—Ahí va ese cabrón. —le dije a mi hermano. Se notaba el acortamiento de los días. De noche, con apenas las farolas encendidas y una pequeña lluvia cayendo. Nos asomábamos por la esquina de un bloque. A lo lejos estaba Javi, que llegaba al portal. Mi hermano me estaba enfrentando a mis más profundos miedos y agobios. Y aquél sujeto era uno de mis peores agobios. Habíamos pensado en encerrarlo en el ascensor, pero los plomos no estaban en el portal a plena vista. Habíamos pensado en darle una paliza e irnos como si nada. O hacer como que le atracábamos. Ninguna venganza era suficientemente buena, excepto la que se nos ocurrió. Mi hermano se acercó hacia el portal y se tropezó con él a propósito. Ese poligonero absurdo con nariz superlativa, cara de yonki succionado y gorro que le comía toda la cabeza. Me habría encantado arrancarle los ojos y metérselos por el…

—Perdón. —le oí decir a mi hermano, sonriéndole. —Estoy un poco mareado.

—No pasa nada. —le dijo con una sonrisa el Javi. No parecía mal chaval, solamente retrasado. Mira que se le había pedido que bajase la música, pero ni con ésas. A veces me apiadaba de él. Seguramente estuviera huyendo de algo poniendo las canciones a todo volumen. Pero, joder, existían los cascos. Como fuera, ya no había vuelta atrás. —Oye, eres el hermano de Yanira, ¿no? Hace tiempo que no te veía.

—Sí, me largué de la ciudad, a conocer mundo. —entraron hablando amistosamente, no sin antes lanzar mi hermano algo hacia atrás. Fue entonces mi turno. Era la llave del lerdo. Se la había robado mi hermano antes de abrir el portal. Y el tío ni se había empanado. La idea era ir al Carrefour a hacer una copia de las llaves y volver cuando estuviera la casa a solas y… pero joder, era un manojo inmenso. Había por lo menos diez llaves. ¿Cuál sería la suya?

Sólo había una forma de solucionarlo. Me metí en el portal y esperé en el ascensor a que bajasen. Javi se asustaría al no encontrar las llaves y mi hermano lo ayudaría a buscarlas, entreteniéndolo lo suficiente. En ese momento en el que bajaron le di al ascensor hacia arriba y ya en su piso empecé a probar las llaves. Una tras otra hasta que di con la correcta. La saqué del llavero y bajé las escaleras, esperando a que se alejasen del campo de visión, y entonces me fui corriendo hacia el centro comercial, donde pagué cinco euros.

—¡Gracias! Por fin mi hermana dejará de llamar al timbre. —le dije con una sonrisa espléndida al dependiente, quien me la devolvió porque yo estaba buena, ya que no se le veía muy animado. Él tendría sus propios fantasmas, yo los míos. Me fui de allí y lancé las llaves del lerdo a una alcantarilla por la que había pasado para llegar a casa. Sí, es que los viernes solía irse a un polígono al lado a ventilarse unas cervezas y a hacerse el machito. Ya me sabía sus recorridos. En un barrio acaba sabiéndose todo. Me fui corriendo a la esquina donde quedé con mi hermano y esperé. Esperé, y esperé, y… me aburrí esperando, joder. Lo llamé, para ver dónde estaba. Disimulando me dijo que buscando las llaves de un vecino. Le chivé en un susurro su posición y con cuidado lo dirigió hacia allí.

—¡Por fin! —gritó mi hermano. —Dime que son ésas.

—¡Sí! ¡Sí, joder! Tío, me has salvado. Muchas gracias.

—Nada. Es una putada perderlas. Me ha pasado más de una vez. Cambiar la cerradura y toda esa mierda es un coñazo.

—Es que tengo las de casa de mi abuela, las de mi novia, las de… —blablablá. Un momento, ¿dijo novia? ¿Tenía novia? ¿Y tenía sus llaves? Madre mía, el puto mundo estaba volviéndose loco. Mi hermano subió a casa por también disimulo y luego fui yo.

—Beee. —le balé.

—Muuu. —dijo él guiñándome un ojo. Estaba hablando con nuestros padres y nuestra hermanita pequeña, que lo miraba con el mismo brillo en los ojos con el que yo lo miraba. Yo soy una estúpida. Confundí admiración y cariño fraternal con atracción y amor. Es lo que pasa cuando eres una niñata que no sabe lo que quiere. Nos encerramos en mi cuarto y le enseñé la llave. Mitad del plan hecho. Ahora faltaba la otra mitad.

