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Capítulo 11.2 – Otra Cerveza

 

Frené el coche en seco. Mis compañeros lo vieron, e hicieron lo mismo. Nos bajamos de los coches. Me había dado una neura, y era inevitable que actuase de forma impulsiva.

– ¿M? – preguntó Akira.

– No podemos ir. No, todo va a ser… o una trampa, o un baño de sangre. No puedo permitir que vosotros os ensuciéis las manos, no. No, ¡no! ¡NO!

– Tranqui, ven, tranqui. – me decía mientras se acercaba a mí a abrazarme. Pero es que no podía evitarlo. Iban a ser o ellos, o yo. Podría soportar el peso de unas muertes más, pero no que mis amigos tuvieran semejante cargo de conciencia sobre ellos. La inglesa se bajó, preguntando si todo iba bien. Le dije que sí, y ale.

– ¿No entenderá español? – preguntó Marc.

– Qué va a entender. Hola, gracias, amigos, y ya. Miradla, si tiene la cara chupada de lo vieja que es. No confío en ellos, ¿sabéis? Puede que en cualquier momento nos la quieran clavar.

– Pues dinos tu plan. – dijo Chorro.

– El plan será… – dije, suspirando. – Será cerciorarse de que ellos son los malos, y nosotros los «buenos».

Necesitaba encargarle a alguien la custodia de la vieja. Cristina habría sido la indicada, si no fuera porque sabía que ella era blanco fácil, o que no se atrevería a hacerle daño a la vieja en caso de que ésta quisiera hacer algo fuera de lo normal. Pero tampoco podía venir conmigo. Iba a ser cruel, una matanza. Sabía que iba a ser así. Se había acabado cazar monstruos. Había que cazar a humanos, aunque fueran los peores monstruos de todos. Pero ella no, no, no…

Derramé una lágrima delante de todos. Akira me cogió de los hombros y me zarandeó, como si yo estuviera borracho y necesitase despejarme.

– Tranquilo, te dije.

– En menudo berenjenal nos hemos ido a meter… – dije yo, desesperándome. Miré a Cris. No, esta vida para ti no, aunque la aceptases, no quería que acabaras con una bala en la cabeza. Tú no…

– No nos dices nada que no sepamos, pero debemos evitar que resucite el ángel.

– Sí, debemos impedirlo. De eso va todo esto, ¿verdad? De impedir apocalipsis. De salvar la vida de unos humanos a cambio de las de otros. En fin. Seguidme.

Volví a meterme en el coche y a arrancar. Acaricié una última vez el casete que llevaba en el pantalón. Iba a destrozarse, junto al niño que yo una vez fui.

Tuvieron que darse prisa para cogerme. Cristina me acarició desde el asiento del copiloto.

– Te amo… – dijo. Ablandó mi corazón. Me giré hacia ella con ojos llorosos y le dediqué una sonrisa.

– Te amo. – le respondí, con ganas de echarme a llorar, alimentando así a mi odio. Desde el principio supe que ésta no era una vida para ella, y aun así luché contra todo pronóstico con tal de estar a su lado y calmar mis sentimientos de amor. Pero la matanza iba a comenzar.

Aparcamos a cinco kilómetros del pueblo. El resto lo haríamos andando, caminando a través de unos bosques, todos juntos, que estaban al lado. Al final le confié la misión de custodiar a la vieja a Chorro.

– No te la folles. – le dije.

– Descuida. – contestó, contrayendo la cara. – Aunque preferiría estar con vosotros.

Tragué saliva. Yo también prefería que él viniera. Miré a Cris, y le sonreí.

– No, ¿otra vez? ¿Chorro y yo atrás y vosotros tres haciendo el loco?

– ¿Serías capaz de matar a una persona?

– Yo… no quiero dejarte solo. No quiero que siempre sea así.

– Si es por mí, – dijo la vieja. – no os preocupéis. ¿Creéis que voy a volver andando?

– Eres nuestro rehén por si todo se tuerce. – le dije. – Con todo el respeto, señora, pero no lo hemos pasado bien precisamente, y la mayoría de veces por confiarnos. No esta vez, ya no.

– El odio te pesa, ¿me equivoco?

– No, no te equivocas. Vámonos.

