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Capítulo 8.2 – Delicioso

 

– No me lo puedo creer… – dije boquiabierto.

– Por tu expresión, – decía Marc. – nunca os habéis enfrentado a éstos.

– Creía que eran una puta leyenda, y míralos…

Su carne estaba en descomposición. Su aspecto era el de los típicos alemanes, aunque muertos. Volvimos corriendo al coche como almas que lleva el diablo, y dije:

– Se han cargado al pueblo entero para hacerlos zombis.

– De niño… – decía Akira. – mi fantasía era un apocalipsis zombi y yo encerrado en un centro comercial cargándomelos, pero ahora… Se me remueve todo.

– Ahora soy yo quien te dice la cara mierda que tienes. – intenté bromear, pero no lo conseguí. Todos teníamos esa misma cara mierda.

Suspiré y miré mi alrededor. No sabía qué hacer.

– ¿Nos vamos? – propuse. – Podemos irnos, separarnos, hacer vida cada uno a lo suyo. Podemos…

– No. – respondió Cris. – Hemos llegado hasta aquí, y llegaremos hasta el final.

– Somos un equipo, no lo olvides. – dijo Chorro.

– Yo soy el nuevo, pero no pienso rajarme. – dijo Marc. Akira me miró con su pícara sonrisa, y se la devolví, aunque la tuviera que forzar un poco.

– Vamos con ello, entonces…

Me bajé y eché un primer vistazo hacia la ciudad con los prismáticos. Volví, miré el mapa, y tracé un plan:

– No sabemos qué tipo de zombis son. Lentos, rápidos, si infectan con un mordisco, o qué. De hecho podría ser que llegáramos y nos infectásemos nosotros también por culpa del aire. Lo primero será subir al campanario del pueblo. Desde ahí se tiene una visión de todo. Debido a que Chorro está jodido, irá junto a Cris y nos irán dando indicaciones. Tenemos un mapa del pueblo, y es un tanto grande y confuso, pero si nos ponemos en sincronización podríamos hacerlo posible. Iréis turnándoos. Debéis atrincheraros por si llegan los zombis. Lo primero será que nos enfrentemos a ellos para conocer mejor sus debilidades.

Fueron asintiendo.

– Luego, Marc, Akira y yo iríamos a esta casa – señalé en el mapa. – y trazaríamos otro plan. Lo que tengo en mente es distraerlos por un lado mientras entramos por otro. ¿Vamos a ello?

– Es una puta mierda suicida, pero vamos, joder. – dijo Marc convencido. Los demás se encogieron de hombros con una sonrisa. Mis chicos… Me encantaban.

Besé a Cris, y entonces, habiéndonos aprovisionado con lo poco que teníamos, bajamos del coche y caminamos hacia el pueblo.

– Hagamos ruido. – dije. Nos pusimos a dar palmadas. De pronto Chorro se motivó y empezó a taconear, aun enfermo. Me causó muchísima gracia verlo así. Sin darnos cuenta un ario de dos metros y, otrora, rubio con ojos de color… no se sabe porque los tenía blancos, se acercó a nosotros, rugiendo, con ansias de carne. Nos separamos y me llevé un dedo a la boca indicando silencio. Nos veía. Nos podía oír, y oler, diría yo, e incluso ver. Saqué una navaja que llevaba e intenté confrontarlo, pero no pude. Marc sacó la pistola. Negué con la cabeza. El zombi parecía demasiado feroz para mí. Sabía que si me acercaba podría clavarme las uñas, y, quizá, contagiarme. Además, medía demasiado para alcanzarlo en la cabeza con facilidad. Me quedé mirándolo fijamente y le lancé la navaja en todo el corazón. Se lo clavé de lleno. Ni yo supe cómo coño lo había logrado. No lo mató. La cabeza debía de ser su único punto débil. Marc se acercó a él y de un barrido lo tumbó. Entonces le aplastó sus pedazo de botas en la cabeza y puso cara de asco cuando su cráneo reventó ante su fuerza.

– Buah, joder, qué puto ascazo, coño, hostia. – dijo.

– Bien… hecho… – dije.

Se nos revolvieron a todos las tripas. Cris casi vomita, mi pobrecita. Miramos al resto de zombis. Se encontraban a cien metros de nosotros. Nos fuimos acercando poco a poco para adivinar su rango de visión. Cincuenta, cuarenta, treinta… No quisimos exponernos más. Nos refugiamos en el primer edificio que encontramos y nos encerramos en él.

– Son bastante cegatos, pero parecen vernos. – dije. – Debemos encontrar objetos con los que poder tumbarlos. Prohibido usar las armas de fuego. El ruido alertaría a todos.

