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Capítulo XIII
Fue volver y sentirme como una mierda de nuevo. Cierto es que los lugares los determinan las personas, pero, a pesar de estar con Aleksander, aquella ciudad tenía demasiados recuerdos para mí. Llegamos a casa, un lugar apartado y solitario donde al menos podía desconectar del resto de la civilización.
– ¿Estás bien? – me preguntó.
– Sí… Bueno, estoy pensando en mi perrita. Hace mucho que no la veo y ya la echo de menos.
– Vamos a verla, si quieres.
– ¿Sí? ¿Harías eso por mí?
– Claro. Yo no estoy cansado, aún. – me sonrió. Casi siempre tenía mucha vitalidad, pero me sorprendió que tuviera fuerzas después del viaje en avión. Resultaba agotador, aunque apenas fuesen tres o cuatro horas. Fuimos en moto y llegamos en un periquete. No deshice la maleta, pero aquel hombre no me juzgaba mal y me hacía sentir libre. Podía ser yo misma, y descansar si tenía que descansar. No me obligaba a ser responsable. Era hora de ser irresponsable y de vivir la vida a lo loco, de hacer cosas de las cuales arrepentirse, pero a su lado. Porque él era el hombre en el que podía confiar. Eso pensaba, o eso quería creer…
– ¿Qué horas son éstas de venir? – preguntó mi abuela. Aleksander se quedó abajo esperándome.
– Perdón, acabo de llegar de un viaje.
– ¿Qué viaje? No me has dicho nada.
– De la universidad, ya sabes.
– Cuéntame, ¿dónde has estado?
– Espera, luego te lo cuento, ¿vale? ¿Me dejas pasear a Sasha?
– Vaya horas son. No sé nada de ti durante días y ahora vienes pidiendo. Como siempre todo el mundo sólo sabe pedirme, y pedirme, y… – la dejé refunfuñando. Hablaba más para ella misma que para otros.
Salí a la calle con Sasha en un arnés, lamiéndome y jugueteando conmigo, pero en cuanto vio a Aleksander comenzó a ladrar. Furiosa, encarándosele, igual que la primera vez que lo vio.
– Lo siento, no suelo caer bien a los animales. – me dijo.
– ¿Por qué?
– No sé, suele pasar, y me siento muy mal. Me ladran como si fuese un demonio… – dijo melancólico.
– Calla, no digas eso, eres el hombre más bueno que conozco. Son cabreos que tiene a veces ella, no te preocupes.
– Os dejo solas, así podéis jugar a gusto.
– Pero yo quiero estar contigo…
– Ya, pero ella conmigo no. En quince minutos vuelvo, ¿vale?
– Vale… – acepté triste, porque quería que fuéramos los tres jugando. Se fue caminando cuando me quedé a solas con mi perrita, jugueteando, riendo, y haciendo el bobo. Pero todo estaba yendo demasiado bien. Como oliéndome, o sabiendo que yo estaba allí, o alguna burla cruel del destino, Santi apareció, silbando.
– Adriana, vaya, vaya, y Sasha. Dos perras jugando.
Me asustó verlo, y más después de la última vez que me pegó. Y no estaba Aleksander para protegerme. Amor, ¿dónde estabas? ¿Me abandonabas de nuevo? Intenté ignorarlo, pero me agarró del brazo y me dijo:
– Eres mi perra. Ladra para mí, guau, gua… – y le asesté un codazo en la tripa. Sasha ladró muchísimo, lanzándose incluso a por él, a morderlo. Intentó esquivarlo pero mi princesa lo enganchó en el brazo. Entonces él le pegó un puñetazo que la arrojó al suelo, y echó a correr. Mi perra iba a ir detrás de él pero la contuve. – No, no, no… – y comencé a llorar. De inmediato apareció Aleksander.
– ¿Qué ha pasado?
– Santi…
Sus ojos se encendieron. Pasaron de un color marrón a uno más oscuro, más rojo, como si tuviera fuego en ellos. Miró en la dirección en la que se fue corriendo, aun sin decirle yo nada, y salió en su busca, pero yo lo contuve agarrándolo de su típica chaqueta de cuero negro.
– No vayas, por favor. Abrázame…
Y lo hizo. Me rodeó con sus brazos, consolándome. Santi había vuelto a maltratar a Sasha, quien estaba magullada y tranquila, sin ladrar a Aleksander, quizá por miedo. Era una perra con mucho miedo por todo lo que aquel hijo de puta le había hecho. Yo estaba asqueada, repugnada, indignada. Quería… asesinarlo. Tenía tanta rabia y odio dentro de mí que quería explotar e ir a por él para descuartizarlo yo misma. ¿Pero cómo, con lo débil que yo era? No quería involucrar a Aleksander, no… Él era un problema mío, no suyo.