Allí los dejamos, con los coches metidos un poco hacia el bosque, y dos pistolas. Me despedí de mi amada con un beso. Cris vigilaría los alrededores, y Chorro a la vieja, comunicándose con los walkie talkies. 

Y nosotros con un rifle de largo alcance, cuyo francotirador sería Marc; una escopeta, para Akira, y una kalashnikov yo. De la que nos fuimos acercando una sensación de nostalgia acarició mi espalda, calando hasta mi pecho.

– Hm, creo que dentro de poco todo se va a resolver. – les dije.

– ¿Y entonces? – preguntó Marc. Negué con la cabeza, me encogí de hombros, y relamí los labios.

– Seguramente cada uno siga su camino.

– Vamos, acabo de llegar, ¿ya queréis largarme?

Reímos.

– Corto, pero intenso. – dije. – No sé, demos gracias si sobrevivimos siquiera…

– ¿Plan? – preguntó.

– Akira y yo entraremos, mientras nos cubres el culo con el rifle.

– Espera un momento. – dijo. – ¿Por qué tenemos que entrar a hurtadillas? ¿No es un pueblo? ¿No podríamos ser turistas? Hagámonos pasar por turistas.

– ¿Y las armas? – preguntó Akira. – ¿Las llevamos metidas por el culo?

– Por ejemplo. – contestó Marc. Volvimos a reír. – Seguramente seáis conocidos por el de la gabardina marrón, y por el de la chupa de cuero, si ése es vuestro aspecto común.

– Venga. – dije yo. – Aunque lleváramos otro aspecto, sabrían nuestras descripciones, o se figuran que dos paletos españoles son los que llevaban el medallón.

– ¿Cómo lo conseguisteis? – preguntó.

– Mis padres lo compraron en un chino. Ya ves… – dije.

– ¿Tendrá algo que ver el destino en todo esto? – preguntó, intrigado.

– Lo tenga que ver, o no, acabaremos con toda esta puta locura.

– Entonces, mi plan como que no.

– Hm, podría resultar… si fuese Akira. – dije yo. – Sabe un inglés un tanto patético, el básico. Hello, thank you, friends, y ya.

– El súper básico. – dijo Marc.

– Equilicuá. Le dejas tu chaqueta militar, llega ahí con una cámara, hablando lo justo, e inspecciona el lugar.

– Estoy aquí, eo. ¿Pero cómo pretendes que llegue a una conclusión, de si son buenos o malos, si no entiendo nada?

– Tú te das un voltio, investigas, y luego vuelves con nosotros, a contarnos qué viste, y cómo lo viste todo. La primera impresión que una persona ajena tendría.

– Psche, qué remedio. – dijo, quitándose la chaqueta e intercambiándosela con Marc. No les quedaba nada mal ese cambio de look. – ¿Y la cámara?

– No la llevo conmigo.

– Vaya turista de mis cojones. Déjame al menos veinte pavos.

– Aquí se paga en libras, no en euros.

– Joder, ¿no intercambiaste la moneda?

– Pues… ¿en qué momento, alma cándida?

– Para pagar el bus, y tal.

– Es que no fui yo quien cambió el dinero.

– ¿Quién fue?

– Cris.

– ¿Y por qué no cambió más?

– Lo hizo, pero no me lo dejó.

– ¿Por qué?

– Yo qué sé, se nos ha ido la puta pinza, coño. No hay libras, y punto. Tira, anda.

– Menuda pareja.

– Chs.

– Va, – dijo Marc. – ¿vais a poneros a discutir ahora?

– ¡Achante! – dijo Akira y me dio un puñetazo en el antebrazo. Más que mosquearme, me hizo gracia. Me lo solía hacer antiguamente. Fue como recordar viejos tiempos. – Venga, que os peten. – dijo, caminando hacia el pueblo.

– Te esperamos aquí.