Podía palparse el terror en los ojos de Cristina. No debería haberla traído. Me arrepentí muchísimo. Debería haber seguido haciendo su vida normal y haber sido feliz junto a cualquier otro hombre, en vez de querer traerla caprichosamente porque yo estaba falto de cariño y amor.

– Te quiero. – le dije, sin saber cómo o por qué. Su miedo pasó a ser ilusión, y me correspondió:

– Te quiero. – y se lanzó hacia mis labios. Nos besamos. Sí, yo me había enamorado, al igual que ella. Ya no era solamente «gustar», sino querer. Sentimientos dentro de nosotros explotaron, y hubiéramos seguido pero Akira nos interrumpió.

– Vamos, dejaos de escenitas, no es el momento.

Asentimos con la cabeza. Juntamos nuestras manos, ilusionados por mi confesión, y comenzamos a inspeccionar la casa. Tenía dos plantas, y ni una persona, o, más bien, zombi, en su interior. Miramos la cocina. Alguna lata de paté suelta, y de garbanzos fríos. No teníamos hambre, aunque el paté siempre entraba. Sin embargo decidimos guardarlo, por si las moscas.

– Debemos coger algo de comida, no sabemos cuánto tardaremos en llegar al punto y en volver. – dije.  

Subimos hasta la segunda planta. Estaba oscura por completo. Iluminamos con linternas e hicimos un ruido mínimo por si nos oía algún zombi que estuviera oculto. Lo suficiente leve para que no nos oyeran zombis de fuera y quisieran entrar. No había ninguno. Bajamos, pusimos un sofá para atascar la puerta delantera, y una silla en la trasera, y volvimos a subir. No nos quedamos solos ni un instante. Teníamos mucho miedo metido en el cuerpo.

Bajamos la persiana hasta casi abajo del todo. Nos asomamos por el hueco que había dejado. Estábamos en la habitación que probablemente fuera de un chaval hacía tiempo. El corazón se me resquebrajó cuando, al mirar todo el pueblo infestadísimo de zombis, me di cuenta de que también había niños. Quien hubiera hecho eso no tenía perdón de Dios…

El cielo seguía oscurísimo. Por el pueblo apenas había alguna farola mal encendida. La luz cada vez era más escasa. Apenas eran las cinco de la tarde y ya parecía de noche. Decidimos esperar hasta el día siguiente. No nos íbamos a exponer cuales kamikazes para una muerte segura.

El aire no parecía contener esporas o cualquier otro tipo de sustancia que indicase que pudiera contagiarnos. Miré el mapa. Desde esa casa no se veía el punto al que debíamos llegar. Busqué un bolígrafo por la casa y marqué la zona donde estábamos para no perdernos.

No teníamos sueño alguno, así que cada uno fue haciendo sus cosas. Chorro estuvo recuperándose. Le dimos otra pastilla para la cabeza. Marc desmontaba y limpiaba las armas. Luego contaba las balas, y demás. Akira estaba tumbado sobre la cama, mirando el techo, y yo junto a Cris, besándonos, a la vez que ella hacía una copia del mapa, para cuando nos dividiéramos, aunque la idea de separarnos cada vez me gustaba menos. No confiaba en que pudiera sobrevivir mucho por sí sola. ¿Y si en vez de Chorro le decía a Marc que se quedase con ella? No, aún no me fiaba de él por completo. ¿Akira? Necesitaba su habilidad. ¿Yo? Yo tenía el colgante. Y si en vez de quedarse…, ¿nos acompañaba?

La cabeza empezó a dolerme. No paraba de pensar…

Suspiré, incómodo e inquieto. El viento movía las ventanas. Era muy furioso. Pude ver a través de ellas a algún zombi siendo tirado por él. Se levantaban, o se quedaban arrastrándose. Eran muy torpes. En mi puta vida había visto algo así. Me sentí como si fuera la primera vez que veía algo sobrenatural. Marc había encajado todo aquel mundo muy bien. Lo miré mejor. ¿Sería de fiar…? ¿Qué excusa era la de querer proteger mejor a su patria sabiendo los peligros reales del mundo? ¿Cómo nos había encontrado tan bien, dejando de lado al ejército tan fácilmente?

Un golpe sonó en la puerta de abajo. Nos paralizamos por el miedo. Un zombi había chocado con ella y caído por las escaleras que daban a la entrada. Estaba en el suelo, mirando hacia el cielo, como quien se pregunta el significado de la vida.

Lo compadecí. Una vez resuelto el enigma, ¿me encargaría de darles paz a todos ellos, o me iría para no volver?