Me abrazó, y me dijo:
– No te preocupes. Trae a Sasha a casa, si quieres. Yo le construiré una caseta en el jardín. Sé que no me cogerá cariño, o al menos en un tiempo, pero quiero que tú seas feliz, y la tengas cerca de ti.
Lo miré con mis ojos llenos de lágrimas de ilusión y felicidad. Tenía al mejor hombre del mundo a mi lado. Lo abracé y lo besé. Sasha seguía mirándolo con furia, quizá con miedo. Igual le recordaba a Santi, y ella no quería que me volvieran a romper el corazón. ¿Pero cómo lo iba a hacer ese ángel que Dios me había enviado…?
– Gracias, gracias, mi amor.
Sin embargo, mi abuela no estuvo de acuerdo.
– Llevo cuidándola muchos días, y casi siempre, déjamela que me haga compañía.
– ¿Te sientes sola?
– Hombre, no, si te parece, me tenéis aquí abandonada, estoy hasta el coño ya…
Me rompió el alma tomar esa decisión, pero dejé a Sasha unos días más con ella. Más que nada porque mi abuela, antes de irme de viaje, me había perdonado. Yo la quería, a pesar de todas las discusiones y malentendidos que habíamos tenido.
– Está bien.
Sonrió, mostrando los pocos dientes que le faltaban, y comenzó a hablar a Sasha.
– ¿Quién es mi princesita? Tú, claro que sí. Ay, bonita, cómo te quiere tu abuela. Ay, ay, ay… – la comenzó a mimar más de lo que alguna vez me mimó a mí. Me resultó más gracioso que otra cosa y al volver con Aleksander se lo conté. Me dijo:
– Bueno, así me da tiempo a hacer la caseta.
Sonreímos, y fuimos a casa. Deshicimos las maletas y nos metimos en la cama.
– Mañana a clase. – me dijo, alterándome.
– ¿Qué? No, no quiero volver ahí. Además, quiero descansar después del viaje…
– ¿Descansar? Hemos pasado medio tiempo durmiendo en París. Es lo malo de mi condición, que no da tiempo a nada.
– La noche es preciosa, me gusta más que el día.
– Sí, pero no cambies de tema. Tienes que ir, y enfrentarte a ellos. Eres más fuerte que todos juntos.
– ¿Y si me hacen algo?
– Yo se lo devolveré. Sólo duerme ahora, mi niña. Duerme entre mis brazos.
– Es viernes, déjame hasta el lunes, por favor.
– Tienes que luchar, ser una guerrera. Ven, yo te arropo.
Me acomodé sobre su cuerpo y dormimos hasta por la mañana. No fueron muchas horas. Me despertó él. Había una niebla tremenda, y pudimos subir la persiana.
– Fsh… – se quejó. Al parecer aun la luz a través de la niebla lo molestaba.
– ¿Te duelen mucho los ojos?
– Y la piel, y todo… En fin. – bajó la persiana. Creía que podría andar aunque fuera con niebla, y que me acompañaría a clase, pero no tuve esa suerte. Me dijo que se encerraría construyendo la caseta de Sasha mientras yo estaba en la universidad. Suspiré, resignándome. Fui en autobús y otra vez los mismos payasos de siempre. Ni la semana en París había conseguido que fuera más feliz a clase. Silvia se me acercó a primera hora y me dijo:
– ¿Cómo te da por venir?
Me encogí de hombros, sin responderle.
– ¿Dónde has estado?
– De viaje.
– ¿Dónde? ¿Con quién? Cuéntame, anda.
Era como si se le hubiera olvidado que me ultrajó. Me mordí el labio inferior con el colmillo derecho. Suspiré y le dije:
– En París, con Aleksander. – me gustó restregárselo. Vi cómo se sonrojaba y le brillaban los ojos. Roja de la envidia, sin duda.
– Vaya…
– Sí, «vaya». ¿Tú qué tal con Álvaro?
– Bah, poca cosa para mí, al final. Lo dejé.
– ¿Por?
– Por meterse donde no le llaman.
Sin duda se refería a cuando dio la cara por mí cuando nadie más lo hizo. No tuve tiempo de agradecérselo, pero como yo era tan tímida me dio vergüenza incluso decirle gracias por eso. Silvia se sentó a mi lado, preguntándome en voz baja cosas sobre Aleksander. Los profesores se enfadaban por nuestros cuchicheos. Bueno, más bien por los suyos, porque yo casi siempre le daba largas. Aun así insistía, e insistía, e insistía…
– Podríamos quedar otra vez los tres, ¿no?