– Sí, sí…

Sólo llevaba una pistola. Estaríamos inquietos las horas siguientes, esperando a que volviese para darnos información sobre el pueblo. Nos habíamos quedado dentro del bosque a cien metros de una señal de tráfico que prohibía ir a más de cuarenta kilómetros. Estuvimos impacientes, hablando de todo un poco, y de nada, conociéndonos mejor. Antes de meterse en el ejército estudió un ciclo de informática, aunque no tenía ni idea de hackear, sólo de arreglar ordenadores. Yo le conté la masacre que vivimos Akira y yo de pequeños, y recordar hizo que el odio aumentase en mis venas. Pasaron tres horas, y Akira seguía sin volver. Empezamos a preocuparnos, y a impacientarnos más, porque llegó el punto en el que hablar no distraía nuestra mente.

– ¿Vamos al pueblo? – le pregunté.

– Podríamos llamarlo, también.

– No hay cobertura aquí.

– ¿No nos perderemos? ¿Y si viene cuando nosotros estamos allí?

– Hmpf, a ver.

Cogí mi cuchillo, le pedí perdón al árbol, y grabé un mensaje en él. «Fuimos a x ti».

– ¿Lo habrán raptado también? – pregunté.

– O peor.

– Gracias por los ánimos y el positivismo.

– Debería haber ido yo, que sé lo mismo de inglés que él, o menos.

– Nah, no te ralles. Pensé que se desenvolvería bien, dado que llevamos siete años en el negocio.

– Y en mí no confías del todo.

– No es eso, es que aún no conozco todas tus habilidades.

– Con los zombis estuve bien, ¿no crees?

– Claro, estuviste de puta madre. Casi la palmamos ambos, pero conseguimos sobrevivir.

– Espera, si el zombi gigante escapó, quiere decir que sigue por ahí.

– Seguramente, pero no estamos como para ir de caza. ¿Qué harán las autoridades cuando vean que un pueblo entero desapareció de la noche a la mañana y se convirtieron en zombis?

– Bf, creo que las brujas dejarían de utilizar su hechizo, y ellos caerían al suelo como si estuvieran muertos.

– Podrían haber creado un apocalipsis. Los mantenían con magia, dijeron, pero… el mordisco era infeccioso. ¿Podría haber algo más?

– Podría…

Llegamos al pueblo, saliendo de entre unos matorrales, llenos de barro y ensuciados sin habernos dado cuenta. Suspiré, lleno de pesar.

– A la mierda el plan. Ni el mío, ni el tuyo, sino uno improvisado. En una hora esto oscurecerá, y nos colaremos en el pueblo.

– ¿Cómo? ¿A hurtadillas y con las armas a cuestas?

– Mierda, no sé pensar con claridad ya. Me apetece entrar y comenzar a apretar el gatillo mientras me cargo a todos.

– No me contaste sobre las maldiciones que dices tener.

– Bah, líos con brujas a lo largo de los años, ya sabes. Vamos al meollo. Los de la Wicca parecía que querían que eliminásemos a todos, y así quitarse un rival. La cosa es que no creo que todos merezcan morir. Coño, es un pueblo, ¿no? Tendrán niños y esas cosas.

– ¿De quién sospechas?

– Ahora mismo… de todo el mundo.

– Desde aquí no puedo cubrirte con el rifle, porque cuando todo esté oscuro no se verá un cristo.

– Hay farolas.

– Sí, bueno, yo te digo.

– Ya… No sé, no sé qué hacer. Dejemos las armas aquí. Con las pistolas será suficiente.

– A ver, el matorral al lado de la señal del nombre del pueblo.

– Exacto.

Dejamos el rifle de francotirador, la escopeta, y la kalashnikov.

– Hacía tiempo que no tenía una SPAS de calibre doce en mis manos. – dijo él.

– Dan buenas hostias, ¿eh?

– Tú la has probado en bichos, dímelo tú. Yo sólo contra dianas.

– Bah, pues a uno le reventaron todas las tripas. Si hubieras visto… Su sangre salpicó una herida mía, y estuve un tiempo con la paranoia de que me convertiría en lo que coño fuera él.

– Buena hostia tuviste que darle.

– Vaya. – sonreí. – Es mejor evitar usarlo, pero… cuando usas armas así te sientes poderoso, joder. Yo al menos me siento bien conmigo mismo, y creo que todo es por culpa de las putas maldiciones.

– Y la experiencia. Yo de niño era aprensivo, y mírame ahora qué sádico.

– Igual que yo. También era pacífico, y ahora a veces disparo y pregunto después. Algún día la liaré.