Un día esperamos. Un día entero como hienas agazapadas acechando a su presa. Tan pronto salió de su casa y cogió el coche nos metimos dentro de su piso. Su cuarto estaba bastante… desértico. No tenía apenas nada. Una cama y un mini armario, si es que podía denominarse aquello armario. Mi hermano estuvo dando vueltas, inspeccionándolo todo. Sus altavoces, bastante pequeños para lo que retumbaban, se colocaban a la cabecera de la cama. Manda cojones. Me dieron ganas de regalarle unos cascos, pero no habría querido ponérselos, fijo. Tenía que molestar a todo el mundo por narices.

—Menún julandrón. —soltó mi hermano, que andaba en su ordenador que yo no había advertido. —Ni una puta foto de la novia. “Las llaves de la casa de mi novia”. Ya vi yo cómo torcía su nariz. Es su forma de mentir. Le tengo que invitar un día a jugar al póker y lo desplumo.

—Ya decía yo.

—Mierda, que viene.

—¿Eh?

—Que viene, coño. Escucha sus pasos por el portal. Y su tintineo de llaves. Vamos al cuarto de los padres, corre.

Nos metimos debajo de la cama, apretándose nuestros cuerpos para caber allí. La cantidad ingente de polvo que levantamos es digna de recibir odas y películas en su honor. Hicimos un sacrificio inhumano por no toser. Lo que más me molestó fue tener el cuerpo de mi hermano tan pegado a mí. Noté cómo sufría una erección al tiempo que el lerdo entraba en la casa, la cual no habíamos cerrado con vueltas de llave al entrar. Esperé que creyera que no había cerrado. Como esas típicas veces en las que lo haces de forma automática y luego te estás preguntando constantemente si habías cerrado bien. Y todo eso con tal de no pensar en la empalmada de mi hermano, que me decía en voz casi inaudible:

—Lo siento…

Se fue. Esperamos un minuto y nos quedamos mirándonos. No me desagradaba ni quería apartarme como una loca. Lo miré y le sonreí:

—¿Qué pasó?

—Es una reacción natural. Me he vuelto un promiscuo. En cuanto veo algo que me excita ya estoy así. Antes no era así, al principio me costaba incluso. Pero cogí confianza y…

—Ya, ya, que no te preocupes.

—No confundas el mensaje, ¿vale?

—¿Qué mensaje?

—Me refiero, que no…

—Ya, ya, deja de justificarte. —reí. —Y no te pongas tan colorado. Vamos a hacer lo que veníamos a hacer.

—Vale. ¿Viste cuántas vueltas de llave dio? Como seis o siete.

—Normal, pensaría que se le olvidó cerrar. ¿A qué coño vendría?

—A apagar el ordenador. Joder, ¿en serio te das la vuelta para apagarlo? Pues ahora te lo enciendo, cabrón.

—¡No, que luego sospecha!

—Vale, vale. Venga, sácalo.

Lo saqué. Tripas de cerdo. Cogimos la sangre y la untamos por debajo de la cama y por la almohada disimuladamente. Luego él soltó unas cuantas hormigas compradas en una tienda de animales. Ésas cuyo destino es morir devoradas por un lagarto. Y ale, que proliferasen, que se revolcasen en la cama, que lo sorprendieran de noche o al día siguiente, o en ese mismo día y se volviera histérico y tuviera que purgar la casa. Así sí. Me sentí realizada haciendo eso. Me sentí… bien conmigo misma. Me reí malévolamente. Salimos de allí intentando no llamar la atención de algún vecino casual o cotilla y nos escondimos en casa, donde estuvimos riéndonos con el corazón a mil por hora.

No, no íbamos a romperle los altavoces. Ese acto le habría dicho quiénes habían sido y además se habría comprado unos mucho mejores. ¿Pero acaso un poco de sangre que apenas se nota y un montón de hormigas chupándola no era genial?

Eso que dicen de que la venganza no da la felicidad lo debió de decir alguien que se retiró antes de tiempo. Me sentí realmente genial. Encima tenía sus llaves y podía volver cuando quisiera. Era un paso más hacia curar mi pasado. Tocaba otro.

—¿Qué va a ser ahora? —me preguntó. —¿Las clases, o Eric?

Eric volvía en un día. ¿Qué sería?

 

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