Tan pronto él se fue nuestra hermana pequeña vino a hablar conmigo a mi cuarto:
—Guau, está muy alto. ¿Era así antes?
—Sí, lo que pasa es que no lo recuerdas del todo.
—Ya estoy empezando a ser una adulta, no me trates como a una niña.
—Pues eso, que no te acuerdas.
—Es muy guapo.
—¿A que sí? Las debe de tener a todas locas.
Suspiramos a la vez. Después ella abrió un álbum y nos tiramos sobre la cama.
—¿Qué es? —pregunté.
—Un álbum de fotos suyas. Esperaba a que se fuera para verlo junto a ti.
Sonreí. Espera, ¿por qué se lo dio a ella? Enrojecí, celosa, y me crucé de brazos, inflando los mofletes. Al verme la cara me los aplastó con sus dedos índices, soltando yo todo el aire. Ella contrajo el rostro:
—Buah, a ver si te lavas los dientes.
—Es que tengo la boca seca. Llevo sin comer nada… ¿trece horas?
—Pues ve a comer, luego veremos las fotos…
No tuvo ni que acabar que ya estaba yo en la cocina preparándome un bocadillo de chorizo. No tenía mucha hambre aquel día. Lo acabé en quince minutos, me lavé los dientes y de nuevo junto a mi hermana a ver las fotos. Tenía de todos los sitios. Estuvo en casi todos los monumentos más importantes de cada país. Y con una mujer distinta cada vez. Si eso lo viera la que algún día fuera su esposa ardería en celos. Bueno, ya los tuve yo, pero de que hubiera visto y viajado tanto y sin tener dinero. Mirando sus fotos me daba cuenta de que yo no necesitaba dinero para ser feliz, sólo saber buscarme la vida. Y quien me podría enseñar sería Onai, y no Eric, que me la regalaría. De un momento a otro el dinero pasó a segundo plano. Hasta que escuché una canción de fondo de un vecino. Qué pesados, joder. Normal que mi hermano huyera. Y yo la forma más sencilla que tenía era la de estar con Eric. Por eso me aportaba libertad. Mi hermano se había buscado bien la vida, sí, pero era un hombre. ¿Qué le esperaba a una mujer como yo estando sola en la calle, sin saber a dónde ir? Abusarían de mi cuerpo. Abusarían de mi alma. Parecía sencillo, pero era más difícil que todo aquello.
Mi mirada pasó de las fotos al techo y se quedó congelada mientras mi hermanita reía y pasaba páginas mirando caretos de mi hermano que ponía para hacer gracia. Pero yo me congelé. No podía seguir de esa forma. Estaba hecha un lío. Ladeé la cabeza y miré hacia el otro extremo de la habitación. Yo quería paz… Miles de personas sufriendo por peores problemas que aquél… Unos por pagar la factura, otros por sobrevivir en parajes hostiles, y otros por simple y llanamente tener una pareja. Y yo tenía dos. Parecía que tenía dónde elegir, pero la decisión estaba tomada, sólo que yo aún no quería aceptarla.
Mi hermana me golpeó el hombro y me hizo volver al mundo real, donde sonaban canciones que retumbaban a un palmo y mi hermano aparecía en cientos de ocasiones en un álbum gigante. En media hora lo acabamos. Nos echamos buenas risas. Mi hermana se largó y yo me quedé atontada escribiendo en un diario que sólo escribía cuando necesitaba desahogarme. ¿Pero qué iba a escribir que no hubiera pensado o escrito ya? Tras media hora meditabunda, y cagándome en el vecino de al lado, Onai me llamó.
—¿Vamos? —me preguntó.
—Sí. Nos vemos en la entrada. —le dije. El cine estaba dentro de un centro comercial a cinco minutos de mi casa. En fin, pudimos haber quedado enfrente de mi portal pero quería ir sola. Salí antes de que él saliera. Supe que aún tendría que vestirse. Le gustaba quedarse en casa desnudo con la estufa puesta. Normal, con el calentador trucado como para no.
