Descargas:

ePub          PDF – PC          PDF – Portable

Capítulo 5.1 – Seminario del Mal

 

Escudriñé con mi cansada mirada cada rincón de aquella pizzería. La gente comía tranquila. Sí, estábamos en Francia, y en vez de comer en un restaurante algún plato típico, aprovechamos la oferta de una pizzería. Teníamos que ahorrar con lo que fuera. Acaricié mi gabardina. La pobre, seguramente fuera a ser destrozada. Cuando Akira tenía un mal presentimiento es que estábamos en peligro, sobre todo ella. Las dos últimas fueron destrozadas cuando mi amigo tuvo malos presentimientos. En los siete años que llevo con él, ha tenido exactamente nueve. Aquél era el décimo. Lo que me fastidiaba era que quizá arrastraría a mis amigos con nosotros. Ellos no tenían tanta experiencia, ni un amuleto que los protegiera. Por quien más necesidad sentí de proteger fue por Cristina. Supo desenvolverse bien con el Moroi para sólo saber un poco de información de él y habérnoslo encontrado tan bruscamente. No se hizo a la idea de que podría enfrentarse a él, y supo actuar bien. Bueno, fue raro, pero hizo bien. Sin embargo, ¿sobreviviría a un mal presentimiento de mi amigo?

– Oíd, sé que va a sonar mal pero… ¿si hacemos un sinpa? – propuse.

– Pues claro que suena mal. – dijo Akira. – Si lo sé comemos en un restaurante de cuatro tenedores que vi hace veinte kilómetros.

– Jajaja, cabrón. – reí.

Primero se fue la señorita, después el cura. Pedí la cuenta, y de la que se giró el camarero desaparecimos. Ya estábamos acostumbrados a irnos repentinamente pero en silencio. Cuando arrancamos el coche salió el francés mosqueado gritando algo viniendo hacia nosotros. Chorro aceleró y a los diez kilómetros cambiamos de conductor. Un coche robado por una buena causa. Si nos pillaba la policía francesa se nos caería el pelo.

¿Por qué cambiamos? Porque yo, si no conducíamos Akira o yo, me mareaba con facilidad. Estaba acostumbrado a nuestras conducciones, no a las de otros. Chorro fue indicándome el camino.

– Fue el seminario donde se educó. – nos contaba. – En los tiempos de la guerra civil española sus padres se exiliaron a Francia y aquí creció. Debe de haber visto aquí lo del amuleto.

– ¿Por qué lo crees?

– Sé que me dijo haberlo visto en su juventud, y aquí es donde la pasó. Además, fue donde se formó como… «cazador». Tenían mucha información sobre cosas paranormales.

– ¿Cómo os llamáis?

– Exorcistas.

– Cierto.

Pasaron ochenta y siete minutos hasta que llegamos al lugar indicado. Un seminario en casi la mitad de la nada, abandonado y en ruinas. Nos quedamos boquiabiertos.

– Sólo conocía este lugar de oídas y de fotos. – nos dijo Chorro. – No sabía que estuviera así.

– Esto o facilita las cosas, o las empeora. Si está abandonado, ¿se habrán llevado los documentos, o los habrán dejado? – dije.

– Espera. ¿Recuerdas mi mal presentimiento? – advirtió Akira. Un escalofrío me recorrió de arriba abajo.

– Sí, sí, tienes razón, es cierto. Vamos a un pueblo cercano y les preguntamos lo que pasó.

Conduje treinta kilómetros, pensando en lo que se nos vendría encima. Cuando íbamos en barco me esperé que naufragáramos, o que se nos apareciera algún fantasma. Fue un viaje de lo más tranquilo, pero a Akira no se le quitó su mal presentimiento. Nuestro contacto se enfadó por haber atraído a un soldado, pero por lo torpe que era y por haber estado solo y sin refuerzos no delataría a su barco, esperamos. Les deseé lo mejor.

Llegamos a un pueblo casi abandonado. Las pocas personas que había nos pudieron decir que pasaron cosas muy extrañas. Un día una niña se volvió loca, como poseída por el demonio, y la llevaron al seminario para exorcizarla. Un exorcista murió en el proceso, a la vez que la niña. Al día siguiente, y sin haber enterrado a los cadáveres que yacían sobre los lechos, uno de los curas se volvió loco y asesinó a la mitad de los aspirantes. Desde entonces el lugar está encantado.