– No. Oye, tengo que irme. – dije en el descanso a mitad de tiempo. Pero cuando estaba yéndome me bloquearon el camino los de siempre.
– ¿Dónde está tu novio, el macarra? ¿No está aquí para defenderte?
– Dejadme pasar.
– No, pedazo de cerda. Nos debes una disculpa por lo que pasó el otro día.
– ¿Qué pasó?
– Que tu novio casi nos pega por nada. – iba diciendo cada vez uno nuevo. Menudos idiotas.
– Sólo quiero irme, dejadme pasar.
– ¡Que no! – gritó uno. Carol me agarró de los pelos mientras otra me agarró inmovilizándome. El más gallo de todos se acercó a mí, para hacerme Dios sabe qué, y entonces recordé los ojos de Aleksander, su sonrisa, y su dulce voz diciéndome: «enfréntate a ellos». Y saqué fuerzas de donde no había, empujando a las chicas que me tenían agarradas y dándole una patada en los huevos al que venía. Y me iba a ir cuando otro me lanzó un puñetazo en toda la cara que me tumbó al suelo, haciéndome sangrar, riéndose de mí pero huyendo, preocupados por haberme hecho algo grave. Ahí estaba, tirada, con sangre por la cara, como un animal asustado, rodeado de gente que no me ayudaba, que me miraba o burlándose o ignorándome. ¿Por qué? ¿Por qué a mí? Yo sólo quería aprender veterinaria para ayudar a animales, pero yo era el mayor animal que necesitaba ser ayudado. Me sentía presa de aquel lugar, de aquella ciudad, de mis estudios, de mis sentimientos, de todo… Otra vez me pegaban, y me maltrataban, y me daban la espalda como si no importase en absoluto. Estallé en un llanto y me fui corriendo. Pero no a casa de Aleksander, no. Él ya tenía suficiente con aguantarme cada dos por tres. Volví al lugar donde había intentado suicidarme. No era mi intención quitarme la vida, sino apartarme de todos y pensar en mis cosas. Aún tenía sangre seca por la cara, cuando pensamientos de acabar con todo recorrieron mi mente. Pero de entre todas esas tinieblas una imagen surgió. Era la de Aleksander. A pesar de las risas de todos, de la marginación a la que me veía sometida, a las humillaciones en casa, la calle, y en todos los lugares…, a pesar de haber perdido interés en la carrera que me gustaba, a pesar de todo el odio y sufrimiento acumulado en mi corazón con el tiempo… él me hacía ser feliz. Él lo era todo para mí. Lo amaba, sí… Necesitaba estar a solas para pensar en él.
Me daba igual lo que tuviera que decirme. Quería entregarme a él por completo, confiar en él, porque había estado ahí sin querer aprovecharse de mí, o abusar, y sin reírse, queriéndome tal cual era, con mis defectos físicos, y de personalidad. Porque apenas habían sido dos semanas que lo conocía, pero sabía tanto de mí que parecía como si lo conociese durante toda la vida. Había desnudado mi alma delante de él, y en esos momentos lo necesitaba. Volví corriendo a sus brazos, pero en cuanto me vio se inquietó. Vio la sangre por mi cara, seca, porque aunque me había molestado en limpiarla aún quedó algo, y sus ojos se desorbitaron.
– ¿Qué te ha pasado? – preguntó con una voz como poseída por el mal. Estaba construyéndole la caseta a Sasha. Estaba lleno de serrín y tablones de madera por todo el cuarto donde él estaba. Agaché la mirada y fui a abrazarlo. Sólo quería abrazarlo. Pero me apartó. Me sentí como una mierda cuando hizo eso, cuando me apartó de su cuerpo, haciéndome retroceder con la mano. ¿Él tampoco me quería? No, no era eso. Estaba temblando, en shock, de nuevo.
– Amor…
– ¡Calla! – gritó, asustándome. – ¡No! ¡No voy a permitir que te sigan haciendo daño! ¡No voy a permitir que te humillen más! ¡NO VOY A PERMITIR QUE SIGAN INTENTANDO ABUSAR DE TI! – gritó en un tono demasiado elevado, encogiendo mi alma para sentir verdadero estupor al mirarlo.
– Amor, no hagas nada, por favor.
– ¿Quién ha sido? ¿Fue Santi? ¿Tus compañeros? ¿Quién fue? Dímelo, joder, dímelo de una puta vez. – decía, enfureciéndose cada vez más y más.
