba a suceder? ¿Mi vida había llegado a su fin? ¿Me iban a torturar, a violar, a matar? Incertidumbre, dudas. Era lo peor. Yo no veía nada. Taparon mis ojos. No quería ver. Sólo quería irme. No me dejaron gritar, no me dejaron mirar. Todo sucedió sin previo aviso. Quise llorar, quise salir, quise desatarme de las cuerdas que se apretaban en mis manos y pies. ¿Era por Onai, o un secuestro exprés al saber que Eric tenía dinero? No lo sabía. Los minutos pasaban. La furgoneta, al principio acelerada, ya iba tranquila. Yo no podía ni hablar. No pude emitir sonido alguno, aunque hubiera salido distorsionado por el pañuelo que tapaba mi boca. Me agobié y me sentí impotente. Recé todo lo que sabía mentalmente. Necesitaba ayuda. Divina o mortal. Pero ninguna llegaría. Sólo me quedaba no luchar y ver lo que estaba por llegar, sintiendo el sudor pegándose en mi piel, sin importar lo inclemente que fuera el frío aquel día.
Perdí la noción del tiempo. No sé cuánto estuvimos exactamente viajando. Me bajaron agarrándome entre dos y me metieron en una casa. Escuché puertas viejas rechinando. Me sentaron en un taburete y me quitaron la venda.
—Hola. —me dijo un hombre. Lo identifiqué por la voz, ya que mis ojos no se habituaban a la luz del cuarto. Todo se mostraba borroso ante mí. Parpadeé con pesadumbre. Pasaron unos cuantos segundos hasta que logré verlo. Vestía de blanco, con sombrero, barba canosa y morena, cejas imponentes, barbilla afilada y nariz aguileña. Sus ojos eran marrones y pequeños. Me quitaron el trapo de la boca. Yo… no sabía qué iba a ser de mí. No sabía qué decir para ganármelo. No sabía si insultarlo, amenazarlo, darle pena, hacerme su amiga o qué…
Quise llorar, pero debía ser fuerte. Llorando no saldría de allí.
—Hola… —contesté haciendo un esfuerzo gigante por no tartamudear.
—Te preguntarás qué está pasando.
“Ah, ¿no me habéis raptado para tomar el té?”, pensé. Sí, esa gilipollez. Estaba acojonada, asustada, sudando, con calores insoportables y el corazón yéndome tan acelerado que pensé que de un momento para otro se detendría, y lo único que pensé fue en esa tontería. No quería llevarme un tiro, conque asentí con los ojos entrecerrados.
—Tu amiguito, Onai, nos debe un dinero de multa. Son… no sé, ¿cincuenta mil euros? Y como te vimos entrando en su piso pensamos que tendrías algo que ver con él. ¿Qué puede ser? ¿Hm? ¿Qué puede ser?
—S-somos amaaantes. —balbuceé y me trabé. Aunque mi mente fuera una estúpida ingeniosa, mi cuerpo estaba aterrorizado.
—Hm, ¿y te ha dicho por qué se ha ido?
—S… Sí… El día en q-que se fue.
—¿Por qué?
—Problemas de drogasss… —respiré entrecortadamente. Cada vez estaba más nerviosa. —Vend… er donde no debí… aa.
—Bien, bien. Al menos era sincero el chaval. ¿Sabes dónde se encuentra?
—No. Quedamos en vernos en dos meses… —iba serenándome. Mi mente urdió un plan. Tragué saliva, intentándome tranquilizar. Si yo era como las chicas de las películas me quedaría sentada a que vinieran a rescatarme, gritando y gimoteando todo el rato. Pero no. Yo era una chica de barrio. Un barrio de mierda, pero un barrio. Aunque quisiera negarlo, eran mis raíces.
—¿Y ha pasado…?
Mierda. No podía mentir. Él sabía cuándo Onai se había ido. Tendría que haberle dicho que nos veríamos en un mes. Así él me usaría como cebo para cogerle. Y al usarme como cebo tendría que sacarme de allí. Y al sacarme de allí podría pedir ayuda. Pero si pedía ayuda podría comprometer la seguridad de mi familia.
—¿Tres… semanas…? ¿Un mes?
Hizo un sonido de decepción con los labios.
—Vaya. Eso te deja en mala posición. Porque si hubiera estado cercana la fecha te habríamos sacado de aquí y habrías tenido una oportunidad para huir. ¿Pero ahora? ¿Qué hacemos? ¿Te soltamos y esperamos un mes como si nada? ¿Te torturamos hasta que nos digas cómo contactarlo y cuando te creamos que no sabes cómo te dejamos aquí pudriéndote? ¿O esperamos a que se sepa que te han raptado y venga él como un príncipe de armadura blanca a rescatarte?
—Esa última opción parece la más fiable.
—Chica lista. Chica lista, sí, señor. —seguía repitiendo el “chica lista” mientras se giraba y salía de mi rango de visión. ¿Por qué se iba? Al volver me fijé en que sostenía un bastón. Su traje parecía poco barato. Se humedeció los labios y se rio. —Me voy a quedar con esa opción, sí.
—Al menos me alimentaréis.
—Hombre, faltaría más. —se quedó mirándome un rato. —¿No tienes miedo?