– Un anciano es mejor que internet. – dije después de despedirnos del que nos contó la historia, traducida por Chorro.

– ¿Qué hacemos? ¿Entramos, o lo dejamos? – preguntó Akira.

– No sé. Podría ser peligroso. Entre tu mal presentimiento y la historia se me ponen los pelos de punta.

– Podría equivocarme yo.

– No lo creo. Está en mitad de la nada, no creo que nadie se atreva a ir. Pero si alguien va seguramente acabe muerto, si es que hay algo, porque más de la mitad de las veces no hay absolutamente nada.

– ¿Entonces…?

– Tenemos que arriesgar. Son demasiados años con el medallón, debemos saber qué poderes tiene. Cristina, tú… te quedas, ¿vale?

– ¿Qué? No, voy con vosotros. Y llamadme C, me siento más a gusto.

– C… Maté a un vampiro llamado V. Al final se pondrá de moda la inicial como mote.

– Lo dicho, voy, y punto.

Suspiré. No quería llevarla, ni quería dejarla. Sería peligroso, o podría no ser nada. Me encogí de hombros.

– Está bien, pero bajo mis condiciones. Harás lo que Akira o yo te digamos y no te separarás de nosotros, ¿vale? Aunque si Akira y yo vamos por distintos caminos vendrás conmigo. – sonreí. Pero, por una vez, mi amigo dejó su sonrisa a un lado y me dijo:

– No, no nos separaremos. Tenemos que ir todos en grupo en todo momento. Mezcla demonio y fantasma, y te saldrá…

– Demosma, o fantamonio. – dije.

– Ese último hace gracia. – dijo Cris. Me negaba a llamarla «C».

– Coñas aparte, y yo soy el primero en hacerlas. – dijo Akira. – Juntos, linternas en mano, de día. Por la noche nos piramos. Buscamos lo nuestro y nos vamos.

– No, dije que podría venir algún visitante, por curiosidad, y sería peligroso para él, si es que hay algo. Deberíamos purgarlo en tal caso. Mi medallón lo revelará. Contamos con esa ventaja.

Se encogió de hombros. Me encogí de hombros. Por imitación, Cris y Chorro también lo hicieron.

– ¡Los hombros encogidos al rescate! – dije alzando el puño. Pero Akira no sonrió. Eso me hizo sentir mal. Sí, nos íbamos a encontrar algo, y seguramente bastante chungo…

 

Nos equipamos cada uno con una pistola, dos cargadores de balas de plata, una linterna, unas dagas de plata, y algo de agua recién bendecida por Chorro. No se necesitaba ser cura, pero él sabía pronunciar latín mejor que nosotros, a pesar de sabernos de memoria las oraciones. Influyera o no, estábamos más tranquilos así. Aparcamos fuera, entre unos árboles por el bosque, y fuimos a adentrarnos cuando Akira repartió otros colgantes de pentágonos mágicos.

– Aseguraos de tenerlos contra el pecho, la piel.

– ¿Por qué el amuleto de M no necesita estar contra la piel? – preguntó Cris.

– La cadena ya roza mi cuello, será por eso, o ni idea. – dije. – Da igual, centrémonos en esto. Podemos entrar, buscar lo que nos atañe, y salir echando leches. Podemos entrar, buscar al fantasma, si hay, y desterrarlo. O podemos entrar, invocarlo, desterrarlo, y quedarnos más tranquilos. Porque en una hora o así será de noche, así que nuestra incursión será para localizar más o menos dónde está la biblioteca e irnos, y si sabemos que no hay fantasmas pues mejor.

– Voto por la primera opción. – dijo Chorro asustadillo.

– Sanchorro, no me fastidies. – dije, con ese nuevo mote que no tuvo buen recibimiento pero que yo por dentro me partí de risa.

Al final decidimos que la tercera sería la mejor opción. Nos colamos golpeando la verja de un patadón que habría alertado a cualquiera allí. Caminamos las escaleras hasta la puerta y de otro patadón la tumbé. Akira dibujó el símbolo sobre el suelo e intentamos invocar al espíritu como siempre habíamos hecho. O una de dos, o los ingredientes estaban pochos o no había nada. Nos quedamos mucho más tranquilos.

– Ya podemos investigar a gusto. – dije.

– ¿Nos separamos? – preguntó el cura.

– No. – negó Akira. – Juntos, como dije antes. Aunque no haya fantasmas no quita que no haya otras cosas.

Me molestaba verlo tan serio. No era propio de él.