Las nubes no se iban. En su lugar, parecía como si girasen en torno al pueblo. La oscuridad engulló aquella parte del mundo para nosotros irnos a dormir y pasar una de las noches más intranquilas de nuestras vidas.

Ruidos, madera resquebrajando, rugidos de zombi en la calle. Pasos, golpes, el viento. Las persianas, las ventanas… Todo distraía. Era difícil conciliar el sueño. Aun así, ninguno de nosotros se atrevía a iniciar un tema de conversación. El miedo, cada segundo que pasaba, se hacía con más control sobre nuestros cuerpos. Y, mientras tanto, el zombi seguía tirado en mitad de la calle, mirando en el cielo a las estrellas, si no hubiera sido por las malditas y densas nubes. Sin duda, un aquelarre de brujas estaba detrás de todo eso.

El silencio era total. Por eso, cualquier ruido ínfimo podía ser escuchado. Por eso, las horas pasaban más lentas, y los rugidos se metían por los oídos para atravesar la carne y penetrar en el alma, estremeciéndola. Por eso, el viento sonaba más fuerte. Por eso… necesitábamos movernos, pero no podíamos. No había luz. No nos veíamos ni a nosotros mismos. Tal era la oscuridad que no éramos capaces de reconocernos. Me recordó a la escena en la que huíamos de la niña demonio psicópata. Nos juntamos para sentirnos, y nos acurrucamos en una esquina del cuarto, tapándonos con mantas para refugiarnos del duro frío del invierno.

Un halo de misterio rodeó la situación. Aunque estuviéramos acojonados a más no poder, supe que ese momento nunca volvería. Supe que nos perderíamos los unos a los otros. La muerte llegaría tarde o temprano y deberíamos decir adiós. Y, después, ¿quién sabe? Sabía que había algo, sí, ¿pero el qué? Era una eternidad, y la vida un instante. Un instante que, a veces odiado, podía llegar a ser amado. No quería perderlos. Debía protegerlos. Tenía muchísimo miedo dentro de mi cuerpo, pero… supe apreciar esas horas junto a ellos. Las echaría de menos en el futuro, sin duda. Echaría en falta los momentos a su lado. O no. Esas cosas sólo las echa en falta la gente con mucho tiempo libre. Yo nunca llegaría a tener tiempo libre. Cazaría, y cazaría, y ayudaría a la gente hasta que matasen a mi cuerpo. La perfecta jubilación mirando el infinito mar nunca llegaría. De hecho, ni siquiera tendría dinero para permitírmelo. Nuestros fondos se agotaban, y ya no accedíamos al banco para no registrar nuestros movimientos. Pensando así dije:

– Deberíamos… conseguir algo de dinero.

– ¿Robarlo? – preguntó Chorro.

– No, ya están muertos.

– Pero igual tienen alguna familia a quien dejárselo.

– Eso, o seguir robando coches, gasolina, y haciendo sinpas.

Por desgracia, todos aceptamos mi idea. Como no éramos capaces de dormir registramos la casa en busca de dinero. Cuatrocientos euros conseguimos, nada más ni nada menos. En mí brilló la ambición, aunque sabía que la avaricia rompía el saco.

– Vamos a la otra casa. – dije. – No hay zombis entre casa y casa, y podremos registrarlas bien.

– ¿Cómo que no hay zombis? – dijo Akira. – Apenas se les ve con la poca luz que hay.

Entonces se me ocurrió una idea. Descorrí ligeramente la cortina y apunté con mi linterna hacia la carretera, justo al lado del zombi, que se quedó embobado mirando la luz y corriendo detrás de ella.

– Ven, pueden ver. – dijo Chorro.

– Pero no a mucha distancia. – dije separando el haz de luz a diez metros del zombi. Podía ser una buena distracción. Enfoqué la casa que teníamos al lado en busca de zombis. Ninguno. – Aprovechemos las horas en las que no podemos dormir para registrar las casas. Coged alimentos y dinero. Ah, y algún arma punzante. Cuanto más grande mejor.

– No, esperemos al día. – dijo Akira. – Aunque nos pasemos otro día entero haciendo lo que dices, iremos poco a poco.

– No podemos permitírnoslo. – dije yo. – Hay que aprovechar la noche para poder avanzar por la mañana.

– Votemos. Esperar aquí, hacerlo poco a poco y bien, o aprovechar la noche e ir a lo loco.

Todos optaron por la idea de Akira. Incluso Cris. La miré, preocupándome por ella. Debía estar segura, protegida, y no expuesta a esta clase de seres que sólo existen en la mente de fantasiosos soñadores. Asentí con la cabeza. Entonces abrí la puerta y me fui yo solo a registrar la casa.

