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Capítulo IX
Sólo había oscuridad, como de costumbre. Oscuridad, yo siendo nada. Esperaba no ser consciente de lo que sucedía hasta despertar, pero no fue así. El mundo volvía a estar apagado. Fue entonces cuando me arrepentí de haber ido tan a lo loco, sin consultárselo siquiera a mi amada. Si ella no volvía a verme… sería también el responsable de su muerte, porque sabía que sin mí ella se encontraría sin nada y sola, y acabaría suicidándose, como haría yo en caso contrario. Pensé también en ser poseído por algún demonio. Eso me revolvió. ¿Y si el demonio tomaba mi vida y todo lo que era yo, fingiendo normalidad, y abusando de mi familia, de Rubí? No, no. Me estresé, me agobié. No quería eso. No… ¡NO!
¡Me había precipitado! ¡Había ido a lo loco como un gilipollas! No podía permitirlo. No quería que nadie controlase mi cuerpo. Debería haber hecho lo que mi amigo pretendía: tener un conejillo de indias y ver lo que pasaba. Aunque esos ojos habían sido un regalo. Intenté derramar una lágrima, pero sin cuerpo, ¿cómo hacerlo? Era una conciencia flotando en la oscuridad, nada más. No tenía ni siquiera objetos con los que tropezarme. Esperar a mi ¿muerte? ¿Y si ya estaba muerto, y el demonio poseyendo mi cuerpo? Más penas, y más ansias de llorar. Por un momento creí derramar una lágrima. Eso me daba esperanzas de que tenía un cuerpo y que no todo había acabado…
Y, de pronto, sin esperarlo, un mundo nuevo se abrió ante mí. La oscuridad desapareció. Colores nuevos, formas inertes con vida propia, cifras matemáticas bullendo por mi cabeza, y mi amigo operándome. ¿Cómo era capaz de verlo? ¿Me había despertado? No, no, seguía durmiendo, pero él estaba allí, tras el párpado, mirándome estupefacto. ¿Lo podría ver, pero no interactuar con él? ¿Estaba destinado a ver toda mi vida pero sin ser capaz de hacer nada porque estaba poseído? Más agobio, pero no. Podía mover el ojo. Claro, yo era capaz de moverlo, yo era su dueño. ¡Nadie me había poseído! Poco a poco parpadeé y desperté de la anestesia.
– Tenías razón, el ojo se adhirió solo. – fueron las palabras que él me dijo. Parpadeé con fuerza. Estaba viendo… Sí, no era una visión, ¡era su alma!
Era de un color blanquecino mezclado con otro negro, ambos casi transparentes. También poseía la misma forma que el cuerpo de mi amigo. Estaba adaptada a él, y se movía al compás de su cuerpo físico, aunque carecía de pelos. Esa imagen se mezclaba con la imagen normal de él. Mi ojo izquierdo lo veía todo, mi derecho sólo el umbral, aunque el primero lo veía, en su mayoría, blanco, con tonos negros, y colores nuevos y extraños, y el derecho me mostraba la visión normal de la vida. Seguí observando mi alrededor. Los objetos tenían la misma forma blanquecina que mi amigo, aunque de un tono más claro, más transparente. Una tenue luz de una lámpara parecía tener color propio. Me fijé mejor, y, sin darme cuenta, supe la tonalidad de color que tenía, así como el de los demás. Mi amigo movió su mano, como llamándome para que le describiese lo que sentía. También capté la velocidad de su mano, como si fuesen números o fórmulas matemáticas, aunque yo siempre había sido un cateto. No aparecían cifras, sino que yo mismo, en el fuero interno de mi ser, sabía qué velocidad estaba empleando, y si tenía intención de aumentarla o disminuirla. Podía leer sus intenciones. No era ver el futuro, sino leer el movimiento de sus músculos, de su sangre, de su corazón palpitando…
¿Qué clase de poder era aquél?
