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Capítulo 1.1 – De compras

 

Entré en aquel supermercado rascándome mi barba incipiente. Cuatro pelos contados, pero cuatro pelos a los que me gustaba acariciar con la yema de mis dedos. Observé mi alrededor, con mi posición desganada. Quizá alguno se atrevería a decir que me estaba encorvando; la verdad es que simplemente se me hacía pesado caminar. Me erguí y trisqué la espalda. Ya quedaba recto; y aun así, al poco, tras un suspiro, volvía a mi posición de cansancio. Mis ojos, medio cerrados, cubiertos en la parte superior por unas cejas en una pose inquisitiva como de: «¿qué demonios sucede aquí?», y en la parte inferior con unas ojeras de no haber dormido más que unas cuatro horas.

Palpé en los bolsillos de mi gabardina marrón, la cual llegaba hasta mis rodillas, mis armas. No llevaba ninguna. Me resigné a aquella situación y deslicé mi mano derecha por mi pelo negro. Había dejado el sombrero en el motel en el que me hospedaba. No me acostumbraba nunca a perderlo en alguna misión, por mucho que aumentase mi sex-appeal o por muy interesante que me hiciese parecer, así que decidí llevarlo de vez en cuando en lugar de estar comprando uno nuevo en cada sitio que visitaba. Miré la hora en mi reloj digital. No pude evitar tener una carcajada. Aquel maldito reloj, comprado en un cadena cien por poco menos de quince euros, me decía la hora exacta en aquella parte del mundo; tenía cronómetro, alarma, calendario, y era sumergible. Y si se me rompía, me era indiferente. En cambio, no hacía mucho, se me rompió un reloj de trescientos euros por un mal golpe. Y no en una misión, sino dándole al marco de una puerta cuando estaba distraído leyendo las esquelas de un periódico y andando en mi posición «desganada».

Las diecinueve y dieciocho minutos. O las siete y veinte de la tarde. Afuera llovía como si se estuviese debajo de una cascada. Y, sin embargo, el supermercado se hallaba semi vacío. Me agradó ver aquello. Así nadie tendría que presenciar la pequeña masacre que tendría lugar a continuación.

Junto a mí estaba una joven chica, con pelo rubio recogido en una coleta, de unos veinticinco años de edad, que me había cautivado en un bar hacía unas horas. ¿Por qué la llevaba conmigo? Ni idea, hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer, y me apetecía enardecer mi ego a niveles superiores del resto de los mortales. Soy un chico humilde y modesto, pero entonces altivo y orgulloso. Vaya, que estaba cachondo y me apetecía impresionarla, hablando en plata.

Tenía unos ojos marrones, como los míos, con un brillo en los ojos de estar ilusionada con lo que fuese a ver. Quería ser escritora, y yo le daría ideas nítidas con lo que ella fuese a ver, a cambio de que nunca revelase que era cierto. Aceptó, y me acompañó hasta allí. Lucía un pantalón vaquero ceñido, que le resaltaba un culito respingón de infarto. Y un jersey rosa, que le resaltaban también unos pechos de infarto. Ay de mí. Suspiré, decepcionado conmigo mismo. Yo era un chico romántico y cariñoso, de relaciones estables y duraderas. Quien se encargaba de las pasionales y efímeras era mi compañero, entonces ausente. Pero desde que empecé en aquella especie de trabajo no había tenido ni tiempo para tener relaciones, ni la estabilidad para mantenerlas. Así que decidí sucumbir ante el pecado, aunque fuese una vez.

Seguí rascando mi barba. La culpable era ésta, que me daba un aspecto rebelde y de chulo, como si nada me importase.

Anduve hasta dentro del supermercado. Me encantaba oír el sonido de mis deportivas negras pisando las baldosas. Me relajaba. Ajusté mi cinturón, pues mi pantalón vaquero, de color azul oscuro, se me estaba cayendo. Luego, acaricié mi colgante de plata que sostenía una insignia de color negro en una piedra de ámbar, el cual llevaba en el cuello y que estaba por encima de mi camisa blanca. Me miré en un espejo y me dije a mí mismo: «Perfecto».

Di vueltas y vueltas por las secciones de aquel supermercado. Me recordaba a uno que frecuentaba en mi infancia, donde me tiraba a echar las siestas en las camas de prueba en la sección de muebles. Me tumbé en una de ellas, relajé mis músculos y esbocé una sonrisa. Recordé que aquella chica me estaba acompañando y me levanté de la cama con un gesto de como si no hubiera sucedido nada. Seguimos andando y andando y no encontramos nada. Se comenzó a impacientar. Yo me fui a la sección de los cereales, abrí una caja y comencé a ingerirlos. Eran de bolitas de miel. Anhelé una taza de leche con que mezclarlos. Después los devolví a su sitio, fui a la sección de bebidas y me trisqué un refresco de cola cuyas burbujas y cafeína me excitaron.