Caminamos por el pueblo, cuyas calles estaban pavimentadas con piedras, y tenía un estilo… ¿maquiavélico? Hm, se respiraba siniestralidad en las calles. Ya fuera porque era hora del ocaso y el cielo se había apagado, o por la humedad y el frío del ambiente. Apenas habría unas veinte casas, con cinco establecimientos. La gente que allí había nos miraba con menosprecio, con impresión, o con… ganas de matarnos.

– Me siento mal. – dijo él.

– Dímelo a mí. Vamos a la taberna.

– Coño, que sigues con tu gabardina. Nos van a reconocer.

– Bah, ésta se parece a las que tenía, pero no es lo mismo. La próxima se la pediré a un sastre, que me la haga a medida. Le pediré a Akira que la dibuje, que retiene y dibuja bien.

– Pero, arfgh, a eso no me refiero, es…

– ¡Camarero, dos cervezas! – le pedí en inglés. Nos las trajo, y nos quedamos mirándolas, reticentes, por si había algo dentro, más que nada porque el camarero se quedó mirándonos detenidamente. Marc encogió los hombros, ofreciéndose voluntario para beber primero. No le pasó nada, y le seguí yo. Entonces, mientras la bebida se introducía en mi organismo con tragos largos, recordé que no llevaba libras encima. Miré la taberna. Pequeña, acogedora, pero sosa. Alumbrada por dos farolillos, apenas había tres mesas, una barra, el baño, y unas escaleras que llevaban a la parte de arriba. No supe ni por dónde empezar. La única manera de evitar que el camarero pidiera la cuenta era… consumiendo más. Le pedí un par más de cervezas.

– ¿Cómo lo hacemos? – preguntó Marc.

Mi mente comenzó a hacerse miles de planes distintos. Podríamos indagar puerta por puerta, podríamos colarnos a hurtadillas, podríamos poner la oreja, podríamos rastrear algún ordenador en la zona y hackearlo, podríamos recaudar información a través de…

– A la mierda. – dije en español. – Ordari’el.

El camarero lo oyó, y le pilló tan desprevenido que abrió los ojos, asustándose. Doblé su brazo, se lo puse en la espalda, y una pistola en la cabeza. Marc cerró la puerta, asegurando que no entrara nadie.

– ¿Qué sabes de él? – le pregunté.

– Fuck you. – me decía. Que me jodieran. Eso confirmaba que sí que eran los «malos», aunque debía saber más cosas.

– ¿Por qué quiere revivir a Rymadi’el?

– No os voy a decir nada.

– ¿Dónde están los rehenes?

– En mi culo metidos.

Si me hubiera mentido, podría haberme puesto en contra de la Wicca. Me encogí de hombros, y llevé su cabeza contra la barra. Del primer cabezazo se quedó inconsciente, pero algo dentro de mí me pidió… más. Seguí atizándolo una vez, y otra, y otra. Su cara estaba manchada en sangre y llena de moratones. Marc intentó detenerme, pero me deshice de él de un empujón. Seguí jugando con su cabeza hasta que el tono de una llamada captó mi atención. Miré el número. Era Cris. Apaciguó mis sentimientos destructivos, y atendí la llamada con una sonrisa.

– Dime.

– Se han llevado a Chorro. – dijo con la voz temblándole. – La vieja no sabía que yo me quedé por los alrededores, y no me buscaron, pero de pronto llegaron. Tendrían GPS en los coches, o yo qué sé. Llegaron, le apuntaron con una pistola, y se lo llevaron.

– ¿Qué? ¿Y qué más? ¿Quiénes eran?

– No sé, dos tíos trajeados, iban de negro entero. Uno calvo, y el otro maduro, con muchas canas, parecido al Mike Oldfield.

– ¿El guitarrista?

– No, el que nos llevó a la sala de armas.

– Coño, Gary Oldfield.

– Sí, joder, mierda.

– ¿Era él?

– No, parecido. Y dijo algo así como… «Güi jab enjanst jis curs».

– We have enhanced his curse… – dije yo, en un acento más inglés.

– ¿Qué significa?

– Hemos potenciado su maldición…

– No, ¿tu odio?

– Sí, parece ser. Quieren que los mate a todos.

