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Capítulo 3.1 – Olor a Incienso

 

El agua de la ducha caía por todo mi cuerpo. Abrí la boca para dejar que se introdujese en ésta, para así enjuagármela. Escupí el agua, y volví a abrir la boca para dejar entrar más. Cerré los ojos y me relajé con aquella agua cálida cayendo por mi cuerpo en aquel frío día de diciembre, llegando ya casi las navidades.

Mi mente se evadía por unos minutos. Desconectaba del resto del mundo. Estaba en mi ducha, no en la de cualquier motel. Era una casa que tenía junto a Akira en el norte del país, rozando el mar. Estábamos allí cuando no teníamos ningún caso para resolver. Habíamos llevado a Cristian y a Cristina hasta allí. Estaban esperando en el salón de la casa a que Akira y yo nos preparásemos.

Salí de la ducha y me inspeccioné en el espejo. Cuando estaba mojado mi atractivo aumentaba. Deslicé mi dedo por mi cuerpo. Lo tenía bastante musculoso, de cuando mis padres fueron asesinados. Sólo vivía en la obsesión de la venganza, y me concentré en hacer ejercicio como si una máquina fuese. Pasaba varias horas al día en el gimnasio sudando y ejercitándome. Había perdido ya bastante masa comparada con la que llegué a tener, pero aun así tenía buenos abdominales y pectorales. Alguna cicatriz decoraba mi torso. Me sequé y me vestí. Después recorté un poco mi barba. Estaban llegando a volver a ser los cuatro pelos mal cortados, pero eran mis cuatro pelos favoritos…

Me puse el pendiente de mi oreja izquierda, me masajeé el cuello unos instantes y me santigüé. No sé por qué razón lo hice, simplemente formé el símbolo de la cruz por mi cuerpo con mi pulgar derecho, y salí del baño. Era el turno de Akira. Me senté en el salón a esperarlo mientras observaba a Cristian y a Cristina. Ciertamente, sus nombres eran divertidos al verlos tan juntos. Estaban incómodos e impacientes por lo que les tuviésemos que decir. Yo cogí mi gabardina y me la puse, proporcionándome calor. En breves saldría de aquella casa a otra misión.

Akira salió, con algo de gomina en el pelo, su chupa de cuero negra, y su pendiente en la oreja. Parecía que íbamos a salir ambos de fiesta, en vez de ir a otra misión. Aquella vez se trataba de un «poltergeist». Akira me hizo un gesto con la cara. Me acerqué a él y en susurros me preguntó:

– ¿Qué hacemos con ella?

– No sé, si tal la llevamos a su casa.

– A quién se le ocurre traerla consigo a cazar.

– Oye, imagínate que hubiera ido para comprar un bolso, se habría encontrado lo mismo.

– Sí, claro, como que matar sátiros en mitad de un supermercado es la cosa más normal del mundo. Yo no sé cómo no nos lo hemos encontrado antes. Oh, sí, porque tú te pusiste a atacar a uno de ellos como un psicópata sin importar que nos viesen o no.

– Es hora de que la gente vaya sabiendo que hay cosas más allá de lo que ven, ¿no?

– Mejor no. Venga, hablemos con ellos. Ya hemos discutido eso muchas veces.

Sin ánimo de discutir nos sentamos en un sofá enfrente de ellos y comencé a hablar:

– Cristina, ¿ya estás recuperada?

Asintió con la cabeza.

– ¿Quieres que te llevemos a casa?

No estaba mirándome a los ojos, pero entonces lo hizo, con la mirada perdida y aterrorizada. Decidí que lo mejor que podría hacer era dejarla con nosotros un tiempo, hasta que dejase de tener tanto miedo.

– Vale, puedes quedarte un tiempo con nosotros.

Akira me miró mosqueado. Me encogí de hombros y le hablé a Cristian.

– Cristian, en cuanto a Pablo…

– Sí, lo sé…

– ¿Qué tienes pensado hacer?

Negó con la cabeza, sin saber una respuesta.

– ¿Sabes en qué iglesia Pablo encontró el símbolo de mi colgante?

– No. Pero…

– ¿Sí…?

– Podría investigarlo por vosotros. Conozco varios escondites suyos donde guardaba muchos manuscritos y armas. Podría ir a ellos e intentar encontrar algo.

– Bien, me parece bien. ¿Quieres que te llevemos a algún lado?

– No hace falta, gracias, aunque os agradecería que me dejaseis quedarme un par de días aquí. Necesito… descansar.

Comprendí y asentí con la cabeza. Akira me agitó el hombro, indicándome que teníamos que irnos. Le asentí con la cabeza y les dije:

– Hay comida en la nevera de la cocina. Y…, bueno, usad alguna de las habitaciones que tenemos por ahí para descansar. No importa cuál. Si queréis ducharos o algo… Bueno, en fin, usad todo lo que queráis, aunque con cuidado. Luego volveremos.

No estaba acostumbrado a tener ningún invitado desde hacía muchos años y no supe cómo tratarlos. Al salir de la casa y meternos en el coche Akira no me dijo nada. Sabía que no habría servido de nada. Cogió un cargador y me lo extendió.

– Balas de plata, por si acaso.

Nuestro «santuario» se encontraba en el sótano de la casa, cerrado con llave, donde teníamos materiales para fabricar tales balas, numerosos documentos sobre monstruos, armas de toda índole, y demás. Temí que Cristian o Cristina fuese algún «infiltrado», pero aunque entrase en el sótano no encontraría nuestro santuario. Estaba atravesando una pared falsa dentro de éste, por lo que suspiré tranquilo.

Akira arrancó el coche y nos pusimos rumbo a nuestra siguiente misión. Estaba en el centro de una pequeña, pero grande, ciudad, a treinta kilómetros de nuestra casa. Habíamos encontrado anuncios por internet y en el periódico de una mujer que estaba espantada por un espectro en su casa. Había incluso llamado a la policía, pero por supuesto, ésta no le hizo mucho caso.

En ocasiones gente en internet cuelga relatos como el suyo para hacerse famosa, o para pasar el tiempo. Sin embargo ella lo había hecho numerosas veces, y había puesto anuncios en el periódico pidiendo ayuda. Se exponía a ser encerrada en un manicomio, por lo que valía la pena investigarlo, además de que no teníamos otra cosa mejor que hacer.

Llegamos al centro de la ciudad, a la calle donde vivía ella. Era un bloque de pisos un tanto antiguo y vacío. Aun así, la calle estaba atestada de coches y no teníamos sitio para aparcar.

– Ve yendo tú mientras aparco. – me propuso Akira.

– Está bien.

Cogí mi pistola y mi sombrero. Entré en el portal de aquellos pisos cuando un hombre bajaba las escaleras. Tendría unos cincuenta años de edad, una barba bastante larga, poco pelo, y con una toga blanca. Llevaba varios amuletos por su cuerpo y olía a incienso.

Un estremecimiento agitó mi alma, como si de pronto me encendiese en odio.

– Tú… – le dije.

– ¿Disculpe? – preguntó con una sonrisa amable.

– Lo veo en tus ojos. – dije con el odio creciendo en mi interior. – Dime, ¿cuánto dinero le has sacado a la pobre mujer?

– ¿Sobre qué está hablando, señor?

– No te hagas el tonto conmigo. – me acerqué a él, lo agarré de la toga y lo estampé contra la pared. Luego puse mi brazo izquierdo en su cuello, apretándolo, mientras con mi mano derecha lo golpeé una vez en el estómago. Era muy delgado, y no me costó hacerle daño.

– Para, por favor. – me suplicó.

– ¡¿Cuánto dinero?! – le grité.

– Cua… trocien-tos euros.

– ¿Tanto? ¿Por fingir que exorcizas una casa?

– Yo no finjo, yo hago mi trabajo.

– Ya, claro. Dime, ¿qué hechizo usaste?

– Usé unas velas y…

Le abofeteé la cara.

– ¡Y una mierda! Hiciste el imbécil, el paripé, para que ella creyese que estabas haciendo algo. Entonces le sacaste todo el dinero y te fuiste, ¿verdad? Todo por hacer una puta obra de teatro.

– ¡Que yo no actúo! – insistió.

La sangre me hirvió por todo mi cuerpo. Golpeé su cara e hice que sangrase por la boca. Cayó al suelo, donde lo seguí golpeando por todo su cuerpo, a puñetazos y a patadas. El «gurú» gritaba, intentando protegerse. Le estaba dando una paliza. Luego lo levanté y volví a estampar contra la pared.

– ¿Cuánto años llevas en esto, eh? ¿A cuánta gente has estafado?

– Lle… llevo tres años. Necesito sobre… – tosió sangre, casi ensuciándome. – …vivir como pueda.

– A costa de las ilusiones de los demás, ¿no? De las creencias, de las esperanzas de la gente. Llegas con tu puta indumentaria, haces el imbécil, enciendes un par de velas, algo de incienso, realizas un «conjuro» y ale, cuatrocientos euros por los servicios. «Dejarás de tener males de ojos, ligarás con esa persona deseada, o ese espíritu dejará de estar en tu casa, pero págame que mis servicios no son gratis», ¿verdad? ¿Y qué ocurre cuando nada de eso sucede de verdad? Dime, ¿qué ocurre? ¿Te llaman? ¿Les das evasivas? ¿Cancelas tu número? ¡Dime! O no, mejor aún, dices que no ha funcionado y que tienes que volverlo a repetir, ¿y por qué? ¡Por un módico precio de otros cuatrocientos euros! O quizá incluso se lo aumentas. Ya me conozco yo a los de tu puta calaña. Si de verdad fueseis videntes, o leyeseis el futuro en las cartas del tarot, no cobraríais nada por hacerlo, pues miraríais los números de la lotería y viviríais en casas de lujo. Desgraciados…

Comencé a golpearlo de nuevo hasta que cerró los ojos, inconsciente, y seguí golpeándolo cuando de pronto Akira me apartó de un empujón de él, que yacía en el suelo apaleado.

– ¿Qué coño haces? – me preguntó impresionado, mirándome como si mirase a un monstruo.

– Cazamos seres infernales, ¿verdad? Bien, él es uno de ellos.

– ¿Qué? ¿Qué es?

– Un estafador.

Akira me miró más extrañado aún, sin comprender lo que yo decía.

– Ha fingido un puto exorcismo, o limpieza espiritual, o lo que fuese, en casa de la chica esta. Y, claro, no lo ha hecho gratis. Hijo de…

Alcé el brazo para golpearlo de nuevo. Akira me detuvo, pero me deshice de él empujándolo al suelo. Luego le asesté el puñetazo al timador.

– ¡Párate de una puta vez! – me gritó enfadado como nunca antes lo había visto. Perdió los nervios por mí. Yo los había perdido en cuanto reconocí al estafador. – No vamos a matar a nadie.

– ¿Por qué no? También él hace daño a la gente. Merece sufrir.

– ¡Porque no! ¿Me quieres contar qué cojones te ocurre?

– No, no importa.

Le quité un bolso que llevaba colgado al hombro e inspeccioné su interior. Llevaba cuatrocientos euros envueltos en una goma en billetes de cincuenta. Supuse que serían de la chica. Luego le quité los colgantes y amuletos que llevaba y le propiné una patada en la cara antes de que Akira pudiese percatarse de mi arrebato.

– ¡Eh! Me vas a contar qué coño te pasa o la tenemos. – dijo empotrándome contra la pared. Le aparté enfurecido, miré los nombres del buzón de correos y subí las escaleras. Akira quiso insistir, pero vio que habría sido en vano, por lo que me dejó en paz. Llegamos hasta casa de la chica, cuyo nombre era Irene, y llamamos a su timbre.

Nos abrió una chica treintañera morena, con ascendencia arabesca. Al menos sus ojos lo delataban. Sin embargo el tono de su piel no era moreno del todo.

– Hola, creo que te han robado esto. – le dije yo extendiéndole el fajo de billetes.

– ¿Perdón? – dijo sonriendo. – No, no. Eso se lo he dado yo a…

– Al estafador al que acabo de dar una paliza por fingir que limpiaba tu casa de malos espíritus, ¿no?

Su mirada quedó desencajada observándome. Akira estaba detrás de mí, y dijo:

– Es una bestia inquieta, qué le vamos a hacer…

– ¿Podemos entrar? – le pregunté yo.

– ¿Quiénes sois?

