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Capítulo XVIII
Estaba escuchando un disco de vinilo perdido entre mis antiguos álbumes. Demasiado antiguos. Hacía varias décadas que ya no se usaban. Lo había puesto, apreciando más la música que escuchaba. Me encantaba ver al vinilo girando, con la aguja sobre él, reproduciendo la música. Y yo, mientras tanto, tirado sobre el sofá, relajando mi mente, desenfocando mi ojo izquierdo lo máximo que pude. Rubí se tumbó a mi lado, casi dormida, y yo tatareaba en voz baja las canciones. Mi móvil sonó, interrumpiendo aquel estado de ensueño.
Me fui a otra habitación para contestar. El rico, era.
– No sé cómo lo haces, pero eres muy bueno.
– Gracias. ¿Cuándo es la siguiente?
– En una semana.
– Hmpf. – me molesté.
– ¿Necesitas el dinero ya?
– Sí… Mi hermana sigue mala, y yo necesito más dinero para pagarle mejores tratamientos.
– ¿La vas a enviar a otros países?
– Sí.
– Sé de una clínica muy buena donde trataron a mi esposa, puedo enviarte su dirección.
– No estaría mal.
– Le pago el tratamiento, si quieres.
– No, ¿cómo?
– Tendríamos que limpiar tu dinero si quisieras pagárselo tú.
No se equivocaba. El dinero del casino era legal, pero en esas timbas ya no. Le estuve dando vueltas al asunto, hasta que su voz interrumpió mis pensamientos:
– No tienes más remedio.
– Está bien, acepto.
– Eso es lo que quería oír. Una de mis empresas se lo pagará, no quiero que me relacionen ni un poco contigo, porque como se enteren de que tienes poderes…
– ¿Y si te pincharon el teléfono?
– ¿Acaso reconociste mi teléfono en la pantalla, o es que ni me agregaste? Es de prepago, no te preocupes. Y no hay micrófonos aquí. Ven en tres días, y lo hablaremos todo.
– Vale.
Suspiré, cansado. ¿Aún nueve sesiones más con él? ¿Tantas? La mafia sospecharía, sin duda. No quería seguir viéndolo, nunca, nunca más, pero necesitaba ayudar a mi hermana. Volví al salón, y la parte favorita de mi canción había pasado. Retrocedí la aguja para poder escucharla bien. Rubí me habló, y alcé la mano, pidiendo silencio. Ella sabía que me encantaba esa canción. Cuando pasaron los veinte segundos más melodiosos de la historia de la música, para mí, me dijo:
– ¿Quién era?
– El pavo éste. Va a pagarle el tratamiento a mi hermana. Supongo que también me dé dinero a mí, aparte de todo eso. – quería desahogarme, diciendo que deseaba no volver a verlo, ni volver a extralimitar mi ojo, pero si lo hubiera hecho la habría preocupado más. En su lugar decidí guardarme el estrés para mí, y le pedí que me acompañase a visitar a mi hermanita.
Llegamos al hospital en media hora. Estaba hecha un asco, con cara agónica, y sin pelo alguno. Su alma seguía estando oscura, envenenada por todo lo acontecido. Podía vérsela incluso con el ojo desenfocado. Era… abismal.
Dormía. Le pesaban los ojos, y apenas veía bien, me dijeron mis padres. Sus ojos azules profundos parecían grisáceos, de lo apagados que estaban. Me senté a su lado, cogí una mano suya y suspiré, deseando que se recuperase en cuanto antes. Quedaba mucho por hacer, y no teníamos tiempo. Pero, «milagrosamente», recibimos una llamada de una compañía de seguros. Al parecer iban a cubrir los gastos de mi hermana en una clínica en el extranjero. Se la iban a llevar, lejos de mí, y en un sitio que solo conocía el rico. Pensé que acabaría haciéndome chantaje. Nada me convencía. Pero no me quedó más opción que aceptar. En caso de que me la jugase, yo contaba con el poder de un dios para vengarme…
Mis padres se irían con ella. Les di dinero para que se pagasen el alojamiento. No tenían ni idea del idioma ni del país al que iban, y temí perderlos a ellos también. En dos días se irían, y no volvería a verlos hasta Dios sabría cuánto. Los ayudé a preparar las maletas y demás. Me despedí de ellos con abrazos. Me insistieron en venir, pero me negué. Tenía mucho por hacer en esa ciudad, aún. Mi hermana despertó, en unos pocos momentos de claridad, la noche anterior a su traslado.
– ¿A dónde voy?
– A recuperarte.
– ¿Vienes conmigo?
– No puedo, tengo que luchar aquí por ti.
– ¿En qué líos te andas metiendo?
– En muchos y muy gordos. – le dije sin engañarla. – Pero sobreviviré.
– O no. Nuestros padres no tienen por qué perder a dos hijos.
– Por eso mismo, preferiría que me perdiesen a mí, que a ti.
– ¿Y Rubí?
Me quedé en silencio. Era cierto, no podía dejarla sola, sin embargo…
– Yo con ella he vivido cosas que tú nunca has vivido. Primero tienes que vivirlas antes de llegar al Cielo.
– Yo creo que iré al Infierno.
– Con lo fría que eres… lo derretirías.
Reímos.
– No, pero en serio, ¿por qué lo dices?
– He roto el corazón de muchos hombres.
Volvimos a reír.
– Te echaré de menos. Cuídate, ¿vale? – le dije.
– Cuídate tú. Prométeme que volveremos a vernos.
Otra como Rubí. Mi cabeza me dolía mucho. Necesitaba tomar una pastilla, pero siempre que me acercaba a una y veía de lo que estaba compuesta me echaba hacia atrás. Me encogí de hombros y se lo prometí. Me despedí de ella con un beso y me quedé toda la noche en el hospital, velándola. Al día siguiente nos dijimos hasta pronto. Volví a casa junto a Rubí.
– Mañana tengo que ir a ver al payaso éste. Qué pocas ganas…
– Voy a tener mucho más miedo. Vamos a estar solos, y yo más sola aún en una casa que no es la mía.
– Ciérrate bien, y ya. Si pasa algo me llamas.
– No, o te distraeré.
– Tu seguridad es más importante.
– ¿Más que la salud de tu hermana?
– No preguntes esas cosas.
– Pues lo hago.
Había celos en su interior. Me pareció curioso, a la vez que decepcionante. Suspiré, y dije:
– No. Tú eres más importante para mí. Te amo más. Nunca te he mentido, no lo voy a hacer ahora. Son palabras duras, pero ciertas. Aunque ella siempre será mi hermanita.
– O sea, que a ella la amas.
– No, ¿por qué dices eso?
– Porque me has dicho que me amas más.
– Joder, no me malinterpretes, es sólo que… Argh. Pues obviamente a ti te amo, y a ella la quiero y ya. Son cariños distintos, pero es más intenso el sentimiento por ti que por ella. ¿Contenta? ¿Feliz? Y sé que tú me puedes traicionar, pero bueno…
– No, no digas eso…
Vino donde mí, abrazándome, casi llorando, disculpándose por haberme hecho «elegir». La inspeccioné mejor y me di cuenta de que tenía la regla. Ya lo entendí todo. La rodeé con mis brazos y la calmé, dándole palmaditas en la espalda.
– Ea, ea, ya pasó. Oye… ¿Te gustaría ir a visitar a tus padres?
– NO. – dijo rotundamente, con cara enfadada. Me causaban mucha gracia sus estados de ánimo. De pronto bien, luego mal, luego peor, y así. Dejé que echase una partida a un videojuego mientras yo volvía a ponerme canciones en el vinilo. El tiempo pasaba, el tiempo pasaba, el tiempo pasaba…
Sin darme cuenta habían transcurrido tres semanas de golpe. En verdad las pasé bien, feliz, fuera aparte de todo el ajetreo que estaba teniendo. Estaba a solas con Rubí, de nuevo. Mi hermana se estaba recuperando. Yo trabajaba y me esforzaba por ella. Y, aparte de eso, tenía un poder inconmensurable. Analizaba a todas las personas, todas las partículas flotando en el aire, todos los alimentos. Era capaz de ver cuáles de ellos estaban podridos por dentro en el supermercado. Lo extraño es que mucho de ellos tenían un aspecto divino por fuera, pero una vez quitado la corteza superficial… se veía el interior. Metáfora de las personas. También podía ver el ángulo muerto de las cámaras, donde podría haber robado si me lo hubiera propuesto. A su vez analizaba a toda la hilera de cajeras, sabiendo cuál estaba más estresada y cuál más esperanzada. Y, después, a la gente que hacía cola. Eran tantísimos sentimientos que parecían mezclarse entre ellos. Como ver el color del arcoíris, sólo que ver felicidad no era tan común como ver rabia u odio interno.
Sin darme cuenta de ello estaba desarrollando mi habilidad, aprovechándola cada vez mejor. No me mareaba ni sangraba tanto, y podía analizar varias cosas al mismo tiempo. Sonreí, satisfecho. Sin tardar mucho más, me pondría el otro ojo, y ya podría usarlo como era debido. ¿Desbloquearía algún tipo de poder nuevo? ¿Dejaría de ver el mundo físico tal y como lo veía? Miré a Rubí, que me acompañaba a todos los lados, menos a «trabajar». Yo lo vería todo, incluso sus sentimientos. No me pareció del todo justo. Quería compartir mi poder con ella. ¿Y si le daba el otro ojo?
Agité la cabeza. No, me fueron entregados a mí, yo tenía que llevarlos…
¿Tenía, de verdad…?
Un tanto preocupado me pasé a visitar a mi amigo, al cual pude ver a trescientos metros de distancia contemplando la caja con el otro ojo. Lo miraba ensimismado. Había varios pacientes esperando a ser atendidos, pero él se quedó absorto contemplándolo. Es como si no diera crédito a lo que veía. Quise interrumpirlo, pero entre su afición, y la gente que allí esperaba, decidí pasar del tema, mas como si del destino se tratase, sacó su teléfono móvil y me llamó. Me causó muchísima gracia la escena. Ni se percataba de que lo estaba mirando. Así podría analizarlo mejor.
– Dime.
– ¿Cómo estás?
– Bien, justo iba a verte, para que me echases un «ojo». – reí. Él no. Sus ambiciones eran mayores que su capacidad de risa. – ¿Estás ocupado? ¿Tienes pacientes?
– No, ninguno. Ven cuando quieras. – mintió.
– Vale, en quince minutos estoy allí.
Me colgó, y echó a todos los pacientes que esperaban. Se indignaron. El idiota, encima de que su consulta era privada, se permitió echarlos como si nada, y todo por mí. Entonces se quedó en su despacho dando vueltas, esperándome con impaciencia. Me hice de rogar, y lo estuve observando veinticinco minutos hasta que decidí entrar. Bobo, podría haberlos atendido, y todos contentos. Pero estaba ansioso por conseguir el poder. Lo iba corrompiendo día tras día, y supe que en uno de ésos me lo querría arrebatar. No podía dárselo a él. ¿O sí? ¿Cómo habría reaccionado yo, en su caso? Estaría igual de ansioso, sin duda.
Me hizo pasar de inmediato y comenzó a mirármelo.
– Lo veo exactamente igual siempre.
– Yo también.
– Joder, ¿y qué? ¿Hay algún avance más?
– Lo voy controlando mejor. Creo que se me van pasando los mareos. Aun así ya te digo, temo que un día me haga «plof».
– ¿Cuánto ha pasado ya? ¿Un mes? ¿Dos?
– Ni sé, todo ha ido muy rápido.
– Como en lo de póker. Mira que utilizarlo para ver las cartas de los demás…
– Sí, pero fue todo muy… no sé. Me hicieron trampas en una timba, y me sirvió para espabilarme. Luego gané un torneo en el casino, y justo se quedó una vacante libre para otro de mucho más dinero al día siguiente. Es como si alguien fuera construyendo mi destino.
– Te envidio. Yo nunca me tragué nada de eso, y tú siempre fuiste muy creyente. Rezando a Dios, y esas cosas.
– Sí, aunque hace bastante que no rezo. No estaría mal volverlo a hacer.
– Pues ya sabes. Llámame en cuanto sepas algo más, o avances, o te suceda algo. Ah, ¿y qué hacemos con el otro ojo?
Albergó la esperanza de que se lo ofreciera.
– Quién sabe. No quiero ponérmelo aún. Quizá ni me lo ponga nunca. Ya te diré.
– Vale…
Su esperanza se avivó. Esperé que eso le sirviera para estar feliz y tranquilo unos días. En cuanto acabase con lo del póker…
Pero no todo salió como esperaba, no. Me fui de la clínica, pasé el día con Rubí, echándonos las risas, y llegó la sexta semana de póker. Mi última semana con él…
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