Caminamos por los pasillos del seminario, viejos, oscuros, y semiderruidos. Tenía tres plantas, y kilómetros cuadrados por recorrer. Era gigante, ciertamente. Nosotros estábamos en la tercera planta. Queríamos ir de arriba hacia abajo. Oímos unos pequeños resquebrajos por donde caminábamos, atribuidos a madera vieja. Era de tarde y aún se filtraba el sol por las ventanas. No tardaríamos en tener que irnos de allí y volver al día siguiente. Al menos localizaríamos la biblioteca.

De pronto un viento fresco rozó nuestros cuellos. Me pareció ver brillar el amuleto, pero seguramente fuera un rayo de luz dándole. Y un ruido a lo lejos. Nos asustamos. Nunca podía acostumbrarme a aquello, por muchos años que tuviera y mucha indiferencia que quisiera mostrar. En momentos así era cuando me daban ganas de desnudarme y salir corriendo. ¿Por qué desnudo? No sé, pero ganas de ello tenía. Pero no podía dejar mi sombrero y mi gabardina detrás, no, no, no.

Mis pensamientos no le restaron tenebrismo a lo que sucedía. El ruido había sido un duro golpe, como una puerta o ventana cerrándose. ¿Sería la corriente? Volvió a oírse el golpe, y el eterno y largo pasillo no acababa, atravesando tantas y tantas habitaciones.

Mis amigos tenían miedo, pero ninguno quiso reconocerlo. Debíamos ser fuertes si queríamos sobrevivir y mantener la moral subida. Nos fuimos acercando al lugar donde procedían los ruidos. Pom, pom. Cada vez eran más sonoros, más notorios. Nuestros corazones comenzaron a palpitar deprisa. La sangre recorrió a mayor velocidad nuestras venas. Gotitas de sudor afloraron por nuestros poros. Escalofríos nos asaltaron sin piedad. Teníamos miedo. Mirábamos hacia delante, hacia atrás, hacia los lados. Mirábamos por doquier. Los ruidos volvieron. Nuestros ojos se inundaron de lágrimas, empuñamos las armas, temblando. Pom, pom. Entonces, de pronto, nos dimos cuenta de que no nos estábamos acercando a los golpes, sino que los golpes se estaban acercando a nosotros. Era una niña pequeña, con cuencas de los ojos vacías, un cuerpo magullado lleno de heridas y cortes, con un vestido blanco puesto. La boca también la tenía negra, como su pelo cayendo en melena. Se estaba dando cabezazos contra las paredes. Pom, pom. Olió algo. Olió nuestro miedo. Estábamos paralizados de terror. Se giró hacia nosotros, y exclamó un grito ensordecedor. Nos había sentido, venía a por nosotros. Disparé. Fallé muchas balas, pero las que le acerté no la hirieron, sólo la retrasaron. Disparamos a los pies y a la cabeza. Se quedó algo aturdida. No había más remedio. Teníamos que correr…

– ¡Corred!

Pusimos pies en polvorosa. Corrimos como almas que lleva el diablo por aquel infinito pasillo. Pensamos en saltar por la ventana pero la caída habría resultado devastadora. La niña gritaba mientras nos perseguía. Podíamos escuchar sus pies desnudos corriendo sobre la madera. Me giré y le acerté una bala en la boca. Cayó al suelo, pero seguía consciente. Corrimos, y corrimos, y cuando quisimos bajar nos percatamos de que la escalera estaba derruida. No había forma de bajar, ni de huir. Sólo había una solución: esconderse. Nos metimos en el primer cuarto que encontramos y nos atrincheramos. Nos mirábamos. Estábamos cagados, y, para colmo, el sol se ocultó entre las nubes, dejándonos a oscuras. Pasarían las horas, y llegaría la noche, y seguiríamos allí encerrados con una niña psicópata buscándonos…

– ¿Qué hacemos…? – preguntó Chorro en voz baja. Me puse a pensar. No sabía. Por una vez no sabía qué hacer.

– Me he bloqueado. No sé qué puede ser, o cómo podemos derrotarla.

– ¿Separándole la cabeza? – preguntó Akira. – Casi siempre funciona.

– Sí, ¿pero quién se atreve a acercarse a ella?