—Estoy acojonada. Pero sé que no puedo hacer nada. No tengo fuerza para romper las cuerdas, ni para tumbarte a ti o a tus hombres, los cuales tendrán pistolas que yo ni sé usar.
—Así que te resignas.
Me encogí de hombros.
—Si me das opciones bienvenidas serán.
—Podrías ofrecerme un trato.
—Te veo un hombre con decisión. El típico que cuando toma una no la suelta. Y ya la tomaste desde el momento en que decidisteis raptarme.
Sonrió.
—¿Qué hace una chica como tú en un barrio de mierda como ése?
—Eso me pregunto yo cada día de mi vida. Y más cuando veo a un vecino.
—Oh, odio a los vecinos. Me metí en este negocio para no aguantar a más vecinos. Yo si estoy en mi casa quiero estar tranquilo.
—¿Y de verdad merece la pena raptarme por cincuenta mil euros?
—No es sólo eso, chiquilla. Es cuestión de respeto. No podemos dejar que se salga con la suya. El dinero nos da igual. Pero si los otros se enteran de que somos unos blandos, ¿en qué posición nos deja?
—Ajuste de cuentas, ¿no? Vendetta.
—Más o menos, sí.
Agaché mi mirada.
—Pero sabéis que yo soy inocente, ¿no?
—Sí. También sabemos que si te soltamos no irás a la policía. Se te ve guerrera, no débil. Inventarás alguna excusa de por qué llegaste tarde a donde fueras, y no hablarás de ello nunca más. Por eso esperamos que Onai entre en razón y venga. Si no…
—¿Si no…?
—Que no podrás poner excusa a siete días desaparecida, y la policía te tomará declaración.
—Soltadme ahora, pues. ¿Qué importa un mes más o un mes menos?
—¿Te chivarías de él?
—No. Pero tampoco quiero que me salpique su mierda.
La mejor opción era ser sincera. Él había llegado alto por algo. Sabía analizar a las personas. Había tratado con todo tipo de personas. Era mi mejor baza.
—¿Entonces? ¿Qué propones, chiquilla?
—Propongo que me dejéis ir, me tengáis vigilada y esperéis a que Onai vuelva. El resto será cosa vuestra.
—¿Acabasteis mal?
—Acabé echándolo de menos. Pero insisto, no quiero dar mi vida por él. No merece la pena. Y menos ahora que estoy rehaciendo mi vida. Él ya es suficientemente mayor como para afrontar sus consecuencias. —ya estaba más tranquila, más serena, con mejores pensamientos y decisiones.
—Hm, parece interesante. Pero como dijiste, cuando yo tomo una decisión, yo…
—Suelta el arma. —dijo una voz detrás. Era Onai. Estaba apuntándole con una pistola. Cuando lo vi se me hizo el chichi agua. Verlo tan imponente, tan sexy rescatándome… Sí, me había puesto él en esa situación, pero era… era como una película. Comprendí a las mujeres que se quedaba sentadas, pidiendo ayuda. Era más sexy ver a un hombre rescatándote que salvándote tú sola.
—No llevo ninguna. —dijo el extraño. Varios gitanos aparecieron en escena, cacheándolo y desarmándolo. Por el fondo apareció el que parecía ser patriarca del clan. Sombrero negro, como su traje. Barrigón, bigote, papada, nariz achatada, cejas pequeñas, ojos grandes, labios gruesos.
—Creo que aquí ha habido un terrible malentendido, Matías. —le dijo. —Cogeremos a esta señorita, pagaremos la deuda, nos iremos y aquí no habrá sucedido nada, ¿sí?
Matías sonrió, girándose hacia él.
—Me tienes en tus manos, Gaspar.
—Bien. Coged a la chica y vámonos. Un placer volver a verte, como siempre. —le dijo quitándose el sombrero y medio reverenciándolo. Matías hizo lo propio. Pero tan pronto nos alejábamos de allí le escuché gritando y llamando a sus hombres, los cuales estaban afuera desarmados con varios gitanos apuntándoles.
Yo incrédula, como no podía ser menos. Hay una laguna en mi cabeza. Es como si hubiera saltado del fondo del zulo hasta afuera. Parpadeé varias veces y pregunté a Onai:
—¿Qué cojones acaba de pasar?
No esperé su respuesta. Me alegré tanto de verlo que me lancé a por él. Con un abrazo efusivo lo espachurré contra mi pecho. Él todavía tenía la pistola en la mano. Sonrió y me abrazó con cariño. Luego nos separamos y nos metimos en un coche negro que condujo hasta mi barrio. En el trayecto me dijo:
—Supe que te raptaron. Lo supe de inmediato. Mi familia tenía vigilada a esta mafia, y me avisaron de ello.
—¿Acudiste a tu familia al final?
—Sí… Supe que tarde o temprano lo harían. Me costó aceptarlo, pero tu seguridad era más importante para mí que el orgullo.
Me enterneció el corazón. Pero apenas fue un instante. Porque, un momento después, le pregunté:
—¿Y qué les tienes que dar a cambio?
—Yo… Tengo que casarme con Sarai, una amiga de la infancia…
—M-mierda… —balbuceé. Sí, me había roto el corazón.