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Capítulo IV
– Dime, Aleksander, dime quién es.
– Primero cena un poco, y te contaré la historia de mi vida.
Asentí con la cabeza. Apenas había aceptado quién era, y ya me veía inmersa en una lucha que me desconcertaba. Me preparó una tortilla francesa deliciosa y luego bajamos a su pequeño búnker bajo el suelo, donde cerró la puerta tras de sí y nos sentamos sobre una alfombra que trajo él, calentita y cómoda. Nos posamos sobre unas almohadas y encendió una luz pequeña y tenue. Ya había limpiado el vómito, aunque no supe acertar en qué momento.
– ¿Por dónde empezar?
– ¿Qué tal por decirme a qué te refieres con luchar? ¿Qué pinto yo en todo esto?
– Tengo que empezar desde el principio. Yo era… – suspiró, intranquilo. – Tenía diez años cuando un monje me encontró en un pueblo arrasado… Ésta es mi historia:
>> Corría el año mil seiscientos, o mil quinientos, aproximadamente. Han sido tantos que me cuesta recordarlos. Apenas llegaba a los diez y ya me había quedado huérfano. Toda mi familia había sido arrasada por un enemigo invisible y fugaz: la peste negra. El pueblo entero cayó enfermo, y en dos meses se exterminó por completo. Los únicos en sobrevivir fuimos un mensajero y yo. El primero fue corriendo a la ciudad a buscar a médicos que vinieran a asistirnos. Yo… no sé por qué sobreviví. Una vez supieron el caso los curas vinieron a vernos con sus típicas máscaras con picos como de ave. Sabes… eran un horror. Verlos daba escalofríos, porque sabías que había muerte donde ellos estaban. Cuando veo a gente hoy en día bromear con esas máscaras, o utilizarlas como vestimenta decorativa me… me… altera…
No puedo evitarlo. Yo era un crío cuyos padres fallecieron. A día de hoy sigo sin ser capaz de recordar sus rostros. El tiempo los diluyó. No teníamos fotos como ahora. No tenía nada de ellos, absolutamente nada. Todo mi pueblo fue quemado para que sus virus no se esparciesen, y unos curas me acogieron con ellos, aunque me pusieron en cuarentena. Me encerraron en un calabozo, donde estuve bien alimentado, pero aburrido. Cuando vieron que no me había infectado me catalogaron como un «elegido de Dios». Me había salvado por alguna razón, y era el deber de ellos llevar mi vida a buen puerto para que pudiese completar mi destino. Cien muertos, y un sobreviviente. Dos, en verdad, aunque el otro fallecería poco después por culpa de una insolación. Allí, morir hasta por un catarro era lo más común del mundo. De un día para otro desaparecías, sin dejar huella ni constancia en nadie. Me instruyeron, culturizándome aprendiendo latín y griego antiguo. Me enseñaron a leer, a orar, a cultivar el huerto, a hablar correctamente, a dar misas… Imagínate lo aburrida que era mi vida desde los diez hasta los veinte años. Era casi todos los días lo mismo. Yo era un muchacho tímido que no hablaba mucho, y mis maestros me miraban con devoción. Yo fui su hijo, y el elegido de Dios. Pensaron que Él me había salvado para que ellos pudieran dedicarse a alguien con la misma devoción que a Él. Yo nunca pensé sobre mi destino y la suerte que corrí. De hecho nunca pensé en nada, sino que me dediqué a sobrevivir como pudiera.