Una ligera llovizna caía sobre la ciudad. No me había dado ni cuenta. Ni supe cuándo oscureció. No llevaba paraguas. Me puse la chaqueta de mi abrigo verde y caminé hacia el hipermercado, dejándome llevar por mis pasos, por mis botas negras cuyo pisar producía un sonido encharcado por el agua que caía. Dije llovizna, pero más bien era un calabobos. Esa lluvia que parece floja pero te moja más que ninguna otra. Y, de repente, la lluvia cesó. No, no finalizó, sino que Onai sostenía el paraguas que cubría mi cabeza mientras él se mojaba.
—Boba, te vas a calar. Pensé que tendrías tu paraguas así que saqué uno pequeño. —me saltó. Lo miré y le dediqué una sonrisa resignada.
—Tú vienes para meterme mano mientras vemos la peli.
—No. Te lo prometo que no. Aunque esté el cine vacío.
—¿Seguro?
—Seguro. Palabra de gitano. —me sonrió de oreja a oreja.
Le sonreí. Aquella vez de forma más sincera. Llegamos por fin a cubierto. Él estaba más calado que yo. Se sacudió el agua del pelo, la cual lo había peinado. Mmm, tenía un aire salvaje que me pedía devorarlo. Pero tenía que dejar de pensar con la vagina por un segundo. Hicimos fila durante tres minutos. No hablábamos de nada. Me incomodé. Sin venir a cuento le solté:
—Mi hermano ha vuelto.
—Ah, ¿el Abel? Joder, ¿y qué es de él? Era un friki en el insti.
—Si le vieras ahora… Se ha follado a cientos. Dice que sólo a una por país pero yo sé que a más. Ha viajado por todo el mundo.
—Joooder. ¿Ha hecho fortuna?
—En ello está. Va a montar una empresa en Alemania o algo así. No sé, mañana le preguntaré.
—Menudo fiera. Y eso que parecía tontito.
—Oye, no te metas con él. Siempre fue muy bueno conmigo.
—Buenas notas sacaba, eso sí.
—Es un genio, está claro. Seguramente no se relacionó con vosotros porque estaría hasta los cojones, como de todo en el barrio de mierda.
—Pareces molesta.
—Javi, que es un puto pesado.
—¿El de la música? ¿Quieres que le diga algo?
—Dios, sí, por favor. —soné desesperada.
—Jajaja. Pero si no es él, son otros, y si no nosotros.
—Lo sé. Ése es el problema. Pero es que el puto Javi pone música de mierda poligonera asquerosa.
—Como te oiga Jenny…
—Que me coma tol coño.
Soltó una carcajada. Me reí con él.
—Así que te gusta lo que toco. —me dijo.
—A veces. Otras molestas mucho.
—Aaaayy, mi niiiñaaa pequeeeñaaa. —cantó con ese tilde flamenco, con ese duende que me hipnotizaba. Él se dio cuenta de ello. Mi piel se puso entera de gallina. Lo usaría a su favor desde entonces.
Nuestro turno. Saqué la cartera. Él me detuvo pero yo no me digné a dejar que me lo pagase. Siete euros la entrada. Joder, cada vez más caro. Yo quería ver una película de moda de amor, típica plastajada. Él quiso ver Star Wars, y por sus cojones morenos que la vimos. Al menos me vi las anteriores y entendí lo que pasaba. Me acabaría divirtiendo más de lo que me esperaba.
Nos sentamos en la última fila. Hizo la típica de estirarse bostezando y así rodear mi cuello con su brazo. Me miró y me sonrió. Empezaron los anuncios. En serio, ¿pago por ver una película y me tengo que comer anuncios? Fantástico. Ahí sí que bostecé yo, pero de verdad. Miré a Onai.
—¿Cuándo va a empezar?
—Cuando acabe esa mierda.
