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Capítulo 3.2 – Amores que Matan

 

La lluvia sonó fuerte contra la ventana de aquel salón, de aquel piso, de aquella ciudad. El viento aullaba y agitaba las persianas. No reparamos en aquellos detalles. Al menos ellos no. Yo sí.

Miraron al espíritu estupefactos. Akira y yo ya habíamos tratado más como aquél. A veces las almas quedaban atrapadas en este mundo, aunque la mayoría de las veces no es porque tuviesen que hacer algo, pues si no estaría todo lleno de espíritus, sino porque solían hacer algún tipo de pacto con otros entes, o conocían en profundidad la verdadera magia. Dibujando un símbolo en el suelo sobre el que se elevaban podían ser desterrados, o con otro hechizo. Pero habíamos invocado al espíritu para saber qué hacía allí, no para desterrarlo. A su vez, mi colgante ayudaba en el proceso.

– ¿Qué haces atormentando a Irene? – preguntó Akira mientras yo me entretenía con ver la lluvia caer por la ventana.

– Ella… me mató.

Irene se sobrecogió. Akira y yo nos impresionamos y la miramos extrañados. Queríamos una explicación. La muchacha no se atrevía a hablar, hasta que, tras unos segundos incómodos, dijo tartamudeando:

– Fue en defensa propia. Me quisiste matar.

– No…, ¡no fui yo! – gritó el fantasma con una mirada implorante.

Intrigado, y a su vez confuso por la situación, acaricié la culata de mi pistola preparándome para sacarla. Temía más la reacción de Irene que la del fantasma.

– ¿Podéis explicaros? – pregunté.

Irene estaba temblando. ¿Cuál sería la razón? ¿Que estuviera viendo un fantasma semi desnudo delante de ella, pues la ánima apenas era una nube flotante y etérea con la forma de su rostro humano y medio torso al descubierto, o que hubiera cometido un crimen y fuese a ser delatada?

– Algo… me poseyó. No sabría decir qué. Entró dentro de mí y me hizo coger un cuchillo para matar a Irene. No podía luchar contra ello. Fui hasta ella mientras dormía y apuñalé el colchón, pues ella no estaba. Había ido un momento al baño, y cuando volvió luchó conmigo hasta que me clavó el cuchillo en el corazón.

Acaricié los pelillos de mi barba incipiente. Reflexioné sobre que aquel fantasma estuviera en verdad mintiendo. Me giré hacia Irene y le pregunté:

– ¿Por qué no nos lo contaste desde el principio?

– Fue en defensa propia…

– Bien, está bien, ¿pero por qué no lo dijiste cuando te lo preguntamos?

Estaba asustada. No quise presionarla. Me giré hacia el marido y le pregunté:

– ¿Qué te poseyó?

– No sabría decirlo con seguridad…

– Tiene que haber sido algún demonio o algún espíritu superior. Al haberlo hecho te habrías contaminado con su «maldad», y eso te ha anclado a este mundo. Pero no me queda claro. Irene, cuando lo mataste, ¿algo te siguió acechando?

Negó con la cabeza.

– Sólo pasados unos meses.

Me quedé confuso. Si algo poseyó a su marido, tendría que haber seguido intentando asesinarla aunque hubiera fallado. Por el rostro de Akira pude ver que él también pensaba así.

– ¿Por qué lanzabas cosas por la casa? – le pregunté.

– Para llamar la atención de alguien que pudiera invocarme, y lo logré. Irene, mi amor, me quedé en este mundo para protegerte, porque te amo, y yo nunca quise hacerte daño. Morí sabiendo que tú siempre creerías que yo quise asesinarte, y eso me destrozó. Poco a poco puedo ver que pierdo la conciencia. Sé que me desvaneceré tarde o temprano, y mis esfuerzos podrían no haber servido, pero aquí estamos. Perdóname, yo no quise, créeme…

Irene frunció el ceño, a punto de llorar. Pude ver un montón de sentimientos dentro de ella. Incredibilidad por lo que estaba viendo, desamparo, arrepentimiento, tristeza, desesperación. Quise animarla, aunque eso se le daba mejor a Akira. Yo tenía que seguir atento al entorno. Notaba una perturbación en el ambiente. Se había vuelto tenso y amargo.

