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Capítulo VIII
«Estás loco, ¡estás loco!», me repetía. Primero por teléfono, después en su despacho. Una vez fuimos mejores amigos, inseparables, de juergas y fiesta, aunque yo no disfrutase mucho saliendo. Me gustaba más su compañía que el ambiente. Luego, yo me eché novia, y él comenzó a estudiar en serio. Se metió a médico, haciendo la carrera y llegando al doctorado en sólo cinco años. No tenía mucha experiencia en prácticas, pero confiaba en él.
– Sólo quiero que me extirpes un ojo y me pongas éste.
– ¿Pero cómo quieres que lo haga? ¿Qué pongo en el informe?
– Méteme anestesia, y yo qué sé…
– ¿Estás tonto? No se pueden trasplantar ojos.
– Tiene que poderse. Sólo inténtalo.
– Si es que no se puede, y no sé, ¡no sé!
– ¡Y yo menos, pero lo necesito! Improvisa, intenta algo.
– Que no puedo, joder. Es como si me pides ir a la luna y traértela.
– De allí cayeron. Los necesito.
– ¿Y el informe qué?
– Lo mantenemos oculto.
– Si me pillan operando sin decir nada…
– Tienes una clínica privada, eres bueno en esto, nadie te va a pillar.
– Pero todo tiene un coste.
– Ahora mismo estoy pelado. Prometo que, si sale bien, darte un millón de euros.
Se rio.
– Estás flipado. O sea, rezas, te caen de la nada, y te los vas a poner. ¿Fijo que no estabas fumado?
– Sabes que yo apenas fumaba nada y que tampoco me afectaba.
– Pero han pasado muchos años, a saber qué has hecho.
– Por favor…
– ¡NO PUEDO! – gritó. Mi espíritu se empequeñeció. No me había achantado tanto delante de nadie desde hacía muchísimos años.
– Inténtalo…
– Fuera de aquí.
– Anestésiame, sácame el ojo, e intenta ponerme éste.
– ¡FUERA!
– Sé que quizá no sabes conectarlo al cerebro, pero sólo ponlo por encima. O me ayudas tú, o acabaré sacándome el ojo yo mismo.
Su enfado desapareció. Su respiración volvió a la normalidad y me dijo:
– Está bien. Sé que eres muy puto cabezón. Vamos a la camilla, te duermo, y hago eso. Pero cuando te quedes sin ojo será tu culpa. ¿Esperas que se una mágicamente al cerebro?
– ¿Por qué no? Cayó del cielo.
– Estás como una puta cabra. Cuando te despiertes con la cuenca del ojo vacía allá tú.
Me mareé y estuve a punto de desmayarme. No le había dado muchas vueltas porque yo era muy aprensivo, e imaginármelo me sumía en un profundo mareo con náuseas. No era muy consciente de la absurdez que estaba a punto de cometer, y todo por una corazonada. Un sueño cumplido y un susurro me habían llevado hasta allí. ¿Y si acabase quedándome sin ojo?
– Puedo hacerte daños cerebrales irreversibles. – me dijo. – Y no le contarás a nadie que fui yo.
– Está bien, tú haz lo que puedas. – dije sin estar convencido.
– Llamaré a mi enfermera. Es de confiar.
– No, sólo tú.
– ¿Estás loco? ¿Sabes cuánto se tardaría en hacerlo bien?
– Arráncame el ojo directamente y ponme el otro.
– ¿Y si te desangras?
– Mala suerte. – dije, aun con la imagen de Rubí sola por mi cabezonería.
– Piensa en mí, ¿tú sabes la que me liarías?
Me encogí de hombros.
– Por favor, solos tú y yo.
– En fin, tardaré más aún. Desnúdate de cintura pa’rriba y túmbate en la camilla. Ay, Dios, la que vamos a liar… Me vas a deber más de una después de esto.
Me tumbé, esperando a que me anestesiase. Le cedí la cajita. Entonces él me dijo:
– Espera, no están bajo el agua, pero se mantienen hidratados…
– Deberías haberlos mirado primero, y me habrías creído antes.
– Estaba demasiado asustado con tus proposiciones. Esto es… increíble. Escapa a cualquier conocimiento que haya tenido. ¿Cuándo los obtuviste?
– Hace unas horas.
– Unas… ¡¿horas?! ¿Y ya quieres ponértelos?
– Míralos tú, y dime si no querrías hacer lo mismo.
En sus ojos brilló la ambición. Temí que me traicionase, poseído por la avaricia. Entonces me preguntó:
– ¿Izquierdo, o derecho?
Me di cuenta de que quizá yo sería su prueba. Con el tiempo en vez de pedirme dinero me pediría el otro ojo. Pero, de momento, yo sería el conejillo de indias.
– El izquierdo. – dije, sin importarme más que tener la Luna como ojo…
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