La sala estaba medio vacía. Un puñado de niños y sus respectivos padres. Sin desearlo llegaron tres chavales. Feos, de más joven edad que nosotros, se sentaron a nuestro lado. Típicos niñatos que no callan en toda la película, riendo y diciendo gilipolleces, estando más pendientes al WhatsApp que a la peli. ¿Y para eso venís? Joder. A los quince minutos Onai se cambió de sitio conmigo, ya que estaban más cerca de mí que de él. Se tiró un cuesco que retumbó en toda la sala. Dios santo. Más alto que la propia película. ¿Qué fue eso? Para desalojar y llamar a los GEO. Jajaja, lo que me pude reír. Decenas de miradas en nuestra dirección. Empecé a colorarme. Vergüenza y risa la vez. Los chavales lo fliparon. Onai les puso cara de malote a todos y no dijeron nada. Tras cinco minutos, de vuelta a reírse los niñatos. Pero Onai los contraatacó imitando su risa de forma estrepitosa. Cuando ellos le miraban Onai arrugaba y contraía el rostro. Ahí no pude evitar reírme a carcajadas. Me recordó mucho a una cara que mi hermano tenía en una foto junto a la Torre Eiffel. Los chavales iban captando las indirectas. Como era la última fila, Onai tenía un as bajo la manga, porque sabía que pronto harían lo mismo. Y así fue. Transcurrió media hora cuando les empezó a sonar el WhatsApp y de vuelta a reírse entre ellos. Fue cuando Onai les dijo:
—Chs, chs, eh. Eh, payos, mirad. —captó su atención. Onai tenía la polla fuera y la estaba girando con su mano. —¿Queréis probarla? ¿Queréis degustarla? Hmmm.
Yo me reí como una descosida. Ellos se incomodaron y se largaron del cine. Joder, qué risas me pude echar. Ya empezó a importarme todo un pepino de la peli. Pero enseguida retomé el hilo y la disfruté como disfruté las anteriores de la saga. Salí del cine riéndome, con él abrazándome.
—Oye, al final no te metí mano pero me has acabado viendo el rabo. —me dijo.
—Sí. Jajaja, estuvo gracioso.
—Qué sosa que no quisiste palomitas.
—No tengo hambre. Luego me llevas a merendar por ahí.
—Ya son las ocho y media, ¿eh? ¿A qué hora vas a cenar?
—No lo sé. ¿A la una? Ya me has roto mi horario biológico.
—Calla, calla, anda.
Salimos del centro comercial. La lluvia seguía cayendo. Vi el camino a casa y una congoja me asaltó.
—E… espera. No quiero volver.
—¿Qué?
—A casa. Ahora no quiero volver. Más tarde. Por favor, llévame. Llévame lejos.
Me sonrió. Creo que fue la primera vez que me vio necesitada de él y no sólo de su miembro.
—Espera aquí.
Se marchó con el paraguas. Me dejó allí plantada durante diez minutos. Creí que me había abandonado. La verdad es que no quería volver a casa porque temía estar sola. Y ahora lo estaba.
Una lágrima se fue asomando por mi mejilla. Di un par de pasos hasta que la lluvia fue capaz de caer sobre mi cuerpo, para así disimular mi llanto. Quería explotar. Pero llegó él con su coche y bajó la ventanilla.
—Vamos, loca.
Supo robarme una sonrisa en el momento preciso. Me metí dentro y me limpié el rostro. Él no era tonto. Supo que yo estaba mal. Pero en lugar de preguntarme, aceleró, superando el límite de velocidad y llevándome a saber Dios dónde. Acabamos al lado de un acantilado, cerca de una playa. ¿Pero quién estaría allí a las nueve de la noche con lluvia un día de otoño invernal?
—Gracias. —le dije. Lo abracé dentro del coche, cuya estufa estaba puesta y se estaba de lujo. Él suspiró y relajó su cuerpo, correspondiendo mi abrazo. Sin saber cómo o por qué mi boca se aproximó a su cuello, al que fui besando con suavidad. Él acarició mi pelo mojado, excitándose.
—¿Puedo ya meterte mano? —me preguntó. Me separé un poco de él y lo miré a los ojos. Mi mirada le dio su respuesta. Me desabroché el cinturón y me puse encima de él, quien tiró de freno de mano porque sabía lo que iba a pasar. Echó el asiento hacia atrás y apoyó sus manos en mi espalda, las cuales fueron bajando hasta mis nalgas, a las que estrechó con fuerza. Retiré su pantalón y él el mío. Metió sus manos por dentro de mi tanga rosa y acarició la entrada al ano con su dedo índice derecho, para luego ser el dedo corazón. Devoré sus labios mientras me contaba con su cuerpo lo que estaba a punto de acontecer. Se quitó la camisa, enseñándome su pecho deslumbrante. Besé sus pectorales bajando hasta sus abdominales. Él ya introdujo del todo su dedo en mí. Mordí su piel. Los dos sentimos lo mismo. Un pequeño subidón de placer. Mi cadera empezó a moverse por sí sola, restregando mi vagina sobre su pene, que asomaba del calzoncillo. Él arrancó el tanga. Directamente. Lo arrancó con tanta fuerza que me hizo daño. Pero no me importó. La lluvia chocaba contra las ventanillas del coche.
