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Capítulo X

 

– Bebe de mi sangre, amor, eso te fortalecerá. – me dijo mi Adriana. Era la hora definitiva, donde yo marcharía para siempre, o lograría la victoria que me daría la felicidad. Contraje mi rostro y clavé mis colmillos en su delicado cuello, absorbiendo el sabroso néctar que era su deliciosa sangre. Más dulce que la miel, sin llegar a empalagar. Era la mezcla perfecta de cualquier otro sabor en esta Tierra, o en otras. Era el sabor de la sangre de la mujer de mi vida, de mi amor eterno, a quien yo había dado mi virginidad, tras tantos años manteniéndola. Iba a jugarme mi vida por ella.

– Hasta pronto, mi niña.

– Hasta pronto, mi vampiro.

– Te amo.

– Te amo… – me dijo con ojos melancólicos.

El cadáver de Silvia seguía por el hall, y había empezado a oler bastante fuerte. Le pedí a Adriana que no saliera del sótano en ningún momento. Volvería a por ella, de una forma u otra. Tenía que volver. Ella era mi libertad…

Salí de casa y esperé a Carlo un poco lejos, por si detectaba el cadáver de la humana presuntuosa. Lo esperé en el camino, y llegó una hora después.

– No me fío un pelo de ti. – me dijo, apuntándome con una recortada.

– Ni yo de ti, ¿pero qué podemos hacer?

– Vamos a por el lobo.

– Yo primero. No me pierdas ni de vista ni de oído. Gritaré, y seguirás mis huellas, ¿de acuerdo? Sé dónde tiene la guarida.

– No me das órdenes. Lo haré, y punto. Eh, ¿y cómo te enteraste de la maldición?

– Yo fui quien se la puso. Es más débil en luna llena, tiene un efecto revertido. Es lobo todo el tiempo, no puede ser humano, excepto en luna llena, que, obligatoriamente, lo es.

– Sí, pude ver huellas por el bosque, y no parece que haya otros lobos en esta zona. Te creo. Vamos.

Me incomodé a su lado. Supe que tan pronto girase mi espalda, podría dispararme. Me angustié, pero no se lo hice ver, aunque sé que se dio cuenta. Seguí el camino más corto hasta la guarida de Galios, y cuando me encontré enfrente del lobo le asentí. Comenzamos a enzarzarnos en una batalla. El plan era sencillo. Atraíamos a Carlo a una trampa, y entre los dos lo matábamos. La maldición de Galios no existía. Podía transformarse cuando quisiera. De hecho, todos los lobos podían transformarse cuando quisieran. Y él, al ser más fuerte, podía invocar partes de su cuerpo sin transformarse del todo. Nos hicimos daño. Un poco de sangre por aquí, y más por allá. Entonces grité. Escuché a Carlo aproximándose. Apuntó con su arma, y… lo primero que hizo fue tumbarme. Me disparó, con su recortada, una estaca en el pecho, dejándome en el suelo clavado. Entonces comenzó a disparar a Galios, quien quiso hacerse el débil, pero Carlo dijo:

– Detecto el poder. Detecto todo. ¡Vamos, muéstrate, demonio! – le siguió diciendo a mi antiguo amigo. – Estaba claro que me traicionarías, Aleksander. Investigué a Santiago, el dinero que se le pagaba a la familia, y todo me condujo hasta ti. Tu contacto te delató en cuanto lo torturé un poco, y después acabé con él. Morirás junto a tu amigo el lobito.

Galios se transformó, finalmente, en el lobo que era. Más veloz y fiero que ninguno, y se enfrentó a Carlo, quien llevaba un demonio en su interior. Entonces cerré los ojos. Galios iba a perder. Carlo lo mataría, y entonces me mataría a mí. Había fallado a Adriana, el amor de mi vida. Nunca sabría lo que la verdadera libertad significaba. Nunca sabría lo que era el amor puro y verdadero. Siempre estaba condicionado a algo. Quería amarla para siempre, pero, en su lugar, sólo dejaría el recuerdo de un mes en mi vida. El mejor mes que jamás había tenido en tantos siglos de existencia. La amaba, y me preparé para abrazar la muerte y la oscuridad lejos de ella y de cualquier otra persona a la que alguna vez tuve aprecio. ¿Iría al Infierno? Sí, era lo más probable. Ella al Cielo. Ni me esperaría, siquiera. Muerte, ven a mí, ven, ven…

Cayó alguien al suelo. Lo noté. La batalla tuvo un vencedor. Se acercó a mí y abrí los ojos. Era Galios. Esbocé una sonrisita. Por un momento pensé que él sería el que me matase. No respetaría el duelo a muerte que le había prometido. Pero arrancó la estaca de mí, y me ofreció su mano para levantarme. Se la acepté, y cuando me puse de pie hendí mi mano en su pecho para arrancarle el corazón de cuajo. Sus últimas palabras fueron:

– Gracias, sé feliz…

Y cayó al suelo con una sonrisa. Era lo que él buscaba. En todo momento él supo que yo ganaría, de una forma u otra. Falté a mi palabra, como un vil traidor, y en vez de llevarme una mirada increpante, me llevé una sonrisa. Yo era un cobarde, traidor, y mal amigo. Era oscuridad. Una oscuridad que había atrapado a todos a mi alrededor. Pensé en Adriana y en su cara cuando quiso a Silvia muerta, y entonces tomé una decisión, pues yo sólo era oscuridad.

Oscuridad,

oscuridad…

Soledad…,

sangre…

 

 

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