– Sí, te perdono. Te amo, Carlos, siempre te amaré. – dijo Irene. – Nunca pude superar aquel suceso. El amor de mi vida intentándome matar…, y encima muriendo tú… No, estuve a punto de suicidarme muchas veces, pero tenía mucho miedo de todo. Y ahora que estás tú ahí yo… Lo siento, me siento culpable. Voy… voy a…

Fue a la cocina, del estilo cocina americana, agarró un cuchillo, y estuvo a punto de clavárselo a sí misma.

– ¡NO! – gritó Akira, sosteniéndole el brazo para que no cometiese una locura. Yo seguía sin quitarle el ojo de encima al fantasma, quien obviamente me veía, y dijo:

– No, Irene, no. Aún tienes mucho por lo que vivir. Siempre quisimos hijos, ¿recuerdas? Rehaz tu vida, ten hijos, críalos, y sé feliz. Por favor, vive.

– Morir es para siempre, vivir es sólo un rato. – dije yo, apretando después los dientes.

– Suelta el cuchillo. – decía Akira. – Tu marido quiere que te claven otra cosa… – un chiste malo y fuera de lugar que sólo haría gracia cuando el tiempo pasara y se recordase.

– Carlos, sin ti… no hay vida… Yo… ¿Cómo voy a irme con otro hombre, cuando tú lo eras todo?

Llamaron al timbre. Lo ignoramos por completo. ¿Sería la policía por haberle propinado una paliza a un estafador? Insistieron mucho, rompiendo la fluidez de la escena, distrayéndonos.

– Irene, por favor, suelta el cuchillo. – insistió Carlos. – Soy el hombre de tu vida, pero… – el timbre siguió sonando, enfureciéndolo. Miró hacia la puerta y ésta se resquebrajó un poco. Sí que tenía poder, sí. – Tienes que vivir, hazlo, por mí…

Irene dejó caer el arma y cayó de rodillas al suelo, llorando.

– Lo siento, no sé qué hago… – decía en un llanto. Akira acarició sus hombros, y yo me acerqué hasta la puerta para ver quién era. Una mujer de mediana edad, muy morena, más que Irene, con rasgos árabes o gitanos, e indumentaria extravagante, insistía llamando a la puerta. Llevaba brazales de oro, un pañuelo envuelto en su cabeza, con una melena larga, una blusa blanca, y una falda de cuadros rojos y blancos.

– ¡Abridme! – pedía.

Dije quién era, y pregunté que si la conocían. Lo negaron por completo. Suspiré.

– Lo mejor será solucionar esto ya. – sentencié. Irene asintió, como si supiera lo que había que hacer.

– Te amo, Carlos, y seré la mujer que tú quieres que sea. Ve en paz, y algún día nos veremos en el Cielo, o donde sea.

– Te esperaré, aunque conozca y ames a otro hombre. Hasta siempre…

– Nunca lo haré. Seré feliz, pero siempre te amaré a ti.

Se sonrieron. Y ya. Nada más. Se quedaron mirándose. El fantasma miró de reojo mis movimientos. Entonces llevé una mano a la puerta para abrir a la mujer y cuando la puerta se entreabrió agarré la pistola y disparé a Carlos, quien se desvaneció por culpa del roce con la plata y la velocidad supersónica de la bala. La mujer entró corriendo, derribándome. ¿Sería aliada del fantasma y había dejado entrar a un error? No, era algo peor. Era una bruja…

– Quietos, no conseguiréis nada. No sabemos si es bueno o malo, ineptos. – aseguraba. Las luces de la casa temblaron. Las persianas cayeron de golpe, y la puerta se cerró sellándonos dentro. Akira desenfundó su pistola y estuvo en guardia hasta que el cuchillo del suelo comenzó a flotar. Irene estaba paralizada del miedo. Se lo había tomado muy bien hasta entonces. Varias personas se negaban a creérselo al ver a un fantasma, pensando que los habíamos drogado. Ella no, aunque aún no se daba cuenta de lo que sucedía. Fui a apuntar al cuchillo pero la bruja se puso en medio, conjurando algún tipo de hechizo. Akira disparó, doblándolo y llevándolo hasta la otra punta de la habitación. Nos arriesgamos a que la bala rebotase. Mi corazón palpitó nervioso. Odiaba combatir contra aquellos seres. El fantasma derribó a Akira y a la bruja. Me levanté, inquieto. Entonces me lanzó una lámpara encima. La esquivé, pero se llevó a mi sombrero, el cual reventó. No, mi sombrero no. Otro que perdía. ¡Más no! Me costaba tanto encontrarlos a mi gusto… joder. Saqué la pistola y disparé a lo loco. Los vecinos debían de estar alucinando. Me acerqué hasta Irene, pero el fantasma se acercó para intentar tumbarme. En ese momento se dio cuenta de que mi amuleto lo retenía. Me quité la gabardina con rapidez y la lancé al aire, donde creí que el fantasma se hallaría. Fallé. Un flash iluminó la habitación. La voz de Akira resonó:

– ¡Detrás de ella!

Con un pie elevé la gabardina del suelo y la lancé a la dirección que mi amigo me dijo. Cayó encima de él, envolviéndolo por completo. Se retorció, e intentó escabullirse, pero no fue capaz. Llevé a Irene a la otra punta de la casa y volví a por él. Mi gabardina llevaba dentro un hechizo dibujado que retenía a los fantasmas. Quedaba purificarlo y dibujar un símbolo, ya fuera encima o debajo de él, para que pasase al otro mundo.

– Nunca quisiste que Irene te perdonase. Habías vuelto para asesinarla. Sabías que se quería suicidar, y esperaste a que lo hiciese, por eso no la acechaste durante unos meses. Pero después sí. Intentaste llamar su atención para que te invocáramos y tener más poderes. Pero no te ha salido bien.

Fui a dibujar el símbolo cuando Irene apareció.

– ¡Espera! Carlos, ¿por qué lo hiciste?

Pero la bruja apareció, dibujando el símbolo sin previo aviso, y expulsándolo de este mundo para siempre. Lo hizo con tanta velocidad que me asombró, a la vez que me indignó.

– ¡NOOO! – gritó Irene. Me agaché para observar la gabardina, que estaba impregnada de ectoplasma. Viscoso y asqueroso, otra gabardina echada a perder. Ah, y el sombrero también. No los pierdo en un tiroteo y los pierdo por culpa de un fantasma de poca monta. Con mucho poder, eso sí.

– Olvídalo, niña. Los hombres asín no merecen la pena. – decía la bruja.

– Zorra… Yo…

– Son mil euros. – encima pedía dinero por lo que acababa de hacer.

– Mil euros de qué, si no has hecho nada. – dije yo.

– Uy, que no. No chivarme a la pestañí del payo de abajo.

Me sacó una carcajada su frase.

– Que venga la poli, me la suda. En fin, vámonos, Akira, ya hemos hecho lo que teníamos que hacer. Lo siento, Irene, por lo que has vivido, y por cómo lo has vivido.

Ella seguía llorando, en un estado casi comatoso. Me entristeció porque acabarían llevándola a un psiquiátrico, y la policía analizaría todas las balas por la casa. Aunque dijese que me daba igual, lo cierto es que estaba acojonado. Recogí también mi sombrero del suelo y nos marchamos.

– Espera, moreno, ¿cuál es tu nombre? – me preguntó la bruja.

– A ver, sé reconocer a los de tu calaña. Estafadores o no, jugáis con la magia, y con el destino del hombre. No quiero tener nada que ver con todo esto.

– Yo sólo quiero vivir bien.

– Pues no te metas con quien no debes. – amenacé.

Nos marchamos. El estafador seguía en el suelo, en un estado lamentable. Por un momento sentí incluso pena, pero no estaba yo como para detenerme a ayudarlo. Nos subimos al coche y vimos a la bruja pasar a todo correr. No se quedó a convencer a la chica para que le pagase. Llamé de forma anónima a la policía con el típico móvil prepago que se desecha nada más usarlo para que ayudasen a Irene a no suicidarse y arrancamos. Tontos nosotros, que sólo cuando llegamos a casa nos dimos cuenta de lo perdido.

Balas de plata desperdiciadas, mi sombrero roto, mi gabardina echada a perder, y… mi medallón robado.

No sé en qué momento se me habría caído, o en qué momento la bruja me lo habría robado, pero ya no lo tenía conmigo. Lo que no pudieron hacer miles de seres sobrenaturales, lo hizo una mujer codiciosa.

 

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