—¿Qué tal el fin de semana? —me preguntó Eric aquella mañana en la que paseábamos por la playa al lado del mar. Obviamente no en la arena. Teníamos que ir abrigados hasta las trancas, y aun así teníamos frío. Maldita humedad. Si hubiéramos paseado por la arena nos habríamos hundido con tanto peso encima. Todo lo que él supo fue que me fui el finde a casa de mi hermano. Y lo hice. Necesitaba llorar y estar a solas. Y así fue.

Me costó responder. Él vio en mis ojos la tristeza. Al menos aquél era un lindo paseo, con un par de restaurantes en el recorrido. En uno de ellos nos paramos a tomar el almuerzo. Unas rabas y un zumo.

—Bien. —le dije guardando en un oscuro recodo de mi corazón a Onai. Lo mejor era reprimirlo, antes de explotar y echarme a llorar como una idiota. —Un poco aburrido.

—Pero no sólo estuviste con tu hermano, sino en el barrio también.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

—Tengo mis espías.

Me dejó paralizada. Parecía dicho con segundas. ¿Sabría de mi aventura con Onai? Él enrojeció, arrepentido por la información que me había proporcionado, así que descarté una indirecta, a menos que fuera un buen actor. Le dio un sorbo a su bebida y me miró con sus ojos penetrantes y helados. En ese momento se hizo el silencio entre nosotros. Las olas de fondo estaban bravas. Pronto vendría una borrasca que las agitaría tanto que ellas alcanzarían los cuatro metros de altura. Quizá más. Me gustaban esos días de invierno, porque me recordaban a cuando era niña y los pasaba en casa en familia con mis padres y mis hermanos. Pero la vida del barrio es rutinaria y reprimida, aguantando a vecinos estúpidos y facturas millonarias. Argh, qué ganas de pegarme un tiro cada vez que lo recordaba. Él fue leyendo mis gestos. Le conté lo que me pasaba por la cabeza.

—Llama a la policía cuando pongan música, entonces. Dejarán de molestarte.

—Ojalá pudiera. Primero, quedaría como una “chivata” en el barrio. Que ya ves tú, psss, lo que me importa. Pero sus miradas inquisitivas molestan. Y segundo, la pone media hora, la quita, la vuelve a poner. Igual viene la poli y no la tiene puesta y se ríen de mí. O justo la ha bajado y me dejan en evidencia. Quita, quita.

—Tengo contactos. Si quieres le demandamos. Acoso reiterado, invasión de la privacidad. Un buen abogado de tu parte con uno de oficio de la suya y nos lo cargamos.

Reí malévolamente.

—No es mal plan.

Creo que era la primera vez que no me importaba que se gastase el dinero en mí si gracias a ello conseguía ponerle fin a la música molesta de aquel payaso de nariz aguileña y de cara enjuta y grotesca. Oh, pero recordé que tenía una copia de sus llaves. ¿Por qué seguía pensando en él, a pesar de no haberlo aguantado durante tanto tiempo?

—Lo podemos hablar en serio. —dijo.

—Sí. Pero ahora sólo quiero mirar el mar…

Era un día tranquilo. No había mucha gente. El cielo estaba con alguna nube grisácea. El mar se embravecía conforme el tiempo transcurría. De una tapita de rabas a una de jamón. Y así fue aumentando hasta que en lugar de almuerzo fue una comida y casi merienda. Quería ir a su casa y estar tranquila enfrente de la chimenea. Me gustó estar a su lado. Ahora él era el único en mi corazón. La vida había dictado su sentencia. Y la verdad es que lo prefería así. Yo no me habría decantado por ninguno. No, me habría resultado imposible. Lo miré con ojitos brillosos. Él se dio cuenta de un cambio en mí. No era tonto. Acarició mi mano antes de ponerse los guantes y me dijo:

—Vamos. ¿Peli y palomitas?

—Bfff, no sé si podré con eso último.

—Tenemos mucha tarde, querida. Tenemos mucha tarde. Por cierto, al final vendí el terreno. El cliente se decidió. Te extenderé un cheque, ¿vale?

—Qué bien suena. Ahórralo, para la boda. —le dije, mirándolo de reojo.

—No, el dinero es tuyo. A ver si al final no hay boda y te quedas sin dinero y sin marido.

—Nooo… —dije prolongando la negativa en un susurro. —Yo no quiero perderte… —me acurruqué en su pecho. Me rodeó con sus brazos. Pero lo más doloroso fue no escuchar ni una palabra de consuelo. ¿Por qué, Eric? ¿Por qué…?

 

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