César nos recogió a primera hora de la mañana. Sus ojeras eran dignas de mencionar. Eric debía de pagarle realmente bien para que estuviera siempre ahí cuando él lo pidiera. Fuimos a recoger a aquél al que Eric quería vender el piso. Yo estuve pegada al WhatsApp todo el día, esperando noticias de Onai. Justo cuando llegamos a la zona de la bahía, la misma zona donde nos conocimos mi futuro esposo y yo, recibí su confirmación: “Ya está hecho”. Bueno, más bien era un “yata exo”, pero para que se me entienda. Guardé el móvil y me puse nerviosa. La lluvia apenas caía aquel día. Pero caía. Eric entonces bajó del coche. César se giró y me dijo:

—Vaya invierno va a ser. Me jode tener razón.

—Estará bien para quedarse en casa.

—Sí, ¿cierto?

Nos sonreímos cuando el pavo llegó. Digo pavo porque no sé cómo definirlo. Me bajé del coche. Yo iba ataviada con un vestido negro, formal y elegante, que llegaba hasta las rodillas. Con el frío que hacía, joder. Le di dos besos y le sonreí lo más falsamente que pude. A ver, es decir, lo más sincera que pude dentro de lo que era la falsedad. Él era pequeño, gordo, con cejas pobladas y cara de pocos amigos. Tenía más arrugas que una pasa. Joder, era feo hasta decir basta. Sin barba, al menos. No me pinchó. Se agradece. Eric no dejaba de hacerle la pelota, sonriéndole y tratándolo con la mejor elegancia que pudo. Nos sentamos en la limusina y Eric pidió a César que arrancase. Mi corazón palpitaba jodidamente rápido. Mi novio… joder, qué mal suena esa palabra. Mi amado… También. Mi… mi eso, me dijo:

—Ella viene del barrio de al lado. No hay nadie mejor que ella para describirle cómo es.

Y mi mente se evadió seleccionando las mejores palabras. Odiaba cuando eso sucedía. Por unos momentos desaparecía de este mundo y mis sentimientos se apagaban. No me importaba nada de mi alrededor. Nada en absoluto. Porque mis pensamientos iban tan rápido que mi boca no podía pronunciar nada. Analicé su traje. Parecía más caro, más fino que el de Eric. Sin duda era más rico que él. Era gris, con rayas, y camisa azul oscuro. Iba casi idéntico a mi… eso, sólo que él llevaba una camisa roja. Me quedé paralizada y tragué saliva. Eric me zarandeó y reaccioné:

—Sí, perdonad. Estaba pensando en qué decirle para agradarlo. —le dije de forma “honesta”. Era un hombre viejo y parecía astuto. No podría mentirle aunque lo intentara. Así que haría como que estoy siendo sincera cuando en verdad le estoy mintiendo de la forma más descarada posible. —Pero es imposible. Mi barrio… es una puta basura. Está lleno de chavales que juegan al balón y gritan, de vecinos con música molesta, de gente que te saluda pero a las espaldas te critica a más no poder. Está lleno de canis y chonis que hablan a voces. Parecen yonkis, de verdad. Ah, y las paredes son de papel. Se oye todo. Cómo follan, la radio aunque esté puesta a poco volumen, los… los propios crujidos al masticar cuando es la hora de la comida. Joder, es una basura. En serio, si compra usted el terreno de al lado, no haga pisos tan asquerosos. Que al menos insonoricen el sonido mejor.

Aquel hombre de cejas pobladas, sentado enfrente de mí, las arqueó, riendo a carcajadas.

—¿Y qué hay de los camellos y drogadictos?

—¿Qué? A ver, hay uno que pasa algo, pero desde su casa. Vaya, lo que sucede en cada maldito barrio de baja alcurnia. Si piensa usted que están por ahí tirados o todos pasando en la calle no es así. Y encima sólo pasa a chicos del barrio. Vamos, que no está viniendo gente ajena para pillar.

—Me lo pintaron peor.

—Por eso vamos. —dijo Eric. —Para que vea la situación.

El viejo asintió.

—A ver, —dije yo. —si usted comprara esos pisos es porque va a ganar veinte veces su valor. Quitando el terreno, los materiales y la mano de obra. El resto se vende solo. Es decir, en los barrios estamos a abarrotar. La gente quiere largarse. Lo curioso es que se largan a la acera de enfrente. No quieren despegarse de sus amigos, ni de sus seres queridos. Son así de lerdos.

—¿Usted, señorita, me garantizaría un éxito rotundo?

—No. Sólo le garantizo que ganará más de lo invertido.

—Pero yo quiero beneficios exquisitos y sublimes.

—Es más difícil vender un barrio para pijos que un barrio para barriobajeros. Los primeros escasean, además de ser muy exquisitos y exigentes. Los segundos se hipotecan rápidamente y, si no llegan a fin de mes, ya lo sacarán de algún lado. No lo piensan tanto como los que tienen pasta.

—Hm… Todo eso ya lo sé. Que tú lo sepas también es una sorpresa. ¿De verdad eres de ese barrio?

—Le invito a subir a mi casa, si eso lo convence.

—De acuerdo. Aunque no sé qué veremos con el día que hace hoy.

—No se preocupe. A no ser que llueva con un tornado inclusive siempre están en la calle.

Llegamos allí. Y todos comportándose divinamente. Estaban reunidos en un bar, al refugio de la lluvia. Hablando y riendo, pero sin excentricidades. Sin pegar gritos y hacer el loco. Sin cantar como si se quedasen sin pulmón. Bueno, que fuera invierno también influía. Casi invierno, vaya. Allí estaban los chavales y los mayores. Gente de barrio. Simple y sencilla. Charlando entre sí pasando otro día más en sus vidas rutinarias.