Tras un estremecimiento por todo mi cuerpo se me acercó un guardia y me preguntó:

– ¿Va a pagar eso?

Por supuesto que no tenía intención de hacerlo, pero le dije que sí lo haría y en cuanto se giró devolví la bebida a su sitio y me marché de aquel supermercado. Al menos de su interior, en el exterior de éste las tiendas abundaban por doquier. Estaban bajo su amparo, claro. Pagaban un alquiler al supermercado por regentar en aquella zona. Di varias vueltas. Me acerqué a un puesto de hamburguesas y pedí una por un euro. Olían tan bien que me embelesaban con facilidad. Pedí otra, y un refresco. Me quedé con hambre aún. Mi constitución era delgada, pero en ocasiones sentía una necesidad atroz por devorar comida. La chica se impacientó aún más, y me tomó por un fanfarrón. Le pedí que se calmase. Fui al baño, me desahogué, me preocupé por si la carne de aquellas fabulosas hamburguesas fuese de rata, me encogí de hombros pensando que aunque lo fuesen bien ricas que estaban, y me comí un chicle para limpiar los restos de comida de entre mis dientes.

Volví con la chica y seguimos andando por delante de puestos de cafeterías. ¿Qué diferencia hay entre tomar el café en una o en otra? ¿Por qué se ponían tan cerca entre sí, si en verdad cobraban lo mismo? Incógnitas que me quitaban el sueño por las noches. Aunque lo cierto es que me gustaba pensar aquellas tonterías para no tener que dormir. Me preocupaba dormir. Me atormentaba dormir. A veces tenía sueños más bonitos que la propia realidad, y eso me dejaba melancólico el resto del día. Y, otras veces, tenía sueños tristes, los cuales me dejaban con pesadumbre el resto de las horas. 

Y entonces lo vi. Por fin, el ser al que estaba buscando. Sus ojos mostraron un brillo amarillo cuando los posó sobre la insignia de mi colgante. Una especie de medallón, por así decirlo. Vi su verdadero rostro: tenía la piel arrancada y mostraba unos músculos en carne viva, con una sonrisa de psicópata mostrando unos dientes afilados y terribles. Uno nunca se acostumbraba a ver a aquellos seres. Aun habiendo visto a decenas como aquél, siempre que descubría a uno un escalofrío recorría mi espalda. Me miró a los ojos y sonrió, en su aspecto humano. Aquellos hijos de vecino podían adoptar aspecto humano con facilidad. Eran como demonios, y se alimentaban de la sangre de la gente. No eran vampiros, no eran demonios, eran otra cosa. Fuesen lo que fuesen, mi misión había empezado.

Aquel ser no había sabido interpretar mi gesto de sorpresa al verle la cara, para mi fortuna. Entonces seguí andando por aquel supermercado hasta encontrar la cafetería donde mi compañero, y amigo, estaba sentado tomando una cerveza, charlando tan ricamente con una mujer.

– Venga. – le dije, cortándole todo el rollo. Me miró con la misma mirada que tenía yo cuando entré en el supermercado. Esa mirada de: «¿qué demonios pasa?». Llevaba una camisa roja a cuadros, una camiseta blanca, unos pantalones vaqueros azules, y unas deportivas blancas. Qué sexy y qué guaperas era, el jodido.

– Estoy acompañado. – me dijo en un tono amistoso con una sonrisa, no borde.  

– Y yo. – le dije, haciéndole saber que me importaba una mierda con quién estuviese. La lluvia interrumpió nuestra tan amena charla al estamparse contra la ventana de aquella cafetería. En tal distracción, lo agarré del hombro de su camisa y lo atraje hasta mí, susurrándole entonces al oído: – Tenemos a un sátiro entre manos.

Los habíamos bautizado sátiros porque una vez vimos a varios de ellos reuniéndose en torno a una hoguera en una parte alejada de un bosque remoto, a punto de iniciar un banquete con humanos. Estaban fornicando entre ellos, y tras la orgía se comerían a las personas para prolongar su existencia. Unos recuerdos desagradables con los que convivir el resto de mi vida.

Asintió con su cabeza y nos fuimos directamente de allí. Ni se molestó en despedirse de aquella mujer más que haciéndole un gesto de despedida con la mano. Le di un suave toquecito en el hombro y me miró, otra vez con aquella cara inquisitiva. Su mirada me distrajo, provocándome gracia, y dejándome observarlo mejor. Llevaba su pelo negro corto, con algo de gomina para empinarlo, a diferencia de mí, que llevaba el pelo un tanto a lo loco, aunque también corto y, a diferencia del suyo, con flequillo. Me fijé en su pendiente de la oreja izquierda. Era negro, cuadrado. Yo también llevaba pendiente, se me olvidó mencionar. El mío era brillante, blanco.