– Mis compañeros, pero…
– Calla, déjame. – salió corriendo afuera, a pesar del daño que le hacía exponerse al sol. La niebla seguía siendo densa y profunda, pero a él pareció no importarle, hasta que intentó arrancar la moto y acabó metiéndose en casa. – ¡¡MIERDA!! – gritó. ¿Tanto dolor sentía al salir? ¿Tanto dolor le hacía sentir la luz? Estaba condenado a vivir entre tinieblas, igual que yo. Y fue entonces cuando comprendí por qué me amaba. Se sentía de la misma forma que yo. Me acerqué a él y lo abracé. Estaba abatido, como impotente y frustrado por no hacer nada. Me miró, agarró mi cara, y lamió la sangre que me faltaba por secar. Rugió un poco mientras lo hacía, echándome su aliento encima, excitándome. Nos besamos y nos acariciamos. Todos los males desaparecían cuando uno estaba al lado del otro. Todos…
No, mentira. Los males seguían estando ahí, aunque dejaban de importar por unos instantes que deseaba que fueran eternos.
– Quiero quitar todo ese sufrimiento que arrastras. – me dijo mirándome a los ojos, calmándosele esa ira que brillaba en ellos.
– Con tu mirada, con tu sonrisa, con tu voz lo haces… – le respondí. Nos besamos. Lo amaba tantísimo…
Quería ir a por Sasha ya. Despedirme de mi abuela y llevarla a aquella casa. Ya no me importaba abusar de su hospitalidad. Quería vivir junto a él. De hecho quería irme lejos de allí, vivir donde nadie nos pudiera reconocer, al menos a mí. Solos él y yo, lejos del mundo, lejos de todo. Me moría por hacerlo. Pero no podía abandonar a mi perrita. Ella no me había abandonado a mí en los momentos más difíciles. A pesar de que supiera que así era su comportamiento innato, prefería pensar que lo hacía porque me quería y me comprendía, porque ella estuvo ahí cuando nadie más lo estuvo. Sin embargo estaba abrazando y besando al hombre que más se asemejaba a mí. Él sí que me comprendía. Tras tantos años de sufrimiento, algo ahí arriba me había recompensado encontrándome con él, justo en el momento anterior a mi muerte. Sí, por fin podía ser feliz…
– Vo-voy a por Sasha… – balbuceé sollozando. Casi había empezado a llorar.
– Está bien. – dijo, ya más calmado.
– Cuando vuelva con ella me olvidaré del resto del mundo un tiempo…
Asintió con la cabeza.
– Aquí tienes un hogar. – me dijo.
– Mi hogar son tus brazos. – le contesté. – Quiero vivir a tu lado…
– Claro que sí, mi niña. – me rodeó con sus fríos, pero cálidos, brazos, haciéndome sentir la mujer más afortunada del mundo.
Tras unos minutos me separé de él, pero cuando iba a salir me agarró del brazo conteniéndome.
– No quiero que salgas. Siempre que lo haces sucede algo malo. Vamos a esperar a que el sol se oculte, e iré contigo, ¿vale?
– Vale… – aunque no me convencía. Quería que todo terminase cuanto antes. Recoger a mi perrita e irme a vivir con él para siempre, y ponerle punto y final al resto de mi caótica vida. Ya no me importaba mi abuela. Sí, era una egoísta, pero tanto dolor y maltrato me había vuelto así. No, en verdad en el fondo no era egoísta, sólo estaba asustada, pero lo sentía por mi yaya. También estaba sola, pero es que era una amargada que se había encargado de alejar a todo el mundo. Yo había sido alejada del mundo a la fuerza.
Él volvió a coger la sierra para seguir cortando las tablas de madera. Lo hacía con fuerza y buena medida. Me encantó verlo en acción, con sus músculos tensándose y el sudor cayéndole. Se quitó el jersey, me miró, sonrió, y se quitó la camiseta que llevaba debajo, dejando su torso desnudo. Me excitó muchísimo verlo así. Lo deseaba tantísimo… Joder, es que estaba tremendo, y me hacía sentir mucho amor, ¿qué más podía pedir? Además, era virgen, y sería sólo mío. La primera, última y única en su vida. Quería serlo, aunque yo no lo era, y me sentía algo sucia por ello. Habría sido más bonito que los dos fuéramos vírgenes y haber perdido la virginidad juntos. Amor puro, y no ilusión. Pero todavía le quedaba contarme aquello que tan intrigada me tenía. ¿Qué sería? Igual me iba a vivir con él y luego me daría una mala noticia que haría que me arrepintiese de haber abandonado todo y quedarme con él. Pero… lo amaba, y fuera lo que fuese tan malo no podría ser, o si lo fuese, sabría convivir con ello. ¿Habría matado a alguien, quizá? ¿Sería eso? Me daría algo de miedo, pero sé que él me protegía y me amaba con sinceridad, y que sería incapaz de hacerme daño. Aun así, el peor de los casos seguiría siendo mejor que vivir con el resto de mi familia soportando la vida de mierda que tenía. Cortó muchas tablas y les dio forma. Todavía le quedaba montar la caseta, y barnizarla, o lo que tuviera que hacer, que yo de esas cosas no entendía, pero al ver que ya era de noche nos vestimos y fuimos a por mi perrita en el coche. Ya, por fin, todo acabaría.