Veía un muerto una vez a la semana, de promedio. Ya fuera por enfermedad, justicia, o asesinato, que venían a ser todos lo mismo, como hoy en día, pero mucho más extendido y mejor visto. A la edad de veinte años se pasó por allí un inquisidor cuyo nombre no daré el gusto de mencionar. No se lo merece. Ni te lo describiré. Sólo puedo decirte que era un tío asqueroso y repugnante, al estilo de Santi. Buscaba gente para unirse a su causa, y reclutó a los jóvenes monjes. Yo era más monje que cura, pero te hablo en una jerga que entiendas, porque ya sé que a ti la historia no te va mucho y el lenguaje técnico te abruma. Y entre ellos, obviamente, estaba yo. Éramos tres de aquel monasterio, más otros seis que ya había reclutado. Mis maestros se llenaron de pesar al irme, pero sabían que era la voluntad de Dios. Yo me comprometí a escribirles cartas de vez en cuando para que se tranquilizasen y supieran de mí. No sé si alguna vez acabaron leyéndolas, pero describí unos horrores inimaginables…
El Maestro Inquisidor nos llevaba a los calabozos, donde veíamos gente de todo tipo. Desde ladrones, asesinos, prostitutas, mujeres acusadas de brujería, hasta filósofos o pequeños nobles que enfadaron a quienes no debieron. Todos eran iguales ante los instrumentos de tortura. No te las describiré, porque sé que te marearías y te afectarían para mal, pero puedes imaginártelo. Sólo sufrimiento, dolor, gritos, que entraban en el oído y rezumbaban por el cerebro. Y lo peor fue cuando nos enseñaron a nosotros. Yo no pude al principio. Era estar allí unos pocos minutos y marearme, aprensivo. Pero cada día me hacían estar más tiempo en las mazmorras. Pasé de aguantar diez minutos, a quince, a media hora, a una hora, y así progresivamente, día tras día, semana tras semana, mes tras mes… Tenían todo el tiempo del mundo. Mi instrucción como monje seguía, a la vez que de torturador. ¿Sabes por qué daba el perfil? Porque no lo cuestionaba. Sólo lo veía como algo atroz y vil, pero el haber crecido sin familia, el haber visto la muerte desde pequeño… me había hecho olvidar quién era yo, y desechar de mi cabeza el concepto del bien y el mal. Era un cerebro débil, fácil de lavar y de manejar, y así me dijeron que tenía que torturar, y yo no lo cuestioné. Todo era por «Dios» y porque así Él lo disponía. Él me había salvado, así que yo le debía mi lealtad. Mentiras, ¡todo mentiras! ¿Cómo puede tener Dios maldad? No, eso era un sentimiento humano para mantener el poder y provocar el daño que siente dentro de forma física a los demás. Sé que muchos eran inocentes. Fueron acusados falsamente, pero yo debía sacarles una confesión, y purgarles sus pecados. Cometí las mismas atrocidades que los demás. No lo cuestioné, ¿sabes? Sólo lo hice. Me educaron para ser así. Para deberle mi lealtad a una entidad divina superior a todos, hasta que un día me hice la pregunta que me cambió la vida: «¿por qué?».
Entonces éramos los diez imparables. El maestro y sus nueve pupilos. Éramos temidos y respetados. Se inventaron historias, e incluso se escribió una que yo me encargué de borrar con el tiempo para que no quedase constancia de nuestros nombres, y menos del suyo. Parece una tontería, pero en aquel entonces escribir era de privilegiados, y las historias y libros eran tesoros al alcance de sólo unos pocos.
Vivíamos entre lujo y comodidades. El Maestro Inquisidor rompía sus votos, ora con prostitutas, ora con jóvenes mozos. Temimos alguna vez que se le encaprichase alguno de nosotros, pero, al parecer, él no tenía ni idea de que nosotros sabíamos sus fechorías. Nos llevábamos medianamente bien entre nosotros. No hablábamos mucho, ni teníamos confianza, pero, en ocasiones, nos sonreíamos. Eran las únicas sonrisas que veíamos en nuestros trabajos.
No te exagero si al cabo de tres años acabé con la vida de unos cien «herejes». Cien almas arrebatadas de mi mano. Según el Inquisidor estábamos purificando las tierras sagradas de Dios. Erradicábamos el mal y con nuestros actos inspirábamos a otras personas. No, lo que inspirábamos era terror y miedo, y más sumisión ante un dios que el propio hombre inventó. Y me di cuenta de ello dos años después de mi «¿por qué?». Sí, veintitrés añitos, y comencé a fantasear sobre Dios y su verdadero propósito divino. ¿Realmente era tan dictador, tan severo? Leí y releí la Biblia. Los judíos lo relataban más crudo, y en el Nuevo Testamento salía más piadoso. Eran dos creencias juntadas en una misma. También me interesé por otras culturas. Un día el Inquisidor se dio cuenta de mi curiosidad. Eso no le favorecía. Necesitaba que fuéramos como las personas a las que él torturaba: bobas y que acatasen todo lo que les dijeran. Cuanto menos cultura, más sumisión. Pero no me castigó. Le dije que era interés por conocer al enemigo. En parte se sintió orgulloso de mí. Maldito asqueroso…
Yo… Argh, ahora te lo cuento. Ahora lo sabrás todo.