Le pregunté, pues, si llevaba armas. Asintió con la cabeza. Necesitábamos un arma de plata directamente clavada en el corazón del sátiro para derrotarlo. Lo estuvimos buscando varios minutos. No dábamos con él. Mi compañero, así como la chica, comenzaron a preguntarse si yo estaba loco. Él me preguntó quién era ella. Yo le dije que me dejase en paz, que yo sabía lo que hacía. En verdad no tenía ni idea de lo que estaba haciendo con ella, simplemente me hice ilusiones buscando en ella un cariño que tiempo ha que no tenía.

Seguimos buscando hasta que, por fin, dimos con el sátiro. Estaba delante de una tienda de ropa, revisando lo que había comprado en unas bolsas. Maldito sádico, a saber qué cojones tendría en ellas. Me acerqué para comprobarlo y vi que era un jersey de punto con un ciervo decorándolo. Se me cayó el alma. Qué prenda de vestir tan mona. La había comprado con, quizá, toda su ilusión. Y yo tenía que matarlo. Volví a mirarlo a la cara. Un hombre cuarentón con la cara chupada que llevaba un sombrero y prendas elegantes de vestir. Pero entonces miró mi colgante y reveló momentáneamente, otra vez, su identidad. Otro escalofrío recorrió mi espalda.

– No vas a matarme aquí, delante de todo el mundo. – me dijo con una sonrisa, reconociéndome. Estábamos rodeados de civiles, sí. Mi compañero suspiró decepcionado sabiendo que el sátiro tenía razón. Lo que yo me preguntaba es qué hacía con un jersey de punto con un maldito ciervo en la mitad de éste. Me encogí de hombros, sin molestarme en temer sus amenazas, advertencias, o lo que fuesen, y arremetí contra él. Le di un puñetazo en la cara y lo tumbé al suelo. Estando ahí me coloqué encima de él asestándole numerosos puñetazos. Un guardia se acercó para separarnos, pero de pronto aparecieron más sátiros como él, revelando su verdadero aspecto. Sus formas como de carne desgarrada, con los músculos latientes y al rojo vivo, y sus sonrisas de psicópatas. El guardia se hizo popó y salió corriendo como alma que lleva el diablo.

Estábamos rodeados de cuatro, además del que estaba en el suelo moribundo. No me apetecía ensuciarme. No, me había puesto mis mejores galas, aunque siempre me pusiese las mismas o parecidas, y no quería que se ensuciaran. Mi compañero me pasó una estaca de plata y nos encaramos a aquellos seres del infierno. La chica se refugió en la tienda de ropa. Los civiles huían atemorizados, y ni el guardia se molestó en sacar su pistola para dispararles. Estaba él como para que atracasen el supermercado.

Suspiré, cansado de aquella situación. Habíamos ido a aquel pueblo a por un sátiro, y yo había descubierto a otro más en mi maldito tiempo libre y por eso estaba en el supermercado, y entonces zas, salen ciento y la madre. Sin meditarlo le lancé mi estaca a uno en la cabeza. Cayó fulminado al suelo.

– Eh, en la cabeza también vale. – le dije a mi compañero, para que lo tuviera en cuenta cuando quisiera matar a uno. Cuando morían, se les derretían los ojos. Era fácil de comprobar.

Se nos acercaron los otros tres con unas garras bastante afiladas. Las temí. Pero temía que me desgarrasen mi ropa, más que otra cosa. Mi compañero estuvo combatiendo contra uno mientras yo esquivaba a los otros dos. Intenté, al zafarme de ellos, recuperar mi estaca, pero estaba demasiado clavada en su cabeza. De pronto apareció un tío con ojos azules, barba abundante y pelo corto castaño, con cara de haberse perdido pero sabiendo dónde estaba, y le clavó una estaca a un sátiro. Me impresionó que hiciese aquello, aunque de vez en cuando nos encontrábamos con otros «cazadores» como nosotros. Llevaba un jersey verde, parecido al jersey de punto del ciervo, y unos pantalones de pana marrones conjuntados por unos zapatos también marrones.

Entonces combatió con el otro restante. Yo recuperé mi estaca, se la clavé al que estaba combatiendo con mi compañero y se la dejé atravesada cuando cayó al suelo. El otro cazador se deshizo rápidamente del sátiro, y de pronto se levantó al que había comenzado a pegar yo.

– Eh, toma. – dijo mi compañero lanzando su estaca hacia mí, agarrándola yo al vuelo y clavándosela al sátiro en todo el corazón.

Cuando yacía muerto en el suelo me agaché a él y lo inspeccioné, preguntándome qué coño hacía con un jersey de punto con un maldito ciervo dibujado en él.

 

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