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Capítulo XIX

– Ya hemos ganado suficientes seguidas, muchacho. – me dijo con su sonrisa entre impoluta y podrida.

– ¿Sospechan?

– ¿No puedes verlo tú?

– Lo que yo pueda ver es cosa mía.

Sí, sospechaban, pero tenía que interpretar mi papel de que sabía lo justo.

– Creo que sí, y prefiero no arriesgar. Ha sido suficiente de momento. – me dijo.

– El trato eran diez timbas, ¿no?

– Mañana tengo otra. Toma, la dirección. Tienes que entrar atravesando un callejón.

– ¿Podrías darme algo de dinero? – pedí. Iba necesitándolo.

– Por supuesto. Mañana te doy todo lo que hemos ganado.

Desconfié. En ese momento tendría que haberlo sabido todo. Tenía que haber sabido que era una vil trampa, que iba a perder una de las cosas más preciadas para mí, y que podría haberlo evitado. Pero no pensé. Simplemente dejé pasar el tiempo, deseando obtener el dinero, que mi hermana estuviera mejor, y que volviera a mi lado para vivir la vida de una forma digna y cómoda. Pero no. De nuevo, mi cabezonería, y mis ganas de que todo acabase, me cegaron.

Incluso Rubí sospechó de lo sucedido. Llegué en autobús hasta el punto cercano al callejón, lo observé primero, y vi que no tenía salida. Entré, de todas formas, sin confiar en mi ojo. ¿Por qué no? Pensé que igual a mi ojo se le escapaban cosas que sólo podía ver con el físico. Pero estaba en lo correcto. Era un callejón sin salida, y yo entonces me di cuenta de todo. ¿Me iba a dar el dinero, sin poner pegas, sin blanquearlo? No… Iba a borrarme del mapa, para no tener a nadie que lo delatase. Por un momento todo mi mundo se paralizó. No me había despedido de Rubí como era debido. No le había hecho el amor por última vez, ni le había dicho que era lo que más amaba en el mundo, aunque ella lo sabía. Simplemente le dije un «te amo», y me fui tras darle un mero pico. Mi amor… ¿Me seguirías más allá?

Y mi hermana, ¿estaría bien, o también sufriría?

Los vi acercarse. Dos gorilas, muy grandes, de dos metros, con una pistola cada uno y navajas. Me escondí detrás de un contenedor y los esperé. Era el momento oportuno. Era el todo, o nada. Exprimí mi ojo a más no poder, y salí a por ellos decidido. ¿Y si en verdad sólo venían a decirme el sitio donde estaba la timba? No, sus almas mostraban decisión y un poco de nervios. No volvería a caer en el error de desconfiar de mi ojo. Los ataqué, yendo a por sus puntos débiles. Era fácil moverse. Había entrenado el ojo, aunque no mis reflejos. Sin embargo podía anticiparme a sus movimientos debido a sus músculos tensándose y dirigiéndolos hacia mí. Los esquivaba con facilidad, y les contraatacaba en sus puntos más flacos. A uno llegué a romperle una costilla, y al otro a dejarlo medio cojo, pero entonces, sin poderlo remediar, sacó una pistola, y me apuntó, obligándome a arrodillarme. Llamó a su jefe, y lo puso al teléfono:

– Si hubiera sido un combate cuerpo a cuerpo habría vencido… – murmuré, esperando mi muerte. Podría haberme salvado, si hubiera sido más rápido, o más letal, pero no… no pude… No había usado mi ojo para entrenarme, sólo para analizar gente y usarlo en el póker. Era justicia divina lo que estaba recibiendo, por haber desaprovechado un gran poder.

– ¿Te crees que soy idiota? – me preguntó el ricachón. – ¿Te crees que me trago los rituales de mierda que haces en mi sala? Sé que tu poder reside en tu ojo. Hiciste algún tipo de pacto demoníaco, y, ahora, lo quiero.

Miré al matón. Tenía intenciones de dispararme. Arrugué el entrecejo. No… Aún me quedaba mucho por vivir junto a Rubí. Le dije, entonces:

– Vale, quédatelo, es tuyo, pero, por favor, deja vivir a mi familia.

Se rio.

– No tengo nada en su contra, ni en la tuya, pero entiéndeme, quiero algo mejor que esta vida de humano. Te daré el dinero, aunque te quedes invidente. Espero que lo disfrutes. Ahora, arrancadle el ojo.

Así, como si fuera lo más normal del mundo. Me iba a crear problemas cerebrales irreparables, arrebatándome lo que se había convertido en el centro de mi vida. Si sobrevivía podría implantarme el otro, y así enfrentarme a él. Sí, era mi única esperanza. Cerré los ojos, pero uno de esos gorilas me abrió el párpado y me introdujo una navaja, retirándome el ojo mientras yo me contenía gritos infrahumanos de dolor. Noté cómo se dañaba mi sistema cerebral cuando era sesgado, con una navaja, afectándome una zona realmente sensible del cuerpo humano. Quedé en el suelo, temblando, sin ánimo de moverme, con sólo ganas de que el dolor pasase. Necesitaba un sedante, un analgésico, algo que me quitase el daño que rasgaba mi alma. Lanzaron un maletín contra mi cuerpo. No sabía qué hicieron con el ojo, no sabía a dónde fueron. Seguí temblando, retorciéndome, apretando mis puños clavándome las uñas hasta sangrar, pareciéndome cosquillas comparado con lo que me provocaba el nervio sensible en la cuenca vacía de mi ojo. Pero… una risa tuvo lugar, «jajaja…», sobreponiéndose al sufrimiento, «jajajaja», elevándose, “¡JAJAJAJAJA!”, hasta convertirse en carcajadas: ¡¡¡JAJAJAJAJAJAJA!!!

Estaba poseído por la locura. La risa calmó todo mi dolor. ¿Por qué? Porque mi cuenca del ojo estaba vacía, sí, pero… era la cuenca derecha. Exacto. Me habían extraído mi ojo mundano. El ojo de Horus seguía estando donde debía estar.

¿Cómo podían haber sido tan estúpidos? Reí como un poseído hasta que mis sentimientos se calmaron, alzándose uno de ellos como dominante. Era la venganza…

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