—Esto es lo que hay. Poco más. —le dije.

—Pero usted no es así. —me dijo el señor cuyo nombre olvidé.

—No. No soy así. Lo he intentado. De verdad que lo he intentado. Pero… no sé cómo lo hacen. Se conforman con sus vidas y tiran hacia delante con lo que hay. Yo… no puedo hacer eso. Soy ambiciosa e inquieta. Si me resignase sería como morir en vida. —le solté de pronto, como si fuera mi amigo de siempre.

—Entonces, ¿cree usted que creando más pisos haré más daño a esa gente?

—La gente comprará los pisos sin ser obligada. No harán nada que no quieran. Obviamente todos anhelamos salir de casa, pero irnos así porque sí e hipotecarnos para toda la vida es como lanzarse al vacío. Lo único es la gente que no puede aguantar la presión y por eso se van. Esa gente sí que merece más respetos. ¿Los demás? Ellos se lo buscan.

—Joder, qué despiadada eres. —saltó Eric.

—No, soy rencorosa. —dije mirando a la gente en el bar. —Eran mis amigos pero nunca llegamos a congeniar, aunque me engañase a mí misma diciendo que sí.

Fue en ese instante cuando todos miraron hacia la limusina. Por fortuna los cristales estaban tintados. Era obvio que una limusina no pasaría desapercibida. Pero fue cuando vi la mirada de Onai, como si coincidiese con la mía. Y sentí melancolía por estar con él, por vivir más a su manera, despreocupadamente y al día. Suspiré y miré al señor aquél.

—Ya ve que no era para tanto.

—El barrio peligroso no era éste, sino aquél. —señaló con el dedo. —Chófer, conduzca hacia allá, por favor.

—Entendido. —dijo César. Me revolví en el sitio. Miré hacia Eric y luego al señor. Lamí mis labios y mi mirada fue a parar al suelo, encharcado. Caía un calabobos en un día grisáceo y oscuro. La melancolía también nacía del frío y del olor que traía la lluvia. Un olor que entraba por una ventanilla bajada apenas un centímetro para refrescar el interior del coche. Llegamos al otro barrio. Aquél sí que estaba lleno de yonkis y borrachos. Pero, aparte de ver sólo a un señor de cincuenta y tantos dando tumbos, no vimos nada más.

—Me dijeron que había drogadictos tirados por los portales y borrachos dando guerra.

—Pf, exageraciones. Verían a uno o dos un día y ya pensarían que es así siempre. Y mire el borracho, andando en zigzag y ya. Como mucho volverá a casa, dará cuatro gritos y a dormir.

—Ya, lo que hay en todo el mundo. No sé, me pintaron esta zona como terrible. Rayos, si es que me la pintaron como el Bronx, jajaja. —rio de forma extraña. Le seguí el rollo para no desagradarlo. De hecho me pareció imponente escucharlo diciendo “Rayos”.

—Sólo unos barrios más. Gente corriente. Gente no muy inteligente desesperada por hipotecarse y perderlo todo. —le dije, sintiendo que traicionaba a mis seres queridos. Seres como mis padres o amigos. Pero debía ser implacable contra ellos para convencer a aquel hombre. Le sonreí con un poco de resignación y me dijo:

—No sea tan dura con ellos. Sí, busco aprovecharme de sus situaciones, pero al fin y al cabo son como usted y como yo.

—No. —dije de forma instintiva, como un acto reflejo. Y no excusé nada más. Simplemente me quedé con el “no”.

César condujo el camino de regreso al hotel de donde salió el hombre. Estuvo hablando con Eric y pactaron volver a hablar. Lo más probable es que cerrase el trato. Iría otra visita sorpresa, a ver si la situación se mantenía. Y se mantendría por lo menos dos semanas. Cuando se fue miré a mi prometido… (qué mal suena), nos sonreímos y nos abrazamos.

—Eres muy fiera, ¿eh? Replantéate tu profesión.

—Jajaja, así estoy bien, déjame. Además, estar contigo me daba seguridad.

—Lo dices como si yo hubiera empezado a hacer todo esto solo. Todos tenemos siempre un mentor. Espero que me compre el solar y quitármelo de encima.

—Pero me das parte del beneficio.

—Te daré. Y más de lo que me pidas. Has estado genial.

—Wo, te tomo la palabra.

Nos reímos. César sonreía desde el asiento del piloto. Se quitó la gorra y se rascó la cabeza.

—Felicidades, señorita. Ha sido digna de mención.

—Callaos los dos, que me sonrojáis. Sólo le hice un poco la rosca y ya.

—¿Y tus contactos? —preguntó Eric. —Porque para convencer a todo el barrio de estarse quietos ya has tenido que mover hilos.

—Un par de favores que me debían, más un par que debo yo ahora.

—Vaya, no será grave, ¿no?

—Qué va a ser grave, si son todos unos paletos.

—No me fío yo.

—Fíate.

Le di un beso. César condujo hasta casa. De una carrera fuimos de la acera hasta el portal para no mojarnos con la lluvia, que había empeorado. Una vez dentro Eric se quedó abrazándome, mirando la lluvia caer. Hacía un frío del cual era imposible abrigarse. Calaba hasta el alma, maldición. Cerré los ojos y me relajé con el calor que Eric me proporcionaba. Me relajé, me evadí, me olvidé del mundo. Y recordé que apenas quedaban unos pocos días para Navidad, y yo sin saber qué hacer.

 

Siguiente