– Esperad aquí, yo lo haré. – cerré tras de mí, trancando la puerta. No pudieron seguirme, ni intentar convencer de lo contrario. Podrían haber corrido hacia la otra puerta pero habrían causado demasiado ruido.

Me agaché y me acerqué en sigilo hasta aquella casa vecina, de una arquitectura idéntica a la casa en la que estuvimos. Salté la valla, acostumbré mis ojos a la oscuridad, y me deslicé hasta la puerta trasera. Tenía un hueco para el perro. ¿Habría perros zombis? Me colé por tal hueco y encendí la linterna en la casa. Todo estaba lleno de polvo. Se me irritaron los ojos y me entraron ganas de toser. La garganta me picaba muchísimo, pero debía evitar cualquier ruido que alertase a los zombis. Necesitaba toser. Iba a toser. Carraspeé bajo, pero sólo me irritó más la garganta. Los ojos me escocían y empezaron a lagrimear. Fue una mala idea meterme allí yo solo, pero no había vuelta atrás. Aunque fuera para hacerme el chulo, para no retractar y quedar mal. ¿Por qué pensé así? Yo no era un ser orgulloso. Sin embargo la ira cada vez se hacía más notoria en mí.

Me acerqué hasta la cocina y cogí un cuchillo jamonero, por lo que pudiera pasar. Llevaba en una mano la linterna y en otra el cuchillo, dispuesto a rebanar a quien fuera. Entonces se me ocurrió la alternativa de irnos. Estábamos siendo puestos a prueba, y encima siendo dirigidos a una trampa. ¿Y si nos pirábamos? ¿Y si…?

Un puto zombi salió de la nada. Me pilló distraído. Una cincuentona con pelo rizoso se abalanzó sobre mí rugiendo como un animal. Le atravesé la cabeza con el cuchillo, pero éste se quedó atascado dentro de su cerebro. No me apetecía hacer fuerza para sacarlo, conque cogí otro. Me había llenado de sangre. Me enfoqué con la linterna. A la mierda la cazadora de Akira. Escupí a un lado y me limpié la sangre que tenía en la cara. No me era muy agradable luchar contra ellos. Me rasqué el pelo y miré a través de una ventana. Los zombis estaban acumulados en una plaza, y el viento seguía soplando, tumbándolos a veces. Por una parte era divertido verlos así. Entonces hice algo de ruido en la cocina para comprobar si había más zombis en la casa. Pasos y rugidos se escucharon en la planta de arriba. Intenté que bajasen a por mí, pero no hubo manera. Tenía que subir yo. ¿Y si pasaba de ir? Con registrar la planta de abajo sería suficiente. Pero no encontré más que filetes pochos, espaguetis pasados, y… oh, patatas fritas. Me llevé una a la boca. Deliciosa. No habían caducado aún. Comencé a comerlas a escondidas como un niño que tiene antojo en mitad de la noche. Luego lancé el envoltorio por ahí. Lo bueno de un apocalipsis zombi era que no debía molestarme en recoger las cosas. Reí para mí mismo. Pasé de esa casa y me dirigí hacia la siguiente. Me colé por la verja y entonces me quedé helado.

El viento seguía soplando fuerte. Había un árbol solitario, el cual tenía una campanilla colgando de las ramas, seguramente para espantar a los pájaros que se posasen sobre él. El viento, al moverlo, hacía sonar la dulce y sutil melodía de la campana. Baja, pequeña, relajada. Al lado estaba la cuerda de un tendal, en el cual sólo había una toalla, sujetada por dos pinzas. Se movía mucho por el viento, pero de pronto cesó. Se quedó estática, como las hojas del árbol. Donde una vez hubo vida, nunca más la volvería a haber. La gente había muerto, y estábamos solos. Un escalofrío me recorrió al pensar que el apocalipsis no sólo había sucedido en ese pueblo, sino en todo el mundo. ¿Seríamos de los pocos seres humanos vivos? ¿Seríamos los únicos, acaso?

El viento siguió moviéndose, llenándome de frío, instándome a entrar en aquella tétrica casa. Maldita mi decisión de irme. Debería haberme quedado con el grupo, porque no fue ni forzar la cerradura que ya un zombi se abalanzó sobre mí, como esperándome. Forcejeamos. Era un hombre mayor, calvo, con gafas y la piel pálida verdosa. Intentó morderme en varias ocasiones. Lo esquivé como pude. Perdí mi cuchillo y no me quedó más alternativa que agarrarlo de la cabeza y estampársela contra las escaleras hasta reventársela. Me quedé unos momentos en shock. Después del frenesí de la batalla recogí el cuchillo que se me había caído y me percaté de un dolor punzante en el brazo izquierdo. A la mierda. Aquel zombi me había mordido…

 

 

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