– Y si… – iba a decir Chorro cuando un grito de ella retumbó por todo el escenario. Nos juntamos en un rincón. Estábamos muy, muy asustados. Cristina la que más, pues llegó a orinarse encima. Ninguno se rio ni la culpó. Podíamos oír los pasos de la niña. No había luz siquiera, sólo un poco para distinguir las formas. En unos minutos nos cernimos en una completa oscuridad. El que no hubiera fantasmas nos había confiado demasiado, no deberíamos haber ido tan tarde. Sus pasos podían oírse. Sus pies pequeñitos caían sobre la madera como si quisiera romperla. Nos estaba buscando. Estábamos a oscuras, con una niña buscándonos. Pasó al lado de nuestro cuarto. ¿Podría olernos? Por un momento pareció detenerse enfrente de la puerta. ¿Entraría? ¿Sería tan fuerte de arrancar el armario que la bloqueaba? Pero retomó su camino, marchándose. Todos conteníamos la respiración, y cuando sus pasos se disolvieron suspiramos, aterrados, pero más tranquilos.

Hablé en un susurro casi inaudible:

– Tenemos que prepararle una trampa para pillarla de improviso.

– Espera, ¿qué tal si es un demonio? – preguntó Chorro.

– Poseen cuerpos vivos, pues no pueden hacer latir un corazón. – respondí.

– ¿Y si el alma del demonio quedó anclada en su cuerpo? Uno de los curas de aquí podría haber hecho un hechizo para retenerla en ese cuerpo y en este lugar, así no podría salir y asesinar más.

– Buena teoría. – respondí. – Pero espera, ella murió y luego como que resucitó. Eso nos contó el del pueblo, ¿cierto? Un demonio no puede ser exorcizado y volver.

– O se equivocaba, o es otra cosa, no sé, sólo era una teoría.

– Como sea, tenemos que centrarnos en abandonar este edificio ahora mismo. Estamos a merced de una niña psicópata, casi a oscuras, y no sabes dónde…

Un golpe seco sonó. La madera crujió, rompiéndose, a lo lejos. La niña estaba entrando una por una en las habitaciones, inspeccionándolo todo.

– Mierda, nos va a descubrir. – dijo Cris, con la voz temblando, asustadísima.

Otro golpe. ¿Cuánto tardaría en llegar hasta nosotros? Quisimos buscar una salida, o refugio, pero no había. No quedaba más remedio que tan pronto derribase la puerta, intentar abatirla, y correr. Pero Chorro dio otra solución: escondernos.

– No, no podemos mover el armario sin que lo oiga. – dije. – Y cuando lo derribe sabrá que estamos aquí.

– ¿Qué hacemos, entonces?

– Podemos…

Pero sin más preámbulos el armario salió volando hasta atravesar la ventana y por la puerta asomó un ser gigante, enorme, de dimensiones desproporcionadas. Llevaba carne cosida como piel. Eran pellejos arrancados de personas mezclados. Medía dos metros y pico de altura, con unos músculos exageradamente grandes. No tenía ni ojos, y la boca la llevaba cosida. Movió su cabeza en nuestra dirección y adivinó nuestra presencia. No sólo nos enfrentábamos a una niña psicópata, sino también a eso. Vacié mi cargador en su cabeza, junto con el de Akira. Nos arrepentimos por no coger más munición, pero ni nos imaginábamos lo que iba a suceder. Salimos corriendo tras empujarlo. Los disparos lo aturdieron. Pasar a su lado nos llenó de repulsión y asco. Al salir hallamos a la niña, que echó a correr detrás de nosotros. Chorro fue rápido y también le disparó en la cabeza. Entonces corrimos hacia donde nos encontramos la niña por primera vez. Pero oíamos pasos gigantes reventando la madera, corriendo hacia nosotros. Lo teníamos detrás. Nos sentimos como náufragos en la mar nadando hacia una isla, sabiendo que hay tiburones debajo acechando y que en cualquier momento sentiríamos su dentellada en las piernas. En cualquier momento nos agarraría y nos partiría en dos. ¿Mi medallón me protegería de aquellos seres? No quise averiguarlo, la verdad. Cuando se hicieron más notorios los pasos de aquel gigante doblamos hacia una habitación. No cerramos la puerta, sino que nos quedamos en una esquina. Oímos cómo el gigante pasaba de largo. Aun así seguíamos tensos. Queríamos huir de allí en cuanto antes. Me enorgullecieron las reacciones de Chorro y Cristina. El primero supo disparar a tiempo, y la segunda no se quedó congelada de terror, como me habría sucedido a mí, como, de hecho, me sucedió alguna vez al principio, y también casi en ese momento, a pesar de tener siete años de experiencia.

