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Capítulo 12.2 – Desesperanza

 

El suelo tembló. No supe qué podría haber sido. Yo sólo esperaba que mi alma abandonase mi cuerpo. Ya era el momento. No quería seguir sintiendo tanto odio. Quería liberarme de ello. Quería poder llorar y arrepentirme por las muertes de Akira y de Marc. Era mi deber. El Cristian y la Cristina sobrevivirían. Esperé que no se juntasen, conociendo al cura… Pero el suelo siguió temblando. Eran unos pasos como si de un gigante se tratase. Gritos inhumanos de miedo y de dolor abundaron por todo el pueblo. Desgarros y crujidos de huesos eran los sonidos del lugar. Me erguí en mi posición, observando lo que estaba sucediendo. El zombi gigante al que habíamos intentado derrotar en el pueblo zombi en Alemania… estaba asesinándolos a todos. Se centraron en él y se olvidaron de mí. Me puse en pie y me aproximé hacia Akira. Aún respiraba.

– ¿Estás bien? – le pregunté.

– Me falta una copa y un porro para estar perfecto. Pues claro que no, no te jode… – dijo, tosiendo sangre.

Un guardia se acercó a nosotros. Tenía los brazos en alto. Venía en son de paz.

– Gary quiere deciros que Rymadi’el renacerá en la estrella de la punta norte.

– ¿Dónde está eso?

Negó con la cabeza.

– No lo sé. Creo que se refiere al pueblo a cien kilómetros al norte.

– No vamos a llegar.

– Os llevaré. Traigo el coche ahora.

– ¿Y el zombi?

– ¡No os mováis! – gritó, yendo a por el automóvil. El zombi seguía desatado, destrozando todo a su paso, yendo a por mujeres y niños indistintamente, partiéndolos por la mitad incluso. A pesar de toda la oscuridad en mi corazón, eso removió algo dentro de mí, lo que me instó ir a socorrer a Marc. Corrí hacia él como un psicópata, y lo encontré tumbado contra el árbol. Los guardias que lo buscaban habían desaparecido. Y él estaba… ¿muerto?

Le di tal bofetón que se escuchó más fuerte que los gritos de las personas del pueblo.

– Puta. – dijo, asustándose. Era cierto que una bala había impactado en su pierna. La sangre decoraba su alrededor. Le pedí que se pusiera a la pata coja y me siguiera hasta la carretera. Yo no podía arrastrarlo. Me costaba respirar. Hizo acoplo de todas sus fuerzas, pero no fue suficiente. Se puso en pie y de inmediato cayó al suelo. Fue arrastrándose poco a poco por el suelo hasta llegar a la carretera. El guardia recogió a Akira, y se reunió con nosotros en la carretera, por indicaciones de Akira, que seguía consciente.

Nos metimos dentro, y el guardia aceleró cosa mala. Tenía el pelo negro engominado hacia atrás, y típico traje negro. Su rostro era el de un inglés pálido y con la mandíbula un poco deforme. En el asiento del copiloto iba Gary, medio muerto también, como nosotros, los tres detrás. Marc sin moverse, mordiéndose el labio del dolor. Yo con una dificultad tremenda a la hora de respirar, y Akira casi desmayado.

– Vamos a morir, chavales. – les dije. – ¡Pero moriremos a lo grande!

– Esta carretera va para el sur. – dijo el guardia. – Tardaremos un poco más en llegar. ¿Aguantaréis?

– No lo sé, podemos intentarlo. – dije.

– El karma… – refunfuñaba Gary. – ¡El puto karma! Intentamos evadirlo con un libro de magia oscura, pero…

– ¿Por qué nos ayudas?

– Porque no tenéis la culpa, la tenemos nosotros mismos. También era nuestra intención detener a Rymadi’el, aunque la secta de Ordari’el cada vez se volvía más fuerte y amenazaba con destruirnos. No deberíamos haberos mentido, ni traicionado.

– ¿Qué fue de la vieja?

– El zombi le arrancó la cabeza de un tortazo. – dijo.

– ¿Por qué hay zombis? ¿Qué significa?

– Al parecer, los ángeles resucitados son los jinetes del apocalipsis. Ordari’el creo que es la peste, por eso puede moverlos.

– Hmpf…

Sin esperárnoslo, del cielo, cual meteorito, y hablando del rey de Roma, cayó el gigante hecho de pieles de humanos delante de nosotros, mostrándonos su afilados dientes y golpeándose el pecho.

– Estamos perdidos. – dijo el guardia. Ya no había nada más que hacer. No teníamos armas para combatirlo. Yo había dejado el AK-47 detrás. Sin embargo, Marc me golpeó con el codo, y se sacó de su pantalón el medallón que había tirado yo en el coche.

– El tuyo lo quemó, prueba con éste.

Era nuestra única esperanza. Me salí del coche, como un valiente mortal enfrentándose a un dios. Corrió hacia mí, gritando como un psicópata, dispuesto a partirme con su puñetazo. El guardia le pegó un tiro con su SPAS de calibre 12 en toda la pierna que lo desestabilizó.

– ¿Dónde la llevabas? – preguntó Akira desde el coche con voz de muerto.

– Yo quiero una de ésas. – dijo Marc sin quedarse atrás con su tono.

Le lancé el medallón con tal fuerza que se le quedó incrustado en su vomitivo y viscoso cuerpo. Lo dejó paralizado. Tenía un efecto menor que mi antiguo medallón, pero aquél no lo dejaba indiferente. Estaba como derritiéndose. El guardia siguió disparándole por todo el cuerpo, y acabó reventándole la cabeza. Retiré el medallón, pero su mano se alzó, dispuesto a cogerme. Podía moverse decapitado, cual cucaracha. Dejé caer el medallón de nuevo y se lo dejé incrustado para que se fuese derritiendo sin poder moverse. Nos subimos al coche y reanudamos la marcha.

– No vamos a conseguir una mierda. – dije yo. – Y menos en este estado. Pero… joder… – recordé a Cristina. Necesitaba protegerla, salvarla de un próximo apocalipsis. Ella tenía un montón de cosas por vivir, y yo se lo concedería. Le di un poco de felicidad pasajera. Necesitaba encontrar la eterna antes de sumirse en el sueño común. – ¿Lo van a resucitar hoy?

– Creo que sí. – dijo Gary.

– ¿Por qué no hicisteis nada por evitarlo?

– Pensamos que hasta luna llena no lo harían, pero se ve que no dependen de ella.

– Pues acelera, joder.

No sé decir con exactitud a qué velocidad íbamos, sólo sé que me mareé cosa mala.

– ¿Para qué nos dijiste el acertijo, si ibas a venir? – pregunté.

– Por si acaso.

– Pues dinos que teníamos que ir al norte.

– Es que el pueblo se llama así, Northstar Spot.

– Ah, pues menudo chocho mental. Como sea, ¿de dónde pensabas que nos sacásemos el GPS?

– Del culo. – dijo Akira. – «En trescientos metros, gire a la derecha».

– ¿Aguantarás? – le pregunté a mi amigo.

– ¿En serio tú crees que voy a aguantar?

– Así que esto es un adiós.

– O hasta luego, depende de lo que haya después.

– Muramos como grandes.

Preparamos las armas. Marc pidió la escopeta. Quería usarla una vez antes de marchar. Apenas podía sujetarla, y el retroceso lo empujaría hacia atrás sin ser capaz de sostenerse, pero el guardia se la dejó. Éste, en su lugar, cogería un fusil de asalto, cuya marca no supe reconocer.

Tardamos media hora más en llegar al pueblo. Aparcamos a las afueras. Íbamos a salir cuando apunté a la cabeza al guardia. Akira desvió la trayectoria de mi brazo y disparé al horizonte, revelando nuestra posición.

– ¿Por qué? – pregunté a Akira.

– ¿Por qué? – preguntó el guardia. Gary le hizo un gesto como para que olvidase.

– La culpa es nuestra. – dijo el viejo. – No deberíamos haberle hecho lo que le hicimos. Está descontrolado.

Nos sentimos incómodos, pero de inmediato bajamos. El cielo estaba teñido de un color rojo sangre profundo que anunciaba fatalidad. Marc cojeó. No podía ponerse bien, y su sueño era utilizar la escopeta. Se la cogí, en su lugar, y le dije:

– Cubre este coche. Quien se acerque, reviéntalo a tiros.

– Vale.

Le cedí una pistola, y fui corriendo hasta el pueblo. No me fijé ni en las casas. Era como otro pueblo más, sólo que todas estaban colocadas en posición circular, dejando el centro libre, donde el aquelarre de brujas rodeaba el medallón, tirado en el suelo, invocando un conjuro. Fuimos a disparar cuando un montón de hombres y mujeres nos apuntaron con sus armas. Nos vimos obligados a tirarlas. Bueno, sólo Akira y el guardia, pues yo seguí sosteniéndola.

– Tírala. – amenazaba uno. Le apunté en la cara y se la reventé de un disparo. Los demás se quedaron mirándome con miedo. Uno de ellos se acercó a mí para quitarme la escopeta, pero también lo cosí a tiros. Y así estuve hasta que se me echaron todos encima y me detuvieron, reteniéndome. Me llevé a seis antes de caer. Suspiré, y temí por mi alma. Me querían vivo. ¡Me necesitaban vivo!

– Dejadme en paz, ¿qué queréis?

Pensé que mi pellejo tendría que ser cambiado por el del ángel. Pensé que mi alma quedaría atrapada en el Infierno. Me retorcí, pero no pude. El dolor de las balas dentro de mí me impedía moverme. Las brujas alzaron su grito y sus conjuros, y un rayo cayó de las nubes rojas, reventando el medallón, y surgiendo una figura de él.

Era alto, musculoso, con unas alas negras en su espalda, el cuerpo negro carbonizado, unos cuernos en su cabeza, y ojos verdes. En vez de piernas tenía patas de cabra, y sus manos eran garras. Poco a poco fueron tomando forma humanoide, para ser un hombre con el pelo largo, entre blanco y negro, cuerpo moreno, bien definido, y un rostro elegante y soberbio. Una bruja se le acercó para tapar sus intimidades con un manto negro, pero lo rechazó. Todas lo miraban ensimismadas. Los guardias dejaron de prestarme atención para quedarse mirándolo con fascinación. Aproveché ese momento para robarle a uno la pistola y comenzar a pegarles tiros. El ángel, en un parpadeo, se posicionó delante de mí, y me arrebató el arma, desguazándola en cuanto le puso la mano encima.

– Gracias, señor M, por acudir a este momento tan especial en mi vida. – me dijo.

Por un momento sentí algo de miedo en mi interior. En vez de eso le pegué un puñetazo en la cara. Ni siquiera se inmutó, y yo me dañé los nudillos.

– Mátame de una puta vez. – le dije, enfadado.

– No es tu muerte lo que quiero.

– ¿Qué es?

– Tu esperanza…

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