– Verdaderos entendidos de este tema. No te vamos a cobrar nada. Sólo queremos echar un vistazo.

Seguía dubitativa sobre si dejarnos entrar o no, pero acabó cediendo, aunque reticente.

Entramos. La casa entera, humilde y discreta, olía a incienso. Mi sangre volvió a arder por mi cuerpo, instándome a bajar al rellano y darle más golpetazos. Me contuve.

– Mi nombre es M, y él es Akira. – le dije sentándome en un sofá invitado por ella. Me quité el sombrero y proseguí. – Somos «cazadores» de fantasmas.

Quise decirle sobre más bestias, pero no me apetecía complicarlo todo.

– Hemos leído tu caso en unos foros en internet, y en los periódicos locales, y hemos considerado que de verdad tienes un fantasma en tu casa. Cuéntame, ¿qué ha ocurrido por aquí?

– ¿No sois demasiado jóvenes? – preguntó aún dudando, sosteniendo el fajo de billetes en su mano.

– ¿Te fías más de un viejo barbudo que finge hacer un conjuro?

– ¿Y cómo sé yo que vosotros no fingís?

– Porque no cobramos nada. Y porque te he devuelto el dinero del estafador.

Esa última razón no era muy convincente, pero hizo efecto.

– Todo empezó hace dos meses. Al principio algún objeto cambiaba de lugar. Pensé que estaba volviéndome loca o algo por el estilo. – dijo sonriendo. – Pero luego vi cómo los objetos se agitaban, cómo salían volando. Comencé a asustarme y a investigar sobre el tema, y pensé que tenía un fantasma en casa, aunque seguía creyendo que estaba volviéndome loca. Pero entonces…

Akira y yo prestamos más atención en esta parte.

– Veía reflejos de una figura en los espejos, o en el reflejo del televisor mismo. Tenía miedo, pensaba que algo me estaba observando, y es cuando puse esos anuncios.

Asentí con la cabeza.

– ¿No te has mudado?

– No…

– ¿Por qué?

– Porque no tengo ningún sitio a donde ir.

– Está bien… Veamos. ¿Ha muerto alguien en esta casa?

Negó con la cabeza.

– ¿Estás segura?

– Sí. Mis padres vivieron aquí desde que se construyeron estos pisos.

– Vale, bien. ¿Ha muerto alguien cercano a ti en los últimos años?

Negó la cabeza, aquella vez con menos ímpetu, más dubitativa.

– ¿Ha intentado el fantasma atacarte?

– No, sólo asustarme.

Comencé a caminar por la casa, investigando todos los recovecos de ella. Quizá al final fuese una falsa alarma. No suele haber espíritus malvados asustando a gente sin motivo. Sólo nos habíamos topado a uno de ésos en nuestros siete años como cazadores. Encontré entre unos libros una foto rota, de un hombre de la edad de Irene.

– ¿Quién es él? – le pregunté.

– Es… mi marido. Se fue hace unos años. – dijo, temerosa. Ocultaba algo, pude adivinarlo. Le hice un gesto a Akira y éste asintió con la cabeza.

– Está bien. No sabemos si de verdad hay o no un fantasma aquí, por lo que vamos a invocarlo. Un espíritu casi siempre tiene relación con la persona a la que atormenta, así que para invocarlo necesitamos una parte de ti. Puede ser un pelo, saliva, sangre, uñas, piel… En fin, te diría que lo que prefieras, pero te agradecería que fuese pelo de tu cabello. El resto de los materiales los ponemos nosotros.

Irene asintió con la cabeza. Se cortó algo de su pelo y nos lo entregó. Lo cogí con la mano y lo metí en un cuenco, mezclándolo con otros ingredientes también asquerosos. Akira comenzó a pronunciar unas palabras de una hoja que llevaba consigo. No estaba en ningún idioma descubierto con anterioridad, pero resultaba efectivo. Al acabar de pronunciar sus palabras derramé el cuenco en el suelo y esperamos unos instantes incómodos y a la defensiva. El olor a incienso había desaparecido. Mi colgante brilló.

– Hay un espíritu… – dijo Akira, cuando justamente apareció.

Era un hombre, de mediana edad. Creí reconocerlo. Caí en la cuenta. Era el marido de Irene…

 

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