Yo… torturé. Recuerdo los primeros días, lo aprensivo que estaba al ver un poco de sangre, hasta que empecé a ser yo quien la provocaba. Luego pasaron a ser trozos de carne, luego huesos rotos, y, finalmente, miembros cercenados. Fui inmunizándome ante la aprensión. Me hice más fuerte por obligación. Yo nunca lo quise, pero era para lo que «había nacido», ¿no? Eso me dijeron. ¿Cuál era mi verdadero destino? No era Dios quien estaba detrás de esas muertes, no. Investigué más y me interesé en la vida de mis víctimas. Muchos eran inocentes, pero me obligaban a asesinarlos. Quizá la mitad eran culpados porque sí, para salvar a los verdaderos culpables o para no investigar mucho y calmar el miedo de la gente. Es decir, si andaba un asesino suelto, matar al primero que pasase y el pueblo se tranquilizaba. Pero no sólo arrebatas una vida, sino a toda una familia. ¿Qué era de la viuda y el hijo del inocente? Quedaban deshonrados, y tenían que sobrevivir como pudieran, vendiendo su cuerpo o convirtiéndose en ladrones. La miseria sólo conducía a más miseria. He visto esos horrores, los he vivido, y he sido partícipe de ellos. La culpa me atormenta durante todos estos siglos, y, lo cierto es que cuando más libre me siento es cuando torturo. No, así me sentía, hasta que te conocí… Ahí pude dilucidar la verdadera libertad. Te amo, Adriana. Pero el odio que llevabas tras de ti… me fue trasmitido, y se desató toda la furia que llevo dentro, la cual arrastro desde esos tiempos. Son demasiados años, ¿verdad? Lo siento mucho, pero no he podido ni perdonar ni olvidar.
Dios no podía ser maldad. Debía ser bondad absoluta, y a Él debíamos pedir perdón y sabiduría para encontrar el camino. Pensé que Él no tenía forma humana, ni que había asesinado a nadie directamente ni ayudado con favoritismos a ningún pueblo. Nos había dejado a nuestro libre albedrío, porque si no, no podía excusar tanta crueldad y sufrimiento. ¿Y sabes qué? Cuando empecé a cuestionarme mi religión y mi trabajo fue cuando me interesé por mis víctimas; y cuando me interesé por ellas me sentí culpable y me arrepentí; y cuando me sentí así tuve que desahogarme, y…
no podía contárselo a nadie, conque lo escribí. Sí, un error de novato, pero no podía hacer nada más. Y adivina quién lo leyó. Sí, el Maestro Inquisidor.
Fue mi perdición, Adriana. Tan pronto leyó todos mis pensamientos y sentimientos mandó apresarme. Lo peor fue escribir que le había visto consumar el acto con una prostituta. Quiso silenciarme. Y lo logró…
Me torturaron, Adriana. Todos los horrores que yo había causado volvieron a mí. Pero yo los hice sin pensarlo, y cuando me arrepentí de ellos quise dejar de hacerlo. Sin embargo, karma, destino, divinidad, azar, coincidencia, o lo que fuese… me condenó. Pusieron grilletes en mis muñecas y comenzaron a serrar partes de mi cuerpo. Me quedé sin dedos, sin lengua, sin un ojo, sin una mano. Me torturaron muchísimo. Incluso creí que sería violado. Gritos y más gritos. Yo era un pobre niño asustado. Cuando me metieron en una celda lo único que podía hacer era refugiarme en un rincón agazapado tapando mi cara con mi mano y mi muñón. Día tras día me hacían sufrir para que confesase mis pecados y pidiera perdón por ellos. No estuve ni un mes allí. Me hicieron todo eso en menos de un mes, ¿sabes? Sufrí tanto… Todo eso se acumuló dentro de mí, y lo he ido expresando a lo largo de los años, pero sólo con los verdaderos culpables. Mi necesidad de saciar mis ansias más primitivas me empujaban a torturar a los verdaderos asesinos para intentar compensar la balanza por los inocentes que torturé obligándolos a sacar una confesión falsa.