Cogerla, volver, hacer que se acostumbrase a Aleksander, y vivir los tres juntos. Aunque, ¿quién se quedaría con ella cuando fuéramos de viaje? Bah, ya se me ocurriría. Sólo quería ponerle punto y final a todo. Pero en cuanto llegué a mi casa, mi abuela dijo:
– Ay, nieta, que me han quitado a la perrita.
– ¡¿Qué?! ¡¿Qué dices?! ¡¿Qué estás diciendo?!
– El novio que tenías, estaba paseándola hoy y vino y me la quitó con la correa. Ay, hija, qué disgusto llevo en el cuerpo.
– ¡¿Santi?! ¿Lo has demandado? ¿Has llamado a la policía? ¿Dónde está? ¿Dónde te la quitó? ¿Q…? – me estaba dando un ataque de ansiedad. Mi princesa llevada por el hijo de puta que me rompió la vida. No, no podía consentirlo. ¿Qué le haría? Igual la maltrataba, o la escondía, o la mataría… No, no, necesitaba encontrarla ya. Pero ya, ya… De una vez. Joder, mi perra… No, no… Tantas mierdas y disgustos en un día… No, ¡no! Mi perra, ¿dónde estaba?
Me fui corriendo de allí. Mi abuela no había llamado a la policía siquiera, la cobarde hija de puta. Se lo conté a Aleksander y éste tragó saliva, triscándose luego los nudillos con mucha fuerza. Jamás había escuchado semejante ruido. Me dio dentera y aprensión. Pero confiaba en él. La rescataría, sin duda. Sí, sí…
– ¿Dónde vive el bastardo?
Le dije la dirección y condujo hasta él como un psicópata kamikaze, aunque con muchísimo control. Llegamos en un parpadeo y llamó a su timbre. Bajó, confiado. Se escondía tras las verjas de su chalet. Aleksander posó las manos en las barras de la verja y aproximó su cara hasta casi atravesarlas. Parecía un animal salvaje enjaulado queriendo devorar a su presa. Santi se acercó, con esa asquerosa y estúpida sonrisa.
– ¿Qué? ¿Buscando a Sasha? – preguntó.
– ¿Dónde está? – preguntó Aleksander.
– Ahhh, secreto. ¿Ahora te dignas a mirarme a los ojos? – preguntó, pero pronto se le borró esa sonrisilla que llevaba. Aleksander estaba medio gruñendo, apretando las verjas. Parecía como si las fuera a romper. No…, de hecho… ¡las estaba doblando! – Si me hacéis algo nunca lo sabréis.
– ¿Qué quieres? – pregunté yo.
– Atormentarte.
– ¿Cómo?
– Quiero que vengáis el día de mi boda, y después os la devolveré. Quiero que veas cómo me caso con la mujer que me hace feliz, no como tú, puta gorda, que das asco. Quiero que veas cómo ella me da lo que tú nunca podrías haberme dado. Vas a ver cómo le entrego mi amor, cómo ella me lo entrega, cómo la beso siendo feliz, no como contigo. Vas a ver cómo tú sólo me diste asco mientras estuve contigo, cómo me aproveché de ti, y cómo a otra mujer le doy mi verdadero cariño, para joderte. – comencé a medio llorar. No sé por qué me afectaba. Lo único que sentía por él eran náuseas, ¿por qué me hacían semejante daño sus palabras? – Y quiero que sepas que con ella tendré el hijo que jamás habría deseado tener contigo. – me rompió el alma esa frase.
A pesar de estar contenta por no haber seguido con él, me dolió mucho. ¿Y si a mí me hubiera querido habríamos sido felices? ¿Por qué tenía esos pensamientos? ¿Por qué se había vuelto a meter en mi mente para manipularme y hacerme daño? ