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Capítulo X
Sólo podía ver oscuridad. Desolación, tristeza, llanto, muerte, odio, en el corazón de las personas. Los consumía con lentitud, provocando aún más lágrimas desamparadas. Lo llevaban dentro, en su corazón, arraigados. Apenas podía ver amor. Dejar de ver oscuridad… para ver más aún…
Me había asomado a la ventana, a contemplar a la gente que pasase, o a mirar a través de las paredes, sentado en una silla. Rubí estaba a mi lado, acariciando mi hombro. Ella había visto cómo era mi ojo rojo con fragmentos negros. Cada fragmento salía en forma de rayo, y tenía unos seis rodeándome el iris negro. Ella me dijo que cuanto más me esforzaba en ver algo, más palpitaba. Decidí cubrírmelo de nuevo. Quería acostumbrarme a ver con él tapado, pues no sería inteligente mostrarlo.
– ¿Qué ves? – me preguntó.
– Nada bueno.
– No te permito ver a través de la ropa de las mujeres.
Reímos. Había visto a un par de parejas en escenas apasionadas, pero no les había dado prioridad más que para ver sus sentimientos. Una de ellas se amaba y explotaron los sentimientos dentro de ellos; la otra uno amaba, y el otro se mostraba indiferente. De cincuenta vecinos a los que espié, sólo vi quince con almas puras. El resto las tenía contaminadas por la maldad.
– Este mundo… – iba diciendo sin pensar. – ¿Tiene esperanza?
– Tú puedes verlo, ¿qué crees?
Miré sus ojos. Los ojos de Rubí eran los que me decían que sí que tenía esperanza, pero el resto de la gente no.
– He estado pensando… ¿y ahora qué? – se mantuvo en silencio. – Y… eso… Había pensado en… ir a la partida de póker.
– ¿Con ese ojo y ese poder piensas en eso?
– Lo siento, pero es que los pedí específicamente para poder salvarla…
– No, no lo sientas. Eso te hace noble… – me sonrió. La sonrisa amenizaba el alma.
– Sé que igual es pronto para ir a la partida, sin apenas haberme acostumbrado al ojo, pero el tiempo es abrumante, y no sé qué más hacer para darles un buen uso. Lo veo todo, sí, pero necesito salvarle la vida antes de hacer cualquier otra cosa.
Me levanté, pero estaba realmente agotado. Ver tanto me exprimía la energía mental y física. Medio caí desmayado al suelo. Rubí se precipitó a ayudarme. Mis párpados me pesaban. Le dije:
– Llévame a la cama, quiero dormir…
Podía ver en sus ojos una mirada juzgando a un pobre desquiciado. Fuimos hasta la habitación y cerré la puerta cuando ella entró. Entonces le dije a través de ella:
– Haz un número con las manos. «El tres, el cinco, el ocho, el diez, el uno». – fui diciendo mientras ella lo hacía, acertando todo. Abrió la puerta, perpleja. Iba creyéndome. Aún no se lo había demostrado, y eso inspiró fe en su corazón.
– Espera. – me dijo. Entonces se metió en el cuarto, cerrando la puerta, y poniendo las manos debajo de las mantas de la cama. – ¿Y ahora?
– El cinco. El seis, el… no sé qué es porque tienes medio dedo levantado y no sé si contarlo. Y ahora no me hagas un corte de manga. – reí vagamente, porque me suponía mucho esfuerzo, aunque ella se asustó aún más. Entré y la abracé. – ¿Qué pensabas, que me lo inventaba?
– No… – medio mintió. En su fuero interno no me creyó, pero en esos instantes sí.
– Yo tampoco lo habría creído, no sin pruebas. Te amo, por estar ahí para mí, por no abandonarme, y por no ponerme a prueba, intentando creerme las palabras y no los hechos.
– Siempre me has dicho la verdad, y cumplido lo que me prometiste.
– Sí…, pero no cumplido lo que me prometía yo mismo. Soy un poco… desastre…
Las nubes se cernieron sobre nosotros. Pude verlas como si estuviéramos en un campo abierto. La cantidad de agua que transportaban, cómo se desprendía hacia el vacío y se precipitaba sobre el mundo, golpeando la ventana, relajándome por el sonido, pero poniéndome nervioso debido al análisis constante de mi ojo. Reduje mi visión para no ver tanto detalle. Rubí me dijo:
– Lo cumplirás. Cumplirás todo lo que te prometiste, como siempre cumples todo lo que te propones.
– No… Tengo mil cosas dejadas a medias.
– Porque no era el momento de acabarlas.
Me tumbé junto a ella y posé mi cabeza sobre su regazo. Me acompañó y acarició mi pelo, relajándome paulatinamente hasta que concilié el sueño, pero aquello fue desastroso. Podía seguir viendo a través de mis sueños. Por un lado veía formas negras, puntos negros que flotaban, o vórtices que me arrastraban, y por otro a mi Rubí, que permanecía a mi lado. Y los sueños se formaron en sólo un ojo, el derecho, con una ventana a un lado que me hacía ver el mundo real separándolo del onírico, debido a mi izquierdo, en la que aparecía Rubí contemplándome. Ella no dormía. Estaba preocupada por mí, y alarmada por la situación. Desperté sobresaltado varias veces. No podía dormir así, pero tampoco quería decirle nada a Rubí que la preocupase. Tras un par de horas ella también durmió. Revuelta e inquieta, pero durmió; tan mal como yo. Era como si nos pegásemos los sentimientos. Cuando uno estaba mal, el otro también. Era la mitad de mi alma, y la amaba con todo mi espíritu, al igual que ella a mí. Pero el sonido de la lluvia golpeando nos ayudó a dormir. La lluvia nos unía tanto… Cuando vivíamos separados y llovía, nos asomábamos por la ventana a ver la lluvia caer, sabiendo que el uno estaría pensando en el otro; aunque lo cierto es que siempre pensábamos en el otro, pero la lluvia ahí estaba, cayendo tanto para mí como para ella, diciéndonos que estábamos unidos de una forma u otra. Y allí volvió, para ayudarnos a dormir en un día en el que obtuve un grandioso poder y en el que cualquier otro mortal habría sido incapaz de conciliar el sueño en años debido a la emoción.
Después de una noche terrible me levanté con dolores por todo el cuerpo. Me desperecé y miré a Rubí. Seguía durmiendo. Noté un chorro de sangre corriendo por mi mejilla. Corrí hasta el baño y me miré en el espejo. Arranqué el parche y miré el ojo. Había sangrado un poco. Mucha presión, imaginé, o quise consolarme con ello, porque en verdad pensaba que tenía limitación, y que debía usarlo de inmediato. Se acercaba la hora de ir a la partida de póker…
Limpié la sangre y me puse otro parche. Desperté a Rubí con besos. Abrió sus preciosos y tiernos ojos recién levantados. Entonces un sentimiento de culpabilidad me invadió. Podría haberla perdido para siempre, o corrido otro destino peor.
– Amor… lo siento… Por haberlo hecho sin consultártelo, y…
Su feliz y sonriente rostro se nubló a uno triste. Mi mirada de culpabilidad le dijo las palabras que yo no encontraba. Entonces me dijo:
– Si hubiera sido al revés, ¿cómo te sentirías?
– … – tardé en contestar. – Por eso te pido perdón…
– He soñado toda la noche con pesadillas.
– Te asusta, ¿verdad?
Asintió con la cabeza, consternada.
– Lo siento. Yo… no sé… Vino a mí, y ya. ¿Qué decirte? Estos días había tenido pesadillas horribles en las que yo no era nada ni veía nada, y además sentía como si una sombra me persiguiera.
– Me lo dijiste ayer.
– Ya, pero… Es que… No sé, me cuesta creerlo a mí también, pero aquí está. No quería pensarlo mucho, porque si lo hubiera pensado no lo habría hecho.
– Lo sé, te conozco bien.
– Por eso… lo siento… Debería haberte llamado al menos, para que hubieras estado conmigo ahí, en la operación.
Me sonrió, diciendo «no pasa nada», cuando su alma decía que sí pasaba algo, aunque no necesitaba ese ojo para adivinar sus sentimientos. No volvería a hacer nada a sus espaldas. La amaba demasiado como para perderla por necedades.
Nos vestimos y fuimos a visitar a mi hermana. El cansancio había vencido a mi preocupación por ella. Tenía yo varias llamadas perdidas de mis padres sin contestar, y Rubí me dijo que habían ido a verla pero que ella se quedó a esperarme a mí porque nadie sabía nada de lo que me había pasado. Mi corazón se revolvió, queriendo compensar mi ausencia. A Rubí se le pasó llamar a mis padres por la noche debido a la impresión de mi noticia sobre el ojo.
En el viaje hasta allí la información siguió bombardeándome el cerebro. Sentimientos de personas, velocidad de movimiento, y la composición del aire eran las cosas más notorias. Tras marearme en incontables ocasiones llegamos. Mis padres me miraron mal, increpándome abandonarla, porque se enteraron de que yo estuve con ella. Lo estuve hasta que soñé con el ojo. Al principio ni se dieron cuenta de mi parche, seguramente debido a que se preocupaban más por mi hermana, pero sin mucho tardar comenzaron las preguntas, y yo les contesté con un: «He sufrido un accidente y he perdido un ojo». Casi los mato del disgusto, sin quererlo. Estaban a punto de perder a una hija y no podían concebir la idea de perder a un hijo. Me abrazaron, como si todo lo que me hubieran reprochado no tuviera importancia. No me hicieron preguntas del tipo: «¿y ya te han dado el alta?» para mi fortuna, y me dejaron ver a mi hermanita. Tenía un alma… extraña. Su alma… ¡era negra!
