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Capítulo XXI

 

La sombra del asesinato se cernía sobre mí. Por mucho que me esforzase en no pensar, conseguía el efecto contrario. Rubí despertó a pocas horas del alba, y me abrazó, alegrándose por verme. No podía hacerle partícipe del asesinato que acababa de cometer, pero tampoco podía mentirle, ni ocultarle la cuenca de mi ojo vacía. Fui al espejo del baño. Miré mi rostro tras retirarme la venda. Podía… haber muerto. Debería haber ido al médico para que me tratase. El del taxi no se dio cuenta de que lo tenía arrancado, sino, me habría llevado, aunque lo peor habrían sido sus sospechas. ¿Cómo habría podido saber yo que era un taxi, si estaba «ciego»?

La cuestión es…

Pude contener el dolor, no me desangré, y no pareció tan grave una vez que llegué a casa y me lo comprobé. ¿Por qué razón? ¿Por qué…?

Era… imposible. Me acababan de arrancar un ojo con una navaja y yo sólo pude pensar en vengarme. El dolor pasó instantes después. El odio había reemplazado todo sufrimiento. Me miré más fijamente en el espejo, recordando al cabrón traidor que me la jugó. Al menos tuvo la decencia de darme el dinero. No se esperaba que me hubiera quitado el ojo incorrecto, ni que yo tuviera cuerpo para ir hasta él ese mismo día. Sabía que tenía un poder sobrenatural, y, sin confirmar si era mi ojo, se arriesgó. Malnacido sin escrúpulos. En ese momento lamenté no haber hablado más con él antes de morir. Lamenté no haberme regodeado al ver sus ojos de desesperación pidiendo ayuda. Lamenté que no hubiera sufrido una muerte más lenta. Todo lo que pudo hacer fue estar tirado al lado del retrete, desangrándose. Ni se había intentado levantar. Supo que no podía luchar, y menos con algo que no veía, pues yo estaba en el umbral de la oscuridad.

Y, sin darme cuenta, mi ojo derecho se había medio restaurado, y, con él, parcialmente mi visión. Estaba viendo todo borroso, y en el espejo reflejaba un bulto malformado, como un ojo que se había derretido. Estaba… ¡Estaba curándome!

Perplejo, me concentré en que se curase del todo. Le costó más que si estuviera sintiendo el odio y la rabia dentro de mí, pero mientras que con mi ojo izquierdo veía cómo se iba formando, con mi derecho la visión volvía a nacer con esas típicas manchas negras que ve un ojo frotado o mareado. Y, al poco, una vista mejor incluso que la que tenía. Mejoraron mis dioptrías, y procuré una carcajada. Ahí estaba el porqué de que no sufriera tanto, ni de desangrarme, y de haber aguantado el dolor. El ojo… realizaba milagros.

Me había dado la habilidad de conducir cuando nunca cogido un coche. Me había dicho cómo trucarlo, cómo conducir, y, aunque la velocidad que llevaba no me permitía analizarlo todo, me había dado la confianza suficiente como para haber viajado veinte kilómetros con él, un rato con algo de tráfico. Me había permitido colarme en una casa con alta seguridad sin ser visto, o eso esperé, había asesinado a un hombre, y me había ido como si nada.

Miré el bote donde debería estar mi ojo. En su lugar había polvo. Desapareció, para volver al lugar al que pertenecía. Sí… Lo había reclamado para mí. Tiré el bote a la basura y respiré un aire de soberbia que impregnó mis pulmones. Así, fui hasta el baúl de los recuerdos. El kimono destacaba. Aikido… Lo había dejado hacía tanto tiempo, también a medias. Era hora de volver, así los matones no habrían tenido una oportunidad contra mí. Necesitaba entrenar mi cuerpo, y mi ojo me ayudaría a hacerlo en pocas sesiones. No tendría que estar años, sino apenas meses, quizá semanas, o incluso días. ¿Y si fueran horas…? Sonreí siniestramente. Era hora de poner todo en su lugar. La soberbia que estaba sintiendo en esos momentos debía mitigarla, o me daría una falsa seguridad que me impediría ver cosas necesarias para mí. Pero… era inevitable. La sombra del asesinato que me acechaba se fundió conmigo, y mi mente fue diluyéndolo, para hacerme sentir orgulloso de haberle arrebatado la vida a alguien tan asqueroso como él.

Volví a la cama, me tumbé junto a Rubí, y me preguntó medio dormida:

– ¿Qué tal la timba?

– Nah, lo dejé. Ya me pagó. No creo que nos volvamos a ver nunca.

– ¿Y eso?

– Mucho estrés. Es hora de descansar.

Pero era mentira. No era hora de descansar. Era el momento de entrenarme lo máximo posible, y explotar a aquel regalo de los dioses con dignidad. Iba a desarrollarme como persona. Iba a acabar todo lo empezado.

– Buenas noches. – le deseé.

– Si casi es de día… – dijo con ojitos tiernos.

– Hoy dormiremos hasta tarde.

– Pero tengo mucho que hacer y…

– Shh, sólo… duerme… – dije mientras la acariciaba, haciéndole caer el mundo de los sueños sobre ella. Sonreí al verla abrazándome, con su cabeza sobre mi pecho, con la boquita abierta por el cansancio. Ella descansaría, y yo… trabajaría al máximo.

 

 

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