Me abrumó tanto que sentí un fuerte mareo. Me llevé las manos a la cabeza, pero a pesar de cerrar los ojos, el izquierdo seguía viendo a través del párpado. Si me concentraba bien podía incluso ver lo que había en el sótano de debajo de las instalaciones médicas. Y quizá podía ver más allá, pero la respiración se me cortó. No quería hacerlo, era demasiado para mí. Sentía una fuerte molestia en el ojo, como si me fuera a sangrar, o a reventar. Por un momento me lo planteé, y lo temí. Miré a mis lados. En un cuenco estaba mi anterior ojo marrón.
– Mételo en un frasco, ¡consérvalo!
No quería perderlo. Me obedeció de inmediato y lo guardó en un frasco con un líquido especial. Podía saber qué era todo, aunque no tuviera palabras para describirlo. Aquel ojo no sólo lo veía todo, sino que también lo comprendía.
– ¿Qué sientes? – preguntó, con el frasco entre las manos, temblando.
– Es difícil de describir… Una presión que me duele, me arde… – me di cuenta de que las lágrimas que derramé en el sueño era sangre esparcida por mi rostro.
– No quise preguntar eso, sino… ¿qué ves?
– Veo… todo… – esbocé una media sonrisa al decirlo. Sí, por fin lo tenía, el poder que tanto había anhelado. Ahora podría acabar todo lo que había dejado a medias. Esbocé una sonrisa completa y mordí con mi colmillo derecho mi labio inferior. – Lo veo… todo…
Un poder codiciado por millones de hombres… en mi ojo izquierdo. Era tiempo de cambiar mi vida. No, de cambiar el mundo entero…
Le expliqué con detalle lo que veía. Se quedó impresionado. Noté en sus ojos el sentimiento de la ambición, de hacerse con el otro ojo, conque me ahorré algunos detalles como «leer las intenciones de la gente», y exageré el dolor que sentía, para que él se echase atrás y estuviera un tiempo observándome a ver cómo evolucionaba. Con el tiempo querría el otro ojo, o eso me dio la sensación. Además, me alivié de no haber sido poseído, y de que todo fuera, relativamente, bien.
– Veré qué me permite hacer… Tengo que salir ahí afuera y descubrirlo por mí mismo.
– Ten cuidado, a ver si te va a explotar, o vas a perderlo, o…
Me entró aprensión. Él lo descubrió por la expresión de mi cara. Estaba más asustado él que yo. Quería también mi mismo poder. Ya vería yo si con el tiempo me ponía el otro ojo, o confiaría en él y se lo dejaría. Hasta que el momento llegase, decidí llevarme el otro ojo conmigo, pero estaba muy débil. Acababa de recuperarme de la anestesia y aún estaba grogui. Me miré a mí mismo y me di cuenta de cuándo volvería a tener fuerzas, pero todavía faltaban unas horas. También vi mi alma. Mi bondadosa, pero, a su vez, oscura alma…
Le pedí a mi amigo que guardase el otro ojo y me llevase hasta mi casa. Confiaría en él, porque me usaría de experimento para ver si sería factible o no trasplantárselo a sí mismo.
Nos movimos hasta el garaje tras vestirme. Mi velocidad me mareaba, y la suya también. No por el movimiento en sí, sino por saber calcular exactamente la velocidad en que nos desplazábamos. El mareo me doblegó, poniéndome de rodillas en el suelo con una mano en el estómago. Mi amigo se preocupó, ayudándome a levantarme.
– ¿Quieres descansar?
– No, no… Vamos a casa, es tarde y no quiero preocupar a nadie. Aunque…
– ¿Qué?
– El ojo, es negro y rojo, como en la caja… – dije mientras me veía en el reflejo de un cristal. – No ha cambiado de color… No puedo salir a la calle con esto. Nadie puede verme así. Se darían cuenta de que no es un ojo normal… – dije algo obvio. – No, no me refiero a eso, sino a que… Yo podría decir que sufrí un accidente, y perdí la visión, pero míralo, no cuela. Necesito algo…
– ¿El qué?
– Una bandana, una venda, o lo que sea. Necesito taparlo. Llama a mi familia, di que estabas aquí tan tarde y que acudí a ti porque me corté el ojo y te pedí ayuda.
– ¿Y qué excusa vas a poner?
– No sé… ¿Que me dieron un navajazo? ¿Colaría?
– Depende.
– Un jambo, to loco, que me vio y me quiso atracar.
– «Un jambo», eso suena muy serio.
– Joder, estoy nervioso, no puedo pensar bien.
– ¿Y por qué acudir a mí en vez de a la seguridad social?
– ¿En serio me lo preguntas?
– Ellos trabajan siempre, yo no abro por las noches. De hecho no es mi campo.
– Tienes razón… Da igual, ponme una venda, lo que sea, y llévame a casa. Les daré yo la noticia.
– Pero tendrías que haber estado hospitalizado unos días, con cualquier excusa.
– Les diré que me molesta el ojo y que prefiero llevarlo así porque fui al oculista hace unos meses y me avisó de que esto pudiera pasar, no sé… Ya pensaré algo, mierda. No sé.
– Como veas.
Tras limpiarme la sangre me puso un parche blanco en el ojo pegado con celo, cerrándoseme el párpado. Aun así, podía ver a través de él. De hecho si me fijaba podía ver a través de la ropa de mi amigo, incluso a través de su piel y sus músculos. Un ataque de aprensión me azotó. Apreté los puños. Concentrándome podía controlar el ojo. Era como el objetivo de una cámara, que al moverlo enfocas en un punto o en otro. Tragué saliva. Palpé mi frente. Estaba sudando. Miré mi ropa. También podía darme cuenta de qué tejido estaba hecha. Algodón, poliéster, me venía a la cabeza, y otros materiales para los que no tenía palabra, pero que se formaban en mi mente como conceptos. Si cerraba el ojo derecho podía ver mejor con el izquierdo, y podía ahondar hasta ver a los ácaros moviéndose por el tejido. Volví a una visión más panorámica, y no tan concentrada. Aquellas vistas me desagradaban. Pero… joder, lo tenía. Yo… lo tenía… Un mindundi que no era capaz de acabar nada, tenía un poder inconmensurable.
Me levanté de súbito. Mi amigo se impresionó.
– Vamos a casa…
El viaje que más me mareó en mi vida. Ni el primero que tuve en avión, o en barco, no, sino aquél en coche, con mi ojo nuevo y una ciudad entera por delante. Una ciudad discreta que por la noche dormía, pero que aun así me llenó de información y de conceptos nuevos. Cerré mi ojo derecho para poder concentrarme con el izquierdo. Podía ver cómo la gente se sentía. Cómo los colores blanco y negro se entremezclaban para formar un crisol entero de colores, en el cual destacaba alguno por encima de otro. Así pude ver a un hombre agobiado caminando enfadado por la calle, una mujer ambiciosa y soberbia hablando con una insegura, un chaval distraído y enamorado esperando el autobús, y otro hombre misterioso que sospechaba de si le seguían o no. Adivinaba emociones, sentimientos, reacciones… No podía leer pensamientos, pero sí movimientos. Me fascinó mi nueva habilidad. «Mi». Se me hacía raro llamarla mía.
Cada objeto brillaba por sí mismo con algo menos de intensidad que un alma, pero con el color blanco de ellas, sin la oscuridad. Quizá la oscuridad es lo que nos corrompía a los humanos, pues el mundo era precioso creado de bondad. La velocidad a la que íbamos tenía una fórmula, los ruidos que escuchaba me revelaban qué nota y tono eran al verlos romper vibrando el aire, los olores poseían composiciones químicas, los sabores y la comida nutrientes, y la piel bacterias, cremas, y geles, y todo podía saberlo con sólo mirarlo. Tanta información abarrotó mi cerebro. Concentrándome podía «girar» el objetivo de mi ojo como si de una cámara fuese y desenfocar tantos detalles, para quedarme con algo más plano, más escueto. Algo que no me hacía tantísimo daño al cerebro, y que me permitía respirar con tranquilidad, sin estar analizando el mismo aire que entraba a mis pulmones. Así se quedaría. No pretendía utilizarlo del todo desde el principio. De pronto la voz de mi amigo sonó, interrumpiendo mi concentración.
