Fueron días aburridos. Después de aquella más que incómoda y aburrida comida con mi familia sólo los tuve que aguantar otra vez más, el día de nochevieja. Tan pronto acabamos mi hermano y yo salimos de “fiesta”. Era una excusa para no quedarnos con ellos. Apenas dimos un par de vueltas y bebimos un par de copas. Él sin alcohol, que conducía y había controles. La gente borracha, trajeados, en cotillones o discotecas de mala muerte, gritando y haciendo el mono. Nos encontramos a un par de mamarrachos que me soltaron algo y mi hermano tuvo que salir en mi defensa, casi pegándose con uno hasta que otros le separaron. Por fortuna para él, claro, ya que iba tan pedo que habría recibido una buena paliza por parte de mi hermano. A menos que todos se hubieran puesto de acuerdo para zurrarlo a él.

Quitando ese momento tenso, el resto de la noche fue… una noche más. Nos fuimos a la bahía a ver el amanecer, sentados en un banco próximo al banco en el que yo estuve sentada cuando conocí a Eric. Desde allí se veía su casa. Suspiré. Mis ojos volvieron hacia el amanecer, más allá de las montañas salía un sol tibio. No llovió en todo el día. ¿Había acabado ya la lluvia? Aquel amanecer era como el inicio de una nueva etapa, de un nuevo ciclo, de una… nueva vida. Menos mal que solamente eran paranoias mías. Bastante jodido me era sobrellevar aquélla como para empezar otra nueva vida. A veces creemos que necesitamos eso, renovarnos, huir, empezar de cero, cuando en realidad simplemente nos agobiaríamos por tener que construirlo todo otra vez. Mi hermano sacó un cigarro de un bolsillo y lo encendió. No fumaba, pero le apeteció en ese momento. Se lo había pedido a un borracho por la calle. Fuego tenía yo. Siempre llevaba un mechero. Por si acaso. Nunca sabes cuándo tienes que quemar a alguien vivo. Digo, quemar… no sé, algún hilo o tonterías de ésas. Me acomodé mejor. Él se colocó a mi izquierda para que el humo mecido por el viento no me diera en la cara. Y pasamos el tiempo hasta que mi hermano soltó:

—¿Por qué coño no hemos ido a mi casa?

Me quedé trabada, pensándolo. Bufé como si riera. Lo miré y le dije:

—Somos tontos.

—Muuucho. —suspiró, con sus ojos clavados en las montañas más allá del mar. La bahía brillaba y se mecía con dulzura. La gente de la ciudad sería una mierda… pero el paisaje era soberbio. Si existía el paraíso tendría ese aspecto.

—¿Crees en el cielo? —pregunté de pronto.

—A veces sí. A veces no.

—Yo sí. Al menos me consuelo con uno.

—Pienso que cada uno tiene su propio cielo. ¿Cómo sería el tuyo?

—El mío sería éste pero sin edificios. Un bosquecito en lugar de edificaciones. La playa… el mar… las montañas… Alguna cabaña donde dormir. Ah, y una cabaña grande y acogedora donde refugiarse cuando lloviera.

—Jajaja… Suena bien. Suena muy bien.

—¿Tú?

—Parecido. Pero con mil mujeres. Pero sin alma, ¿eh? En plan robots. Así harían lo que yo dijera. Y algún hombre también, por qué no.

Sonreí.

—¿Quieres compartir paraísos? Te dejo un rincón para tus sátiros y ninfas.

—Sería todo un placer. Estaríamos todo el día rebozándonos con la arena y tirándonos al agua.

—Nos cansaríamos. Fijo.

—Entonces nos vamos a una montaña nevada, a refugiarnos del frío.

—Uh… ¿Qué paraíso tendrían nuestros padres?

—Lo mismo también, seguro.

—Debe de ser lo que tiene vivir junto al mar, ¿no?

—Nah. Es lo que tiene vivir en esta ciudad. Yo he viajado por todo el mundo y al final es una de las que más me gustan. Ya te dije que mis personajes siempre vivían junto al mar.

—Pero habrás estado en otros sitios con mar.

—Sí. Casi siempre intentaba estar junto al mar, y te digo que como éste hay pocos. Ni en el Caribe, premoh.

Reímos.

—¿Estarás en verano aquí?

—No lo sé. La intención es irse cuando acabe el invierno y volver… ¿en un año o dos?

—No quiero que me vuelvas a abandonar.

—Ahora me voy, no te abandono.

—Dime que al menos el año que viene iremos a la playa.

—Iremos a la playa. —se giró hacia mí y me sonrió. No le creí, pero decidí creerlo.

Tras ese día llegaron Reyes. Mi hermana ya lo sabía, conque no hubo nada de ilusión ni nada especial. Nos intercambiamos unos cuantos regalos y poco más. Y, por fin, Eric volvió. No pude esperar para ir corriendo hasta sus brazos. Me sonreía en el rellano de su casa.

—Ni siquiera he llegado y ya estás aquí. —me dijo.

—No haberte ido tanto tiempo. Qué coñazo de Navidades. Deberías haberlas pasado conmigo.

—Debería, sí. También me he aburrido mucho.

Nos quedamos mirando el uno al otro fijamente. Y entonces se produjo la magia del amor.

 

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