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Capítulo XXIII
Vestía él un kimono blanco, con un pantalón de samurái negro. Yo sólo un kimono blanco entero. Me miró, sonriendo. No me gustaba su sonrisa en la batalla. Significaba que te iba a pillar cuando menos te lo esperases. Pero yo podía leer su alma, sus intenciones. Me atacó por la derecha. Pude ver sus músculos tensándose, y su alma probándome. Lo esquivé con facilidad, dando una voltereta sobre el suelo. Me solía marear con ello, pero no en ese momento. Mi ojo me fortalecía. Entonces, mi sensei, cuando vio que yo me lo pensaba mucho, volvió a atacarme, directo a por mi abdomen. Lo esquivé y, sin saber cómo, lo agarré e intenté derribarlo. Actuó con buenos reflejos y me hizo una contra, casi tumbándome a mí, soltándome yo en el último instante utilizando mi cadera como había hecho él, y rodando de nuevo por el suelo. Me sonrió, como orgulloso de mí.
– ¿Has entrenado?
– No.
– Entonces tienes el espíritu. – me dijo. No, lo que tenía era un ojo poderoso. Volvió a por mí. Su alma estaba empezando a impacientarse. La mía estaba nerviosa y expectativa por el desarrollo y resultado de la batalla. Intentó agarrarme, pero no me dejé, retrocediendo. De pronto me di cuenta de lo que sucedía de verdad. Él podía tumbarme en cualquier segundo. Tenía más reflejos, más velocidad, y más destreza que yo. Él estaba analizando qué es lo que yo iba a hacer, examinándome. Me aproximé hacia mi bastón y lo sujeté con fuerza, de la misma forma que se lo vi hacer a él en la clase pasada. Siguió con las manos desnudas. Lo ataqué. Intentó arrebatarme el bastón. Dejé que lo consiguiese, y entonces le hice una técnica para tumbarlo. Rodó por el suelo, con el palo sujeto a él. Retrocedí. Me había desarmado. Entonces me atacó, e hice exactamente lo que me había hecho él, con la diferencia de que él casi que se dejó desarmar. Un cinturón negro le lanzó su bastón, y quedamos igualados. Me atacó por la derecha, alzando su bastón y descendiéndolo sobre mí. Me defendí dando un paso hacia atrás y elevando el bastón. Su fuerza me doblegó. No había calculado bien todo el peso y la velocidad que empleaba. Me recompuse en un instante, aun con calambres por la mano. Lo ataqué. Esquivó con facilidad, y decidí dar lo mejor de mí mismo, despertando todos mis sentidos.
Esquivé de la misma forma que él, y no me anduve con chiquilladas. Fui a golpearlo para tumbarlo, con un movimiento que no era propio de aikido. Se movió hacia un lado y del golpe que dio partió mi bastón, saltando el trozo de madera por el aire, aterrizando a mi lado. Retrocedí varios pasos hacia atrás y agarré el sable. Me picaban muchísimo las manos. Sin embargo no me había fijado que su bastón también quedó fracturado. Si hubiera sido cualquier otro habría sido capaz de romperlo sin inmutarse, pero yo había resistido bien porque supe cómo agarrarlo. Supe en qué puntos el bastón era más estable y la fuerza que había que aplicar para resistir la presión y el ataque. Una vez que empuñé el sable no quise seguir poniendo en práctica movimientos de aikido, sino derrotarlo. Él también cogió su sable, y quedamos los dos en posición, aunque mis ofensivas no eran nada de lo que una vez me enseñó, o llegué a ver. Fui torpe. Retrocedí. Replanteé mi estrategia. ¿Por qué atacar algo que no había registrado con mi ojo? Recordé sus clases hacía dos semanas, y sus defensas en ese momento, y lo ataqué de aquella nueva forma. Se defendió, y me atacó él. Me defendí. Su alma se impacientó aún más. Me atacó con más ferocidad, más ansias, mayor maestría. Fui volviéndome más fuerte a medida que me defendía y esquivaba. Recordé que en aikido no se paraban los golpes, sino que se desviaban o absorbían. De esa forma estuvimos un minuto intenso lanzándonos ofensivas. La balanza no se decantó por ninguno de los dos. Todo el mundo se había retirado a una esquina, observando la batalla con miedo a que un ataque indirecto los alcanzase. Entonces mi maestro se quedó parado y tomó aire para sí. Respiró profundamente y templó su alma. Ya no había ira, sino ferocidad y paz. Me atacó de esa nueva forma, y fue venciéndome. Sólo me quedaba rendirme. Eso, o…
Fui a desarmarlo con el sable. Ataque por ataque, los dos sables cayeron, rodé por el suelo, cogí el trozo de madera roto de mi bastón y amenacé con cortarle su pierna. Dudé, obviamente. No quería cortarle, sino que admitiera su derrota, pero él tuvo más reflejos que yo y saltó, propinándome una patada en la cara que poco tenía de aikido. Me estampé contra la pared, y fui a por él, obcecado. Él había recuperado todos sus reflejos y su velocidad, y yo me los había entorpecido. En cuestión de dos técnicas me tumbó al suelo, inmovilizándome, haciéndome incluso un poco de daño en «castigo». Me rendí. Se levantó, esperó a que me levantase, y nos saludamos con respeto. Me había vencido, pero no lo sentí como una derrota, sino como una lección y un gran entrenamiento. Mi arrogancia de nuevo me había llevado al fracaso. Lo interioricé, cuando su voz me sacó de mis pensamientos.
– Te voy a examinar en una semana del cinturón negro. Prepáratelo todo, los nombres incluidos.
– Domo arigato, sensei. – «muchas gracias, maestro».
– ¿Quién te ha enseñado a luchar así?
– … – pensé su pregunta. – Desde que perdí el ojo decidí aumentar mis habilidades.
– ¿Cuándo fue eso?
– No hace mucho. Pero como dije, no entrené, sino que fueron otras tareas.
– Es cierto que algunos sucesos cambian drásticamente a la gente. Te recuerdo torpe y algo lento.
– Sigo siéndolo.
– Pero al menos sabes hacer las cosas. Mejora tus reflejos, y me superarás.
«Me superarás». Una gran lección de humildad y de respeto. Él sólo buscaba mi mejora y mi evolución, y yo lo que había buscado era reconocimiento y orgullo. Le agradecí sinceramente con la mirada lo que me había regalado aquel día. Me correspondió con una de sus amplias y amables sonrisas. Iba a examinarme del cinturón negro. En apenas dos días acabaría lo que dejé a medias hacía tanto tiempo. El ojo era una verdadera bendición del Paraíso.
Aun con todo, yo supe por qué había perdido la batalla. Porque yo atacaba con odio, a la vez que bondad. Él me supo ganar cuando sólo me atacó con bondad, retirando toda su ira y frustración. Supe qué tenía que hacer para la próxima vez: atacar con todo mi odio, sin sentimientos que lo entorpeciesen…
No, no. Parpadeé, agitando la cabeza. No, no podía hacer eso. Debía desechar el odio. Debía…
No podía. Me ganaba, era mayor que yo. No, miento. En verdad… era parte de mí…
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