– No te parece… ¿Dios?
– ¿Dios?
– Sí, en el sentido de… la hostia sagrada.
Reí.
– Claro… Joder, ¿cómo yo? ¿Por qué a mí? Pero… tengo que aprovecharlo. Es una bendición.
– ¿Y si viene con un precio?
Un escalofrío me recorrió.
– No me gustaría condenar mi alma por este ojo.
– Ten cuidado. Siempre he sido un hombre de ciencia, pero desde esto… Llevo una hora pensando «¿qué será?»
– Leí historias egipcias sobre el ojo de Horus.
– ¿Las crees?
– Pues ahora que lo llevo… No sé, ¿podría haber sido metafórico? Existir existió… o al menos existe… No sé si será el mismo, si era sólo imaginación, o si estaba basado en hechos reales, pero aquí lo tengo, ¿no?
– Sí…, ahí lo tienes. Ya hemos llegado, ¿estarás bien?
– Eso espero. – iba a ver cómo se sentía mi familia realmente día tras día, ¿sería aquello bueno para mí? Le di un abrazo a mi amigo, y luego le sonreí. – Cuídame el otro ojo.
– Lo haré. Infórmame de lo que te suceda.
– Claro, serás mi confidente.
Nos sonreímos. El hijo de puta codiciaba el otro ojo, pero tenía miedo a lo que pudiera suceder. Caminé escaleras arriba hasta mi piso. Entré. Solamente estaba Rubí, esperándome dormida. Vi su preciosa alma blanca con varias espirales negras casi diluidas. Acaricié su rostro y se despertó. Sus ojos brillaron, y su alma tomó el color del amor. Estaba enamorada de mí, y mucho. A pesar de todo lo vivido, y de tanto tiempo, me amaba con suma pasión, quizá más que yo mismo. Nunca me había dado cuenta de cuánto me amaba. Siempre creía que exageraba, o que con el tiempo dejaría de hacerlo, al menos de la misma manera, pero ella me amaba, tal vez incluso más que antes. La besé y derramé una lágrima por mi ojo izquierdo, que se quedó anclada al parche, humedeciéndose.
– ¿Qué te ha pasado? – preguntó preocupada. Pero no, a ella no le podía mentir. Era el único ser en la faz de la Tierra que me amaba, sin contar el cariño de mi familia. Tenía que decirle la verdad.
– Rubí, mi ojo ha… – temió mi respuesta. «Evolucionado», quise decir, pero, cobarde, completé: – tenido un pequeño problema. Nada grave, se recuperará en unos pocos días. – medio mentí medio dije la verdad. Nunca le había mentido, nunca, excepto aquella vez. Me sentí como una miseria, pero tenía que protegerla de lo que fuese aquello. Sin embargo el agobio y la opresión de no decirle la verdad me hundieron. Ella me amaba con el alma. Derramé otra lágrima, y le dije: – No, mentira, mi ojo…
Y le conté todo, toda la verdad. O casi.
Al principio se asustó, pero tras ver mi cara preocupada decidió ocultar su susto para abrazarme y consolarme. Le había ocultado que podía ver las emociones y los sentimientos de la gente, para que no se sintiera analizada. La oscuridad en espiral se hizo más opaca. El miedo era un sentimiento negativo, pero no podía culparla. La besé y la abracé con fuerza.
– Gracias, por estar siempre ahí…
– Te dije que siempre te protegería.
Me lo dijo. La única persona en toda mi vida que me lo dijo, abrazándome, un mal día de invierno en el que no paré de llorar, hacía unos años. Desde entonces nos protegimos a cualquier coste. Ella siempre estuvo ahí para mí, y yo siempre ahí para ella. Aunque intentaba ser fuerte, tenía momentos de debilidad en los que me refugiaba en ella. Y, a pesar de que yo tuviera un ojo que lo veía todo, ella siempre veía cómo me sentía, y eso era lo más maravilloso de su amor.
Y me lo volvió a repetir. Ella siempre cuidaría de mí.
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