Para llegar hasta allí había tenido que soportar ver la información de cómo el mundo se movía a mi alrededor, incluso del vaivén de sentimientos dentro de mis padres, pero ver a mi hermana… contemplarla así…
Un gran charco negro con partículas blancas flotando. ¿Qué demonios significaba aquello? ¿En qué momento mi hermana había dejado de ser la joven y tierna niña que tenía una sonrisa pícara?
La oscuridad la asolaba. Era un negro vacío, en el que los ojos se perdían en él al mirarlo. Era como si te absorbiese hacia un infinito de perdición. Ella se percató de mi presencia. ¡Estaba despierta!
– ¿Hermano? – preguntó, con una voz resquebrajada. Las partículas blancas se juntaron y poco a poco transmitieron ondas por su cuerpo que aclararon su oscuridad. Se alegraba de verme.
– Hermana…, ¿cómo estás?
– Mal. Siento como si fuese a morir.
– No digas eso. Aguanta un poco más, yo obtendré el dinero para tu tratamiento.
– No seas burro, no puedes lograrlo.
Agarré su mano. No se había dado cuenta aún de mi parche, y preferí que así fuese.
– Puedo, y lo haré. Confía en mí, por favor. Ten fe…
La oscuridad volvió. ¿Sería por la enfermedad? No, eran malos sentimientos, porque ella no era optimista. Lo veía todo tan oscuro como el color de su alma. Pero no podía dejar que muriese así, no. Su alma tenía que ser blanca, llena de amor y de ilusión. Ella era… mi hermana, y yo tenía que protegerla.
Pasamos todo el día en el hospital sin apenas hacer nada. Al menos los demás. Yo pasé el rato contemplando a la gente ir y venir, con sus sentimientos y emociones. Me fijé mejor en mi hermana y pude comprender toda su anatomía en un segundo. Sus músculos, huesos, defensas, y su enfermedad que la consumía. Quería ayudarla, pero no sabía cómo. Sabía lo que sucedía, y casi podía dilucidar sus posibles remedios, pero ninguno a mi alcance, ni tenía poder para curarla. Necesitaba el dinero.
Estuve esperando nervioso los días siguientes en el hospital ilusionándome con el momento de la partida de póker. Practiqué con Rubí en las horas de interminable cansancio. Entrené mi ojo. Pude ganar siempre. Luego le pedí a mi padre echar alguna partida. Un rival más fuerte. Lo derroté todas las veces. Se impresionó por mi forma de jugar, y me dijo que «ya podría hacer otras cosas igual de bien», como sacarme una carrera. No se avergonzaba de mí, sino que estaba disgustado porque yo, a pesar de ser inteligente, no había cumplido sus expectativas de sacar una vida de provecho. Me llené de tristeza e inquietud, pero mi solución la tenía delante de mis ojos. No, la tenía en mi ojo. ¡Tenía el poder de un dios! ¿Qué hacía perdiendo el tiempo estando triste? Debía aprovechar aquello…
Entrené en el hospital, mirando los virus, enfermedades de otros pacientes, sentimientos de ellos y sus familias. Algunos enfermos entraban más sanos de lo que salían debido a lo expuestos que estaban. Mi ojo me daba la información, y yo me acostumbraba a manejarla. Y, aunque el tiempo se hizo pesado, paradójicamente también se hizo corto. Llegó el día de la partida de póker.
Me incomodaba tener que usar el ojo de esa manera y no de otra más… ¿noble?, pero no tenía más remedio. Necesitaba ver en la oscuridad para poder salvar a la gente, pero primero debía empezar por mi hermana. Estaba equivocado, debía haber empezado por salvarme a mí mismo…
Fuera como fuese, había rezado por ello, y me lo habían concedido, no sabía quién o quiénes, pero se lo agradecía. Sin embargo no vino con manual de instrucciones, ni con reglas, ni cómo debía usarlo, y, ante todo, deseaba curar a mi hermana, por eso había decidido ir a la partida de póker, por rastrero que pareciera. Por eso y para entrenar mejor mi ojo…
Me despedí de todos. Otra vez mis padres me miraron mal por dejar a mi hermana, pero me excusé diciéndoles que tenía que ir a revisarme, que mi amigo el doctor, «doc», me lo miraría. Había inventado que en un accidente de un coche con una moto una pieza salió volando y me atizó a mí, que justamente pasaba por allí. Mis padres se lamentaron de mi mala suerte. Yo me avergoncé por mentirles, ¿pero qué más podía hacer?
Llegué hasta la timba. Todos me preguntaron lo sucedido. Yo me limité a no contestarles. Estaba nervioso, temblando, con ganas de probar mi nuevo poder con ellos. Había visto el mundo desnudo, cómo se llenaba de matices y colores nunca vistos, pero en vez de usarlo para cualquier otra cosa lo estaba degradando para una timba llena de convictos y drogadictos. Un poder tan grande para un uso tan miserable. En vez de cambiar el mundo, lo usaría para verles las cartas a mis contrincantes. Y así lo hice.
Costaba un gran esfuerzo poder ver a través de la materia, porque había que separarlo en finas capas, pero cuando el crupier repartió y me concentré en las cartas pude descubrir los símbolos pintados sobre ellas tras dividirlas en capas que iban desde sus composiciones hasta su materia. Lo que más esfuerzo me suponía era ver las cartas en la baraja. Estaban todas tan juntas que tenía que separarlas en aún más finas capas. Sólo podía concentrarme si cerraba el ojo derecho. Mis adversarios se impacientaban conmigo, conque las primeras manos las perdí todas por los nervios. A pesar de haber entrenado con Rubí y mi padre, seguía costándome un gran esfuerzo. Mi enchufe allí me preguntó que si estaba bien. Me encogí de hombros.
– Tengo que palmar el resto del dinero, ¿no?
Casi todos se rieron, menos yo. Se relamían los labios, pero no iba a permitir que me ganasen semejantes despojos. Me fijé en sus emociones e intenciones. Cuándo iban de farol, cuándo se confiaban, cuándo creían que iban a perder, y cuándo actuaban de forma arrogante. Los tenía controlados, comiendo de la palma de mi mano. Perdí casi todo el dinero hasta que comencé a remontar. Sabía cuándo no tenía que achantarme, cuándo tenía que subir las apuestas, y cuándo iba a ganar, porque veía las cartas. En la baraja todas se acumulaban, pero esforzándome conseguía verlas. Desbanqué a uno, desbanqué a otro, y desbanqué a un tercero. Uno a uno fueron cayendo ante mi sonrisa burlona. Se enfadaron conmigo. Creyeron que yo hacía trampas. Esbocé media sonrisa, y les dije:
– Sólo tengo un ojo, ¿qué os pensáis?
Uno de ellos alargó la mano para arrancarme el parche. No me lo esperaba, aunque había leído sus movimientos y podía haberme apartado a tiempo. A mucho más tiempo que una persona normal. El ojo incrementaba mis reflejos, pero me quedé paralizado sin saber reaccionar. Primera y última vez que me pillarían desprevenido.
Sangre brotó de mi ojo. Lo había presionado muchísimo, y estaba sangrando. Me llevé una mano a él, pero me la apartó. Me obligó a levantar el párpado, y lo vio entero rojo.
– Vale, está bien. – dijo con una voz seca, asqueado de ver el color de mi ojo. Creerían que llevaba una cámara o algo. Inspeccionaron mi cuerpo y no encontraron nada. Me dejaron ir al baño a lavarme y ponerme el parche de nuevo, aunque estaba sucio. Sonreí satisfecho por mi trabajo, pero asustado por la sangre. Aun así no parecía que mi ojo sufriera mucho. Sangraba, y ya. Empecé a verlo como algo normal. Al ver el ojo reflejado podía ver que no tenía por qué preocuparme. El ojo tenía brillo propio, como si fuese un alma aparte. ¿Lo sería…? Aunque su brillo era dorado…
Llamaron a la puerta. Hora de volver a la timba. Repartieron las cartas. Mi rival tenía más dinero que yo, pero yo se lo ganaría todo en dos manos. Vi la jugada, y sonreí. Metí un «all-in». Me lo jugué todo en una mano. Estaba confiado, las cartas me darían la jugada. Pareja de ases y de reyes, y él sólo conseguiría pareja de reinas y de sotas. Mi mano le ganaría. Aceptó mi all-in y se lo jugó todo. Gané. Había ganado. Sonreí, contento porque ese dinero me permitiría jugar partidas mayores, y ganar más dinero, y curar a mi hermana. Pero cuando suspiraba contento él obtuvo una escalera real de color. La mejor jugada del juego. Me había ganado. Lo había perdido todo por mi arrogancia.
¿Por qué? ¿Por qué no pude verlo?
Estaba tan concentrado en mis rivales que no me había fijado en el crupier, quien estaba compinchado con mi adversario y entre ambos habían hecho trampas. Toda mi suerte se desvaneció. Tenía un ojo que lo veía todo, pero, aun así, fui incapaz de ver nada. ¿Qué clase de persona era yo? ¿Merecía aquel poder? No tenía ni idea de usarlo, aunque me hubiera esforzado, y lo hubiera entrenado. ¿Por qué yo? ¿Por qué…?
¿Sería incapaz de hacer nada, a pesar de tener el poder de un dios?
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