Jadeábamos. Ya teníamos calor. Ya sudábamos. Yo lamía las gotas de sudor que le brotaban. Él empezaba a facilitar la entrada de su pene en mi vagina. Poco a poco fue penetrándome hasta estar dentro de mí por completo, mientras besaba mi cuello y agitaba con frenesí mi ano. Me moví encima de él. Se sentía… Se sentía fenomenal. Me miró con cara apasionada de placer, lo cual le aumentó el morbo. Me quitó el abrigo y la blusa que llevaba. Nooo. Yo quería su dedo en mi culo. Yo…
Mis pechos salieron al aire después de que él rompiera el encaje de mi sujetador. Volvería a casa sin ropa interior, pero no me importaba. Él estaría ahí para cuidarme. Él estaba ahí para hacerme el amor.
Se metió en su boca uno de mis pechos mientras seguía introduciendo su dedo en mi ano. Dios, qué placer. Me habría encantado que me lo comiera. Yo…
Yo me apoyé en la puerta, y de tanto frenesí la acabé abriendo. Mi cuerpo se desestabilizó y cayó contra la tierra mojada. Onai no se separó, sino que cayó encima de mí. La lluvia nos mojaba. No queríamos levantarnos y volvernos a meter. Aquello nos daba mucho morbo. Él me embistió, follándome brutalmente. Sus dedos ya no estaban en mi ano, sino apretando mi garganta. Mis pies se posaron en sus nalgas. ¿Cómo relatar el placer que sentíamos? Pero él, lejos de contentarse, se separó de mí, me agarró con fuerza y me dio la vuelta. Metió su lengua en mi trasero. Sin previo aviso. Dios, me encantaba cuando me comía el culo. Giró su lengua como si fuera un torbellino. La giró mientras la introducía, la sacaba y la volvía a introducir. De pronto le dio mordiscos a mis nalgas. Parecía una bestia fuera de control. Comía mi cuerpo con una pasión bestial.
Su lengua se deslizó por mi espalda hasta mi cuello, y así me penetró, estando a cuatro. Agarró mi cadera y con su fuerza movió mi cuerpo hacia delante y hacia atrás para placer de su pene. Y placer mío, para qué negarlo. Me encantaba que me cogiera así de bruto. Me encantaba que su pene diera contra el fondo de mi vagina. Era un placer indescriptible. La lluvia no nos importaba en absoluto. Al revés, hacía el momento más mágico. Realmente lo hacía único. Me separé yo aquella vez y me giré. Quería tenerlo delante. Yo estaba desnuda por completo. Él tenía el pantalón por las rodillas. Se lo quitó y lo lanzó dentro del coche. Me puse encima de él y ascendí y descendí sobre su pene erecto. Nos miramos con otros ojos. Eran unos ojos distintos. Era… Se sentía cálido. No sólo nuestra mirada, sino nuestros órganos sexuales. Teníamos frío. Tiritábamos, aunque estuviéramos dándolo todo. Porque hacía mucho frío. Pero allí abajo… Allí abajo era demasiado cálido. Una calidez que nunca antes había sentido. El orgasmo me llegó de forma distinta. No sólo lo sentí en mi vagina, que se contraía aferrándose a su pene y sintiendo mucho más calor, sino que también lo sentí en mi corazón. Fue un subidón que me llevó hasta el cielo. De un gemido hice un grito. Él también estaba eyaculando dentro de mí. Me encantaba sentir su semen inundándome. Me mordí los labios mientras mis ojos no fijaban un objetivo por el tremendo orgasmo que acababa de tener. Lo peor fue… Lo peor fue que tras el orgasmo no nos separamos, sino que nos abrazamos más. Y la lluvia cayendo sobre nosotros…