– ¿Qué vas a hacer?

– Pase lo que pase, Cristina, te quise, te quiero, y siempre te querré. Ponte a salvo, y no acepto un no por respuesta. Puede que todo se vaya al garete. No quiero que una bala perdida te llegue.

– Pero yo… yo puedo calmarte, ¿verdad? Podría ir allí y…

– No, no vengas, es MUY peligroso. Se va a formar una masacre. Por favor, te lo suplico, júrame que me esperarás.

– Júrame que no te dejarás llevar y que volverás conmigo.

– Jura tú primero.

– Te lo juro.

– Yo… te juro que volveré contigo. Te quiero.

– No, eso no me vale. Dime… – y le colgué, sin esperar a escuchar su te quiero. Tan vital e importante para mí. La dejé con la palabra en la boca. Me arrepentí, pero las cosas se iban a poner demasiado serias. Era mejor mantenerla a salvo, que calmar mis sentimientos.

– Perdón. – le dije a Marc, tendiéndole una mano. – Al parecer…

– Lo oí. ¿Qué sientes?

– Nada… Eso es lo que más me molesta, que no siento… nada…

– ¿El plan?

– Ve a por las armas, quedamos aquí. Ataré al tabernero, e investigaré un poco alrededor para dilucidar dónde tienen a los rehenes.

– Podrían estar escondidos en mitad del bosque, lejos del pueblo.

– No sé, no lo sé. Sólo sé que necesitamos las armas. Cuento contigo.

– Haré lo mejor que pueda.

– Cuento con ello. – le dije con una sonrisa. Se fue, y yo me senté en una silla, balanceándome, con los pies apoyados sobre la mesa. Miré el cuerpo del tabernero. Mi corazón me pedía que pusiese una bala en su cabeza. Con cada latido, la oscuridad invadía mi cuerpo. Sólo era una bala. Un precio ínfimo, que, además, había sido un regalo, a cambio de una vida. Yo se la arrebataría. Cesarían sus pensamientos, sus emociones, sus esperanzas, sus sueños. Todo. Reí en voz baja.

Acaricié, con una mano, la pistola, y con la otra el cargador. Relamí mis sensuales labios. Me quedé dubitativo. La tentación estaba latente, pero, por otro lado, debía resistirlo. No podía, no. Mis ojos fueron iluminándose. La sangre bombeaba mi cerebro, provocándome temblores. Preparé la pistola con el cargador y me fui acercando a él cuando se oyeron golpes en la puerta. Alguien quería entrar. Miré por la mirilla. Era una mujer, rubia, de avanzada edad. Abrí la puerta, y cuando asomó el hocico le apunté con la pistola.

– Siéntate ahí. – le señalé la silla donde había estado sentado yo. Cerré la puerta con una coz, y la miré a los ojos. Cuanto más tiempo permanecía mirándola, más ganas me entraban de apagar su mirada. Marc llegó cargado con las armas. En una mano mi AK47, en la otra la SPAS12, y a su espalda el dragunov.

– Espero que no me haya visto nadie. – dijo. Yo no lo miré, sino que seguía ensimismado apuntando a la mujer. – Oye, ¿quién es? – preguntó. Me encogí de hombros como respuesta. – Tío, reacciona. Despierta, hola, ¡hola!

– Ssssh… Mis deseos me están hablando.

– Tenemos que encontrar a Akira. Cuanto más tardemos, Cristina esperará más, y podrían hacerle daño.

– ¿Qué? – dije, alterándome. Lo hizo para ver si me calmaba, y por un lado lo consiguió, por el otro… me acerqué a la señora y le aticé en todos los morros con la culata de la pistola, provocándole sangre y una caída hacia atrás, dándose en la nuca al caer, quedándose atontada. Encontramos unas bridas con las que poder atarlos y los amordazamos con unos trapos sucios. Entonces me guardé la pistola y cogí el fusil de asalto.

– Quieto, son para emergencia, ¿no?

– Sí, pero… Nunca he usado uno de éstos.

Lo cargué, sintiéndome poderoso al hacerlo. Esbocé una sonrisa y alcé una ceja. Marc sintió miedo al verme así. Yo… me centré en el odio que se había apoderado de mi corazón.

 

 

 

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