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Capítulo XXII

 

La oscuridad lo engullía todo.

Por fin era capaz de ver lo que sucedía a mi alrededor. Mi ojo aumentaba su enfoque. Era claridad. Y por un momento llegó a aterrarme.

No podía ver el futuro, pero sabía que algo terrible se aproximaba. Nunca había visto la falsedad de la gente, sólo intuido. Nunca había visto la verdad tras las mentiras. Nunca había visto que casi todo el mundo sonreía cuando su alma lloraba.

Podías suponerlo, pero yo… lo veía, literalmente.

¿Cuántas veces hemos visto cosas que no hay, inventado historias incoherentes, intentado desentrañar misterios inexplicables? ¿Cuántas veces hemos creído mentiras a pesar de saber que eran mentiras? ¿Cuántas veces no hemos sabido decir «no» por debilidad? ¿Cuántas veces hemos bailado a gusto de los demás? ¿Cuántas veces hemos callado, cuando queríamos gritar?

Pero no más sufrimiento, no más manipulaciones, no más cosas a medias. No… Ya había ganado el dinero suficiente para pagar el tratamiento a mi hermana, la cual aún seguía en el extranjero. Ahora quedaba utilizar mi ojo en todo su potencial.

Clases de aikido. Las había dejado a medias. Apenas llegué a cuarto kyu, lo que vendría a ser… cinturón naranja. Las dejé por falta de dinero, y porque quería largarme de la ciudad, y una vez fuera apenas tenía tiempo. Nah, mentira, es que me volví más vago aún. Sólo trabajar, y descansar. Pensé en volver a mi antiguo dojo. Me informé en internet sobre si seguía abierto, y lo cierto era que sí. Tenían varios vídeos de campeonatos, entrenamientos, y exámenes. Habían mejorado la calidad de las instalaciones.

Froté las manos, ansioso por probar a mi ojo. Recordaba los movimientos de aikido, por lo tanto, sabía por dónde iban a llegar, y, sumándole mi poder divino, me darían una ventaja considerable.

– Así que vuelves… – me dijo Rubí.

– Sí, quiero aprovecharlo. – dije señalando mi ojo.

– Mejor que con el póker, ¿no?

– Supongo. Aun así podría… no sé, hacer algo grande. Podría estudiar medicina, y encontrar una cura contra enfermedades, ¿no crees?

– Estaría bien, sí.

– O estudiar política, y hallar soluciones para mejorar el país y el mundo.

– También.

– Sin embargo…

– ¿Sin embargo?

El odio llamaba a las puertas de mi alma. Todas mis ansias por cambiar el futuro iban desapareciendo. ¿Eran las consecuencias que traían consigo el ojo? No me veía motivado más que para… ¿asesinar? Agité la cabeza.

– Hay que empezar por abajo. Entrenaré mi ojo en todos los ámbitos, y entonces…

– ¿Te da memoria fotográfica?

– No, no exactamente. Me hace recordar cosas con muchos detalles, pero no me ha dado esa bendición.

– Igual es por tu ojo derecho. Oye, parece más brillante…

– Porque te miro enamorado. – dije, en parte verdad, en parte excusa para ocultar que me lo habían arrancado, se había restaurado, y parecía mejor de lo que una vez fue.

Sonrió, sonrojándose. Ay, qué sonrisa tan tierna. Era tan hermosa mi niña… La amaba con locura. La abracé con fuerzas, y le susurré palabras de amor en el oído:

– Te amo, te amo y siempre te amaré. Mis sentimientos por ti sólo han aumentado. Me preocupa… – iba a escapárseme: «ver que aún sientes dolor por el pasado». En su lugar dije: – Me preocupa que no puedas ser feliz.

– Contigo lo soy, y mucho.

– Pero esta ciudad te trae malas vibraciones, lo noto.

– Ya sabes por qué…

– Sí, lo sé…

Un secreto enterrado en lo más hondo del corazón. Un secreto que podías pensar en él y dolerte, pero si lo mencionabas te quemaba y te destrozaba. Un secreto que era mejor no desenterrar por el momento, pero entonces una chispa se activó en mi mente. ¿Podría utilizar mi ojo para salvarla de los malos recuerdos?