El sol estaba oculto por completo. La oscuridad reinaba en aquel paraje. Una niña nos acosaba junto a un gigante repulsivo. A este último lo oiríamos venir, a la primera no. No veíamos absolutamente nada, ni siquiera a nosotros mismos.

– Aseguraos de sentir a los tres. – dije. Mi espalda chocaba con el hombro de Akira, mi pierna derecha con la rodilla derecha de Cristina, y mi brazo izquierdo con el derecho de Chorro. Apenas respirábamos por miedo a que se delatase nuestra presencia. – Podríamos esperar así hasta que vuelva el sol. No sabemos si ven en la oscuridad.

– Pero sí que nos sienten, y andarán buscándonos. Diez horas dan mucho de sí. – dijo Akira.

Un pequeño lamento llegó a nuestros oídos. Temblábamos, nerviosos, con el corazón en un puño. Era la niña, quejándose de algo. Nos buscaba. Podíamos escuchar sus sonidos cerca de nosotros. Estaba al lado. Ya no se escuchaban sus pisadas, sino su voz ronca y grave. Más bien su gruñido. «Aaaah…», decía. De más flojo a más fuerte. Variaba. Desde un susurro a un grito. De pronto cesó. No sabíamos si es que se alejó, o es que nos había encontrado y por eso calló. Mis ojos se inundaron en lágrimas. Tenía muchísimo miedo. ¿Estaría allí? Sentíamos como si estuviera ahí. No, no estaba. Siguió su lamento. «Aaah…». Fuerte, bajo, inaudible, y grito. Nos estaba ganando psicológicamente. Ya, por fin, calló. Creímos que se habría ido, pero no fue así. Nuestras respiraciones eran demasiado bajas como para que se notasen, pero hubo una que destacó entre todas en ese cuarto oscuro. Sí, algo estaba allí respirando. Los latidos de nuestros corazones pudieron llegar a escucharse. En cualquier segundo nos los arrancaría. Podíamos sentirla. Estaba allí, mirándonos, esperando el momento para atacar. No habíamos recargado las pistolas. Sólo las de Chorro y las de Cristina estaban cargadas, pero aunque tuvieran reflejos, alguno de nosotros caería. Todos sabíamos que estaba allí, en la penumbra, en la oscuridad, esperando a que hiciéramos algún tipo de movimiento. Y lo hice. Acerqué mi mano hacia la linterna. Palpé su mango hasta el botón de encendido, sin accionarlo. Dudé. No se oía nada, sólo una respiración cortada enfrente de nosotros. Sabíamos que estaba ahí, aunque la oscuridad la tapase. No se iba a ir. Esperaba, y esperaba, al igual que nosotros esperábamos, cada vez más sudorosos, con el corazón más rápido, y más alterados. Apreté poco a poco el dedo gordo de mi mano izquierda con la intención de encenderla, pero me detuve. No me atrevía. No, estaba muy asustado. No podía enfrentarme a la realidad. ¿Paranoias nuestras, o la niña acosándonos? Mi dedo tembló. Quería encenderlo, pero no me atrevía. Dejé que el dedo gordo fuera pulsando poco a poco, hasta que, por fin, la luz se encendiera. Mi corazón palpitó más nervioso y rápido que el de los demás. Nuestras respiraciones se habían cortado. En la habitación sólo estaba la de la niña, sí. Estaba allí, tenía que enfocarla y comprobar que era verdad. Teníamos que verla. No iba a irse, no. Se había quedado quieta, respirando, haciéndose notar, esperando un movimiento nuestro. Ella sabía que estábamos ahí, sí. Nos esperaba, sin lugar a dudas. Mi corazón iba a reventarme del pecho, sin saber qué hacer, sin que la luz llegase. Mi pulgar iba debilitándose. Se quedaba sin fuerzas contra más nervios tenía por verla. Podría ser lo último que viera en la vida. El botón se deslizó hacia el modo encendido, y la luz se proyectó sobre la habitación. Sí, era la niña. Esbozó una sonrisa cuando la iluminamos, y entonces se abalanzó sobre nosotros. Fin del juego…

 

 

 

©Copyright Reservado

Libre distribución sin fines lucrativos

Prohibida su venta

Leer más en: https://romanticaoscuridad.com/glosario-libros-gratis/gabardina-marron-angel-caido

 

Add a Comment

Your email address will not be published. Required fields are marked *