—Nos queda solamente un día, Onai.
—¿Sólo un día? ¿No te quedarías conmigo por el resto de la eternidad?
Agaché la cabeza, decepcionada. Por un lado quería aceptar. Por otro, me daba miedo enamorarme del chico equivocado. Ése que me traería más problemas que alegrías a la larga. Ése que hace que te arda el corazón, creyendo que es amor cuando en realidad es tristeza y pena. Tenía mucho miedo de que Onai fuera como uno de ésos chicos. Pero alguien me dijo una vez que quien no arriesga, no gana. Y otro le contestó que el humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Dos, tres, cuatro y veinte veces he tropezado yo.
—Hazme el amor. —le dije. Me tumbó sobre su cama y me fue desnudando lentamente. Afuera, el invierno se iba asomando de forma temprana. Iba a ser un otoño frío. Las hojas de los árboles comenzaban a desprenderse. El viento silbaba, empujando a las persianas con suavidad, con la misma suavidad con la que me acariciaba Onai y besaba mi piel. El sol moría en el horizonte tras un día nublado. Ya incluso los turistas tardíos habían vuelto a sus casas, las clases habían vuelto a comenzar, los negocios veraniegos habían cerrado y los familiares de visita tenían que volver a sus hogares. Mis piernas se colocaron detrás de Onai, empujándolo, atrayéndolo hacia mí. Su pene fue abriéndose paso en mi vagina. Al principio resultó un poco doloroso, pero enseguida me humedecí, acomodándose su pene a mi interior.
—¿Por qué tienes qu…? —preguntaba cuando silencié sus labios con un beso. Fue un beso distinto al resto. No fue húmedo, ni un pico soso. Fue un beso de amor y de pasión. Su pene se hizo más grande y duro dentro de mí. Mi miedo a perderlo a él, de perder todo lo que me rodeaba, de equivocarme, como siempre, me hizo sentir aquel encuentro sexual de una forma más íntima e intensa. Un fuego ardía mi sangre, recorriendo mis venas. Mi corazón latía con fuerza y rapidez, siendo cada pálpito una sacudida de llamas en mi cuerpo, la cual acababa en mi órgano sexual, donde el orgasmo comenzó a asomarse. Él seguía moviéndose al mismo ritmo y yo estaba corriéndome mientras lo abraza, deseando no perderlo a la vez que sí. Era una indecisión que me mataba, que me hacía creer que aquel momento era el último con él, lo que me impulsaba a aferrarme con más fuerza al momento y a su bello recuerdo que dejaba tras de sí. Cuando los dos, finalmente, culminamos, nos quedamos abrazados, mirándonos a los ojos fijamente con un brillo insólito en ellos. Él me apartó la mirada y me dijo: —¿Por qué tienes que irte?
A lo que le contesté:
—Por decencia.
Era así. Le debía una explicación a Eric. Le debía sinceridad y decirle la verdad, y Onai había sido objeto de mi caída, de mi infidelidad, de mi…
—No te engañes. —me dijo. —No es por eso. Es porque tienes miedo, igual que yo. Por eso utilizas la excusa de que vas a irte.
Me había descubierto de una forma que me hizo sentirme como una mierda. ¿Tan previsible era yo? ¿Tan fácil de analizar y de destripar? Acaricié su pecho y le dije:
—Tienes razón. Con él también tenía miedo. Con los dos tengo miedo.
—Entonces no te quedes con ninguno… estando con los dos.
Lo miré, extrañada. Él lo que quería era no perderme. No le importaba si a la vez estaba con otro, él estaría dispuesto a aguantarlo a cambio de no perderme.
—Ya te dije que no soy celoso, ¿recuerdas?
Me dejó helada. Y fue en ese instante cuando quise estar con él. Y por culpa de mis deseos, me levanté, me vestí y me despedí. Yo… era una necia por pensar en enamorarme. Era una necia total. Salí a la calle y sentí una brisa invernal, una brisa que congelaba. Miré hacia mi portal y me vi a mí misma quedándome siempre allí. Y, por desgracia materialista, Eric era el único que podría ofrecerme una vida fuera. Podría ofrecerme un cuento de hadas hecho realidad. Podría hacerme una princesa, una reina. Con Onai estaría condenada a la normalidad por el resto de mis días. Y no quería eso.
¿Quién acabaría ganando mi corazón?
¿Quién me haría suya de por vida?