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Capítulo XIII

 

Como bien vaticiné, si los del anterior torneo tenían dinero, lo de aquéllos era impensable. Los veía llegar en coches más caros que la casa de mis padres. La envidia habría anidado mi corazón de no ser por que contaba con un poder mayor que ellos. Tenían almas soberbias e infieles. No eran felices, a pesar de todo su dinero. Apenas había tres humildes, de veinte que éramos. Los despedazaría sin cargos en mi conciencia. Me miraron por encima del hombro al reconocer que mi traje era de lo más barato en el mercado. Por unos momentos me ofendieron. No tenía por qué. Sus almas contaminadas no conocían la felicidad. No quise sentirme mejor que ellos, porque me parecía rebajarme a su nivel. Me limité a entrar en la sala tras despedirme de Rubí con un beso de buena suerte, y que comenzase el torneo al que estaba destinado a ganar. Pero apenas transcurrieron unos minutos cuando me di cuenta de que el crupier estaba comprado, y que el hombre que lo había hecho le dedicaba sonrisas y miradas cómplices. ¿Cómo deshacerme de ellos? ¿Haciendo también trampas? ¿Confiando en la buena suerte? No, no podía confiar en la suerte, no con diez mil euros en juego. Me retiré unos momentos del juego, y dejé que siguieran a su aire. Me fui a una esquina y contemplé a mis adversarios. De pronto un guardia de seguridad se acercó a mí y me dijo que debía regresar a la mesa de juego. Vi que él no tenía ni idea del complot y me acerqué a su oído:

 

– El de la corbata morada hace trampas. – le susurré. Lo miró, arqueando una ceja, sospechando. Sin duda alguna, no estaban compinchados. Habló por el pinganillo con otros guardias, que pusieron ojo avizor. Al cabo de tres minutos se acercaron al crupier para hablarle. Se hizo el loco, como si no tuviera nada que ver. Entonces le susurré al guardia que estaba conmigo: – Creo que tiene una carta bajo la manga. – y el guardia le dijo por el pingajo que le inspeccionase, et voila, lo encontraron.

 

– ¿Cómo lo viste? – me preguntó.

 

– Tendré un ojo, pero veo más que cuando tenía dos.

 

Nos sonreímos. Me dio una palmada en el hombro y retrasaron dos horas el torneo debido al incidente. Se llevaron arrestado al crupier. Aunque yo hubiera dicho que su cómplice era el de la corbata morada, no lo delató. Aquel señor me miró sospechando que yo hubiera tenido algo que ver. No quería cabrear a ningún pez gordo y que me la liase. Bastantes problemas tenía ya. Debía haberlo pensado antes de hacer nada, pero mi único deseo era ganar el torneo para empezar a pagarle el tratamiento a mi hermana.

 

Le conté lo sucedido a Rubí. Temió por mí, pero intenté tranquilizarla. Reanudamos el torneo antes de lo previsto. Cuando entrábamos me agarró del brazo el de la corbata morada y masculló:

 

– Tuerto, espero que no me des sorpresas inesperadas.

 

Sí, me acababa de amenazar. Sentí un estremecimiento por todo mi cuerpo. Mis nervios encogieron mi estómago. A pesar de que él fue su cómplice, y quizá el guardia lo viera, no lo habían echado del torneo.

No quise seguir jugando. No con él… Lo cierto es que mayor tramposo que yo no había, pero mi causa era justa. La de ellos era solamente ego o pasatiempo.

 

Las horas transcurrían. Podría haberles ganado a todos en cuestión de minutos, pero me tomé mi tiempo. No quería que fuese evidente que algo no iba bien respecto a mí. El de la corbata, quien tenía pelo cano, unos cincuenta años, imberbe, y mirada gris, no me quitaba el ojo de encima, sospechando de mí. Me odiaba, yo lo sabía. Pero él no necesitaba el dinero. Quería ganar para presumir. Su dinero estaría mejor en mi cartera, salvando una vida.

 

No era muy bueno. Antes se guiaba por gestos del crupier. En ese instante perdió todo, y, por fortuna, no fui yo quien le ganó. Suspiré aliviado. Se marchó de allí. Estuve vigilándolo más allá de las paredes. Se fue enseguida. Tuve el temor de que le hiciera algo a Rubí. Afortunadamente, aceptó la derrota y se fue, aunque con un gran escozor en su alma. El resto del torneo estuvo tirado. Sabían jugar bastante bien, pero no dejaban de ser ricos que querían pasar el rato. Una música relajante sonó en mi cabeza, y según la tatareaba iba quitándome el estrés y la presión, a la vez que me quitaba rivales de mi camino. En menos de una hora había ganado a todos. Cien mil euros para mí. Ya empezaba a aprovechar mi ojo. Ya empezaba a ser capaz de ayudar a mi hermana. Ya empezaba a acabar lo que dejaba a medias. Derramé una lágrima de orgullo y sonreí. Lo iba consiguiendo…

 

Salí de allí, con el cheque en una mano, y Rubí en otra. De pronto, sin esperármelo, en el camino a un taxi, apareció el hombre que me ganó la timba ilegal. Temí que quisiera atracarme, o hacerme daño, pero leí sus emociones. Venía en son de paz. Sacó dinero de su cartera, unos quinientos euros, y me los ofreció:

 

– Te los gané de forma injusta, llévatelos. – no quise que nadie me viera con él, como si me estuviera pagando algo ilegal. Llevé una mano a la suya y le dije:

 

– Guárdatelos.

 

– No, no los merezco. Yo no tenía ni idea de que harían trampas. Me utilizaron, y se llevaron el cincuenta y cinco por ciento de las ganancias. Me dejaron el resto. Por favor, quédate esto. Te daría más, pero…

 

– Pero lo necesitas. En serio, guárdatelo, no hace falta que me lo devuelvas.

 

Sus intenciones eran puras. Sus sentimientos se revolvían en una lucha interna. No sabía por qué había aparecido justo en ese momento, en ese lugar, y cómo me había encontrado, pero la verdad es que me alivió mucho el alma que existiera gente así. Posé una mano en su hombro y le dediqué una sonrisa. Monté en el primer taxi que encontré y le pedí que pusiera rumbo al hospital. Tenía que visitar a mi hermanita. Miré la luna a través de la ventana, sin soltarle la mano a Rubí. Suspiré. La vida me empezaba a ser benévola. Derramé más lágrimas alegres, preocupando a mi amada, pero tranquilizándola con mis sonrisas. El torneo, los sentimientos del hombre… El mundo tenía esperanza.

 

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