Pero veintitrés días pasaron cuando un motín sucedió en el calabozo donde yo me hallaba. Los campesinos se rebelaron contra el noble de turno, y, por consiguiente, contra el clero. Huyeron como ratas, dejando todo detrás de sí. Los campesinos nos liberaron, sin cuestionarse si éramos culpables o no. Sabían que no, porque los que estábamos en ese calabozo eran prostitutas y ladrones de pacotilla. Ya ves, te preguntarás que por qué prostitutas. Al parecer al Maestro Inquisidor le excitaba ver a una mujer siendo torturada, y ponía la excusa de que era demasiado pecaminosa y que los aceros y el fuego de Dios la purificarían. Maldito… Nunca supo lo que era el hambre. Nunca supo lo que era la necesidad. Nunca supo lo que significaba la soledad…
Un campesino me acogió en su casa. Supe que dentro de poco algún ejército vendría y los ejecutaría a todos. Se lo dije, y entre todos planearon un escape. Me resguardé en su casa dos días en los que una chica joven me cuidó. Era su hija. Guapa, bella, e inteligente para no haber tenido educación. Y sí, lo siento pero… me enamoré. Digo que lo siento por tener que contártelo. Nunca el amor me había atacado hasta aquel momento. Me embelesó y me atrajo. El primer amor, ¿no? Ya sabes, esa excitación. ¿Pero cómo iba a fijarse ella en un mutilado? Pues lo cierto es que… lo hizo. Puse a toda su familia a salvo diciéndoles aquello, y por ser su salvador sintió atracción por mí. Me besó, y me enamoró por completo. Estuvimos a punto de hacer el amor, ¿sabes? Pero… me habían mutilado el pene también, mas no quise decírselo por la vergüenza que eso suponía. Yo no era un hombre. No era nada, ni a nadie. No podía estar con ella. No podía calmar sus ansias sexuales, y no podía decirle por qué. Era virgen y sin miembro. La veía día tras día, los dos cada vez más enamorados, y sólo en dos semanas. Sí, éramos más promiscuos en esa época, al menos los de baja cuna. En una de ésas su mano bajó hasta mi pene y… no halló nada. Descubrió mi vergüenza, y pude ver en sus ojos decepción y tristeza. No hicieron falta palabras. Yo me marché de allí y corrí… Y corrí… y corrí… No tenía nada, ni nadie. Yo no era nada, ni nadie. ¿Para qué iba a seguir viviendo? Perseguido por la Iglesia, sin ser capaz de amar a una mujer, ni poder trabajar en nada. En serio, en esa época ya era incapaz para seguir viviendo. No tenía ni siquiera una familia que me quisiera. Corrí y llegué hasta ya sabes dónde. El acantilado donde intentaste suicidarte. Miré a la luna. Era llena, como aquella vez en que te conocí. Derramé una lágrima, arrepentido por todo lo que hice, e impotente y frustrado por no poder complacer a la mujer a la que amaba me precipité al vacío. Yo no corrí tanta suerte como tú. Nadie me sujetó antes de caer, aunque así te lo contase. Mi cuerpo se desplomó sobre las rocas que había abajo, anteriormente aún más grandes y feroces. Mis huesos se astillaron y quebraron, mi carne se rasgó, mis órganos se comprimieron y algunos reventaron. Sufriría una muerte lenta y dolorosa, y, además, el agua no llegaba hasta donde mí, sólo entraba un poco por mi boca, para luego retirarse. Me ahogaba un poco, y se iba. ¿Era ésa la muerte que me merecía? Sólo quería morir, nada más. ¿Era tanto pedir? ¿El descanso eterno…?
Pero, como de costumbre, y para bien, o para mal, mis deseos no fueron concedidos. Al contrario. Me entregaron la vida «eterna». El que sería mi maestro vampiro apareció de la nada y me salvó. Me rescató de la muerte. Me dio su sangre, en litros, y en tres días me recuperé. Y no sólo eso, sino que mis miembros se restauraron. Dijo que era una suerte que pasase, pues al cabo de unos meses habría sido incapaz de hacerlo. Yo no entendía lo que sucedía, hasta que me lo explicó. Al parecer era una evolución del ser humano. Un animal por encima de la cadena alimenticia, el cual controlaba a los humanos como ganado. Éramos pocos, muy pocos. Una especie de «elegidos». Cuando me dijo esa palabra evoqué las de mis tutores y maestros. Yo también había sido un elegido. ¿Sería mi destino ser siempre un elegido? ¿O es que Dios me salvó para que yo fuera otro vampiro?
No todos son guapos, aunque yo tuve la suerte de mejorar en belleza. Y no se sabe si podemos vivir para siempre o tenemos cierta edad. Se rumoreaba que alguno moría de viejo. Nuestras debilidades eran el corazón, la cabeza, y el sol. Nuestra piel más resistente, nuestro corazón requería sangre o se marchitaba y se paraba, dejando nuestro cuerpo en un estado comatoso, aunque del cual podíamos recuperarnos si nos centrábamos en hacer palpitar al corazón nosotros mismos moviéndolo con la poca sangre que tuviéramos. Si un vampiro se seca del todo, está en un coma, y si pasan varios años sin alimentarse, se desvanece en cenizas. Una especie de maldición. También nuestra fuerza aumenta. Y no sé qué más decirte. Ah, sí, nuestro cerebro requiere mayor actividad, lo que nos hace más inteligentes. Prácticamente superiores. También poseemos mejores sentidos. Mejor olfato, tacto, oído, vista y gusto, aunque nuestra comida predilecta es, obviamente, sangre. También éramos más sensibles, y más propensos a la oscuridad y a los sentimientos viles. No sé por qué digo «éramos». Quizá me refiero a todo el aprendizaje que viví junto a mi maestro y me acuerdo de lo que vivimos, y de que ahora no estamos juntos. Por eso «éramos», en vez de «somos». Sigue vivo, aunque descansado. Sin embargo eso es otra historia…
Me convirtió en vampiro, sacando mi sangre y dejando que la suya fluyera por mi cuerpo. Todos los vampiros poseemos el mismo tipo de sangre. Bueno, la misma sangre, por así decirlo. Sangre ajena de otros seres alimenta a la que ya recorre nuestras venas, no sé cómo. Creo que no se ha investigado. Estoy seguro de que, por bien que nos hayamos escondido, algún gobierno debe de conocernos. Pero ya sabes, nuestra sangre es demasiado codiciada. Imagínate que todos se enteraran. Todos querrían ser como nosotros, y se convertiría en una caza obsesiva y en una búsqueda desesperada hacia lo que suponemos. Lo que no saben es que con el tiempo nos cansamos, y necesitamos descansar una temporada para volver a ilusionarnos por la vida. Pero casi nunca encontramos esa ilusión. Es una amarga existencia en la oscuridad. El cómo vive un vampiro es una metáfora de cómo es. Vivimos en la oscuridad de la noche, así que somos seres oscuros…
Me transformé en una bestia salvaje. No recuerdo bien cómo me lo tomé. Creo que casi con indiferencia, como todo en mi vida. Casi nada me importaba. Lo vi como algo normal y natural. Le agradecí que hubiera salvado mi vida, y en parte me sentí afortunado por lo que era, hasta que llegó la sed de sangre. Ahí todo se torció. Mi maestro no se esperaba que ocurriera tan pronto. No sé a quién pertenecía la sangre que me trajo, pero me supo a gloria bendita.
Estuvo enseñándome el mundo y las nuevas experiencias que se abrían ante mí. Me explicó la historia y el origen de nuestra raza, tanto filosófico como científico, de una forma parecida a la que los humanos creen. Y entonces supe que había obtenido un don, a la vez que una maldición.
Pasó un mes hasta que volví a casa con mi amada. Al verme no daba crédito ante sus ojos. Quise hacerle el amor, pero esperé para contarle lo que yo era. Quería protegerla y amarla, pero mi maestro me advirtió sobre no revelar el secreto. Sin embargo no hice caso hasta que lo comprobé con mis propios ojos. Mi amada se horrorizó ante lo que me había convertido.
Sí, llámalo dos semanas de amor. Un sentimiento no se vive según el tiempo, sino según la intensidad. Y yo, al ser vampiro, lo sentí mucho más. Pero es que esas dos semanas fueron preciosas, y ambos conocimos lo que era el amor. O eso creí yo. Quizá sólo fui un capricho para ella, no lo sé. Huyó de mí y puso a su familia en mi contra. Hui de aquel lugar para no volver nunca, con el corazón roto. Y con el mismo corazón roto busqué al que me había condenado a semejante existencia: el Maestro Inquisidor. Oh, sí, utilicé toda la experiencia que yo había acumulado para torturarlo a él. Pero innové, ¿sabes? Lo até a un poste y lo dejé a merced de cerdos hambrientos que fueron comiéndole poco a poco, desde las piernas hasta la cadera, cuando decidí rescatarlo y seguí torturándolo yo hasta la muerte. Y luego me llevé de un plumazo a los que una vez fueron mis compañeros de clase, para evitar que se convirtieran en gente como él, sin molestarme en saber sus sentimientos, más que nada porque la mayoría me torturó cuando me apresaron. Y ésas fueron mis primeras nueve víctimas…
Y luego más oscuridad y arrepentimiento. Mi maestro me apoyó, y yo le pregunté que por qué me había salvado. ¿Sabes su respuesta?
«Porque has vivido el sufrimiento de los hombres. Ahora te toca a ti ser su sufrimiento»
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