Entre estornudos yo y vómitos él nos despertamos. La lluvia seguía cayendo, aunque de vez en cuando algún rayo de sol se escapaba por entre las nubes. Tras media hora de estar atontados, me dijo él, tirado en el suelo, apoyando la cabeza en el retrete:

—Echo en falta a mi guitarra. Hace que no la toco…

—No me pediste salvarla. ¿Por qué?

—Muy aparatoso. Todos la habrían reconocido si te hubieran visto. Y no tiene funda.

—Pff, ya le ponía yo una.

—Porque quería dejarlo atrás… —aceptó. —Ella me habría recordado a ti. A veces tocaba sólo para que me escuchases. Aunque te hiciera rabiar. Pero al menos te hacía sentir algo.

—Malo… —dije perdiendo la mirada. Las tripas me rugieron. Necesitaba comer en cuanto antes.

—Debemos irnos. Son las siete y media ya.

—¿Y cuándo desayunamos?

—Cada uno en su casa. No pueden relacionarnos y bastante las mangué ayer.

Parecía borde conmigo. A saber qué habría soñado… Me vestí e, incómodos, fuimos hasta casa, donde nos separamos con un frío “adiós”. Ni siquiera un pico. Y ahora sería cuando yo me fuera corriendo a los brazos de Eric a buscar amparo. Pero no podía hacer eso. Si ya me odiaba, acabaría odiándome mucho más. Ya había tomado una decisión. Ahora debía ser firme y mantenerla. Sí, mantenerla, no importaba qué…

Subí a casa, a desayunar y dar explicaciones de dónde estuve sin avisar a nadie. Tampoco es que me llamasen o me enviasen algún mensaje… Y luego me senté en mi cuarto, a mirar por la ventana su casa. Subió la persiana y abrió su ventana. Me oculté. Pero se asomó con la guitarra, para tocar canciones melancólicas. Él sabía que yo le estaba oyendo, así que de nada sirvió ocultarme. Abrí la mía y me asomé para mirarlo. No me dedicó ni una mirada mientras las notas manaban de su guitarra. Hacía querer arrancarme a llorar. Me hacía querer perderme entre sus brazos y quedarme allí eternamente. ¿Por qué tenía que seguir siendo tan niñata? ¿Por qué tenía que seguir con mentiras y traiciones? Cerré los ojos y derramé una lágrima. Cayó en mis labios. La saboreé. Salada, cargada de tristeza y de melancolía. Al abrir los ojos él estaba contemplándome. Nos quedamos anclados en nuestra mutua mirada. Nos quedamos anclados en un momento en el que nos separaba más que nos unía. Él dio un paso hacia atrás y cerró la ventana después de haberse calado de lluvia para hacerme escuchar. Y yo di un paso atrás y cerré la ventana después de haberme calado para sentir.

Me tiré sobre la cama. Mi hermana apareció en escena. Se quedó descuadrada al verme así. Me preguntó:

—¿Estás bien?

—No. Por eso te digo que te olvides de los hombres ahora. Te hacen sentir fenomenal, pasas momentos inolvidables, pero te hacen sufrir…

—Bueno, ¿pero no es eso lo que cuenta? Los recuerdos, digo.

—¿Por qué dices eso?

Se encogió de hombros. Estaba enfrente de la cama, conmigo mirándola del revés.

—Me lo dice Abel muchas veces. Que somos el momento que vivimos y los recuerdos que llevamos en el corazón. Incluso los que duelen.

—Ya. Nuestro hermano tiene una frase para todo. Si le hubieras visto… Sólo se podía hablar con él de videojuegos. Y ahora es un Platón 2.0

—No creo. Siempre odió las mates.

—Jajaja, sí, eso es verdad. Oye, ¿y qué hace una niña como tú sabiendo de Platón?

—¡Ni soy niña ni soy tonta! —me sacó la lengua. Se iba a ir cuando le dije:

—Lo sé. Perdón. Ya estás creciendo. Pronto serás una mujer hecha y derecha. Perdona, en serio. Es que te he visto nacer y crecer.

Me sonrió con resignación.

—Te perdono porque estás depre. Pero que conste que me debes una.

—Lo sé… —esa vez fui yo quien le sonrió con resignación.

 

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