—Aleluya. Apareciste. —dijo Onai sonriéndome, sentado dentro del bar. A la entrada se estaba formando un charco por la gente que venía de fuera. Llovía a cántaros. Y Onai estaba en tirantes tan ricamente. Me senté enfrente de él y me señaló el Nestea. —Lo pedí para ti, ¿qué te parece?

—Rico. ¿Pero con hielo?

—Ja, están más ricos aún.

—Que tú pases calor no quiere decir que yo también. —estaba llevando el abrigo que mis padres me regalaron. Lo miré y me pregunté si era el mismo abrigo que llevaba cuando él me poseyó por última vez. Me acomodé tras quitármelo, junto al gorro, y miré por la ventana el agua estamparse. No, era el abrigo de mis abuelas, recordé. Suspiré, un poco fastidiada. Hoy echo en falta esos días.

—Chiquilla, es que hace calor.

Miré el bar. No me había fijado hasta acomodarme a su lado. Los chicos del barrio estaban por allí, charlando y jugando a los dardos mientras le daban bien al drink.

—Bueno, ¿y qué quieres? —le pregunté, agarrando mi pelo y haciéndome una trenza por lo nerviosa que estaba.

—Hablar contigo, pasar un rato juntos.

—Estoy aquí por el favor que me hiciste.

—¿Cuál de ellos? —preguntó en voz baja y esbozando una amplia sonrisa.

—Sssh. ¿Sabías que hoy es el día más corto del año? O, espera, quizá lo fue ayer. Bueno, por estos días lo es. Por lo del equinoccio de invierno. Los paganos se hacían regalos por estas fechas. Llegó la Iglesia y zas, quitaron su festividad y la sustituyeron por la Navidad. Dicen que Jesús nació por verano.

—Puf, con todo el calor pegajoso, y encima pa’llá, pal desierto. El Espíritu Santo era un cachondo. No pudo preñarla por enero para nacer en otoño.

—Jajaja, profano. ¿No crees en Dios?

—Sí, pero hace mucho que no voy a la iglesia. Evangelista. —aclaró. Él bebía una cerveza. Noté su aliento cervecero llegar hasta mí.

—Sólo creéis en el Nuevo Testamento, ¿no?

—Sí.

—Eso está bien. El viejo testamento es de los judíos, el nuevo el de los cristianos, que son sólo judíos que aceptan a los cristianos como su salvador.

—Qué chapa me estás dando. ¿Para qué me dices eso?

—¿No querías hablar? Pos toma charla, guapo.

—Pero de cosas mejores. No sé, ¿has descargado la nueva app de Pokemon?

—No.

—¿Qué vas a hacer en Navidad?

—Nada. No sé a dónde ir.

—Yo tampoco. Me quedaré en casa bebiendo.

—Hm… —al no estar en contacto con su familia, no haría nada con ella. Su plan era igualito al mío. Pensé en quedar con él. En ir a su casa, echarnos unas risas y fumar unos porros bebiendo alguna botella de whisky o ron. Pero sería inevitable que consumásemos. Que hiciéramos el amor y yo recayese. Miré hacia otro lado y le dije: —¿Quieres celebrarla juntos?

—¿Eh? ¿Y tu querido novio? Que menudos coches se marca.

—Se va con sus padres.

—¿No te invita?

—Sí, pero no quiero ir. No sé qué pinto allí.

—Conocer a tus futuros suegros.

—¿Eh? —pregunté desencajada. No sabía si es que lo decía de broma o porque sabía que me casaría con él, cuando no se lo dije a nadie.

—Nada, olvídalo. Está bien, pásate por casa si quieres. Tendrás la puerta abierta.

—Pero me tienes que hacer la promesa de que no intentarás nada conmigo.

—Te prometo no hacerte nada que no quieras.

—¿Acabo de tener un Déjà Vu? Bah, te la acepto. Así que al final tú y yo en Navidad juntos.

—Yo porque me gusta estar contigo y tú porque no quieres estar sola.

—Qué malo eres.

—¿Lo soy?

 

Siguiente