Suspiré un aire cargado de maldad, la besé, le dediqué una de mis mejores sonrisas, y me fui al dojo. Lo primero era lo primero. No podía dejarme sucumbir otra vez por el deseo de la venganza, no…

Llegué allí, con un look normal, y aún mi parche en el ojo. Fui como visitante. Mi antiguo sensei, mi maestro, me reconoció. Nos saludamos con un abrazo antes de comenzar las clases, y me preguntó qué tal todo. Fue gratificante verlo. Más canoso y calvo, pero siempre con esa determinación en la mirada. Le hice un resumen de lo más bonito de mi vida y lo del accidente que me dejó sin ojo, ahorrándome penurias. Le consulté volver. Me dijo que no había problema, si es que no me iría mal por estar tuerto. No me faltaba percepción espacial, así que no. Eso le dije, claro. No iba a decirle que estaba viéndole el alma en esos instantes. La tenía clara, más iluminada que el resto. El arte marcial le aportaba una paz y un sosiego admirables. Yo era uno de sus alumnos más violentos. Solía ir con mucho odio a clase, y lo dejaba atrás antes de entrar al dojo, pero a veces se veía reflejado en mis acciones. Él sabía que yo era simpático, pero que guardaba mucho rencor dentro de mí.

Me readmitió sin problemas. Se tomó como un reto el enseñarme, debido a mi condición física. Ay, si supieras, sensei… En dos semanas empezaría otra vez. Me quedé aquel día allí observando. Entrené mi ojo para ver con detalle sus movimientos. Podía ver el cansancio de los alumnos, cuánta fatiga les quedaba, quién tenía el estómago revuelto o estaba mareado, la velocidad a la que iban, la fuerza que empleaban, la torpeza que poseían. Pero lo más curioso fue que aprendí más observando en esa clase que los ocho meses que estuve practicando. Pude ver la energía fluyendo del sensei, entendí a lo que se refería cuando mencionaba el «ki», el flujo de la energía del cuerpo, del alma. Pude ver cómo sus movimientos absorbían los del contrincante, o cómo los esquivaba o dejaba pasar, o cómo los desviaba. Cómo movía su cuerpo desde la cadera, desde su centro, para llevar energía al resto del cuerpo y vencer a su rival. Era maravilloso. Unas lecciones aprendidas con la vista e interiorizadas con el alma. Estaba ansioso por ponerlas en práctica.

Nos despedimos con otro abrazo al finalizar la clase. Había sido como un documental espectacular para mi ojo. Y yo, en apenas dos semanas, volvería a poner a prueba mi espíritu sobre el tatami.

Llegué a casa, y miré vídeos por internet. Como ya dije, mi ojo no detectaba el alma de las personas a través de vídeos grabados. No podía deducir sus movimientos, sus intenciones. No podía «leerlos», más que por los movimientos de su cuerpo y sus acciones. Me costaba mucho más. Pero era lo que sucedía cuando una cámara era incapaz de captar el alma. Me pareció algo triste. Una cámara podía inmortalizar momentos de amor, amistad, soledad, pero nunca el estado del alma, sólo el que el cuerpo mostraba. Podía ver una lágrima en los ojos de alguien, pero no saber si era sincera. ¿Sería capaz de mostrarme la cámara el alma si la viese en directo? Busqué mi vieja cámara entre los trastos que había llevado. Llamé a Rubí y le conté lo que sucedía. Bueno, no todo, pues ella no sabía que yo podía leer las emociones de la gente. Le dije que quería comprobar si a través de la cámara mi ojo veía tan bien como en persona. Entonces la miré a través del objetivo. Ahí sí que podía ver su alma, pero cuando lo miraba en la cámara no. Si la imagen de ella salía reflejada en la cámara, aun sin hacer la foto, no detectaba su alma, aunque a través del objetivo sí. Al fin y al cabo, el objetivo era una especie de prismático. De forma digital no veía su alma, de forma directa sí. El ojo no podía verlo todo. ¿O sí, sólo que yo no sabía usarlo?

Rubí acarició mi pelo por mi nuca, como acostumbraba a hacer para tranquilizarme. Reposé mi cabeza en su regazo y me dedicó una de sus espléndidas sonrisas. La amaba tanto…

En mi ojo izquierdo bailó una lágrima. La Luna lloraba una estrella. Ella se dio cuenta de mis ojos vidriosos y retiró mi parche. Vi, por la expresión de su rostro, cómo aún no se acostumbraba a asimilar el ojo rojo. Entonces secó mi lágrima con un beso y fue a buscar algo. Me trajo una bandana negra. Sonreí.

– Estás mejor con el parche, te da un look pirata, pero sé que quieres una de éstas, no sé por qué.

– Me da más personalidad.

– Pero también te tapa media cabeza, medio pelo, para poder ponértela bien.

Me encogí de hombros. Era lo que me gustaba. Guardé el parche para cuando fuese a clase de aikido. Cayendo al suelo se me retiraría con facilidad la bandana, y no quería que viesen mi ojo. Hasta entonces nadie lo había reconocido. Temía que alguien supiera de su existencia e intentase arrebatármelo, como ya había sucedido, de forma chapucera. Pero, bueno, aunque lo supieran, yo sabría que lo saben, a menos que fuesen muy buenos actores.

Entonces caí en la cuenta de que el rico pudo engañarme porque realmente tenía la intención de darme el dinero. No supe analizar sus sentimientos debido a mi ambición, no supe analizar el callejón al que fui, y no supe combatir a sus matones. No se volvería a repetir otra vez. Tenía que usar el ojo en todo momento, incluso cuando estuviera durmiendo…

Las dos semanas se me fueron volando. Pasé casi todo el tiempo con Rubí. Íbamos a dar paseos por las playas más bonitas de la ciudad. Era primavera, pero no hacía como para tomar el sol. También gastábamos las tardes en contemplar atardeceres, o mirar al infinito, hablando de todo, hablando de nada. Entrené mi ojo analizando personas, lugares, movimientos… Acudí a más cursos de aikido, observé a quiénes luchaban mejor y qué les diferenciaba del resto. Utilizaban su fuerza desde la cadera. Era el eje central de la fuerza.

También me di cuenta de que los movimientos de los vídeos que yo analizaba era la velocidad del propio vídeo. Si la incrementaba, mi ojo veía la velocidad incrementada, en vez de la real. No podía fiarme mucho. Empecé a apreciar mucho más lo que veían mis ojos de forma directa, en vez de en vídeos. Quién lo diría. Yo, un hombrecillo que pasaba más tiempo en internet que en la vida física, por fin llegué a apreciar la belleza del mundo, aunque necesitase un poder superior para ello.

Y, por fin, llegó el día. Llegó el día en que retomé mi kimono y mi cinturón blancos, y preparé mis armas guardadas que acumulaban polvo. Un jo, y un ken. Un bastón y un sable, de madera ambos.

Y llegué allí. Me senté de rodillas sobre el suelo y saludé al maestro. Me sonrió, y empezamos las clases. Estábamos en parejas de dos a lo largo del tatami con manos vacías. Saludé al contrincante y ejecuté los movimientos de forma casi perfecta, y todo debido a lo que había visto. El maestro se asombró, pues en quien más atento estaba era en mí. Incluso yo mismo me asombré. Pensé que actuaría cual pato, de lo torpe que era. Pero mi ojo era tan… milagroso. No me daba habilidades físicas, mas sí que me ayudaba a conseguirlas. Sin embargo, mi contrincante, al ser mayor rango que yo, estuvo corrigiéndome.

– Adelanta más el pie, y no tires tanto de los brazos.

Era impresión suya, yo estaba haciéndolo bien, ejecutando la fuerza desde la cadera, como me habían enseñado, y como podía haber visto en esas dos semanas de una forma más clara y concisa. Repetí el movimiento, y volvió a caer redondo al suelo. El maestro, que nos miraba a lo lejos, se interesó aún más por mí. En cualquier momento vendría a hablarnos. Aun así, mi contrincante, aunque erro al llamarlo así en aikido, se levantó, y díjome:

– Lo hacemos mal, así no es como lo enseñó el sensei.

– Que sí, que yo vi cómo levantaba las manos de esta forma.

– Que no, que tú acabas de empezar, hazme caso a mí.

Era pesado. Intentó hacérmelo él a mí, pero yo me negué en rotundo. Le hice una contra y conseguí que cayese al suelo. Se levantó furioso:

– ¿Pero qué haces?

– Vencerte. Domina tu ira.

– A ver, o te dedicas a hacer el movimiento bien, o que me cambien de compañero.

– Lo hago bien, y, si quiero, derroto al sensei.

– ¿De verdad?

– De verdad.

Y justo esquivé el golpe del sensei, que se había aproximado hacia nosotros por mi espalda de forma sigilosa para observarnos, e intentó derrumbarme cuando mencionaba esas palabras. Adopté postura y le encaré. El tatami quedó en silencio. Estaba yo enfrente de él. Yo, que apenas había hecho aikido unos meses, y había vuelto ese mismo día, contra un maestro que llevaba toda su vida haciéndolo. Sin embargo él no tenía lo que yo tenía: el ojo de Horus. Y, así, comenzó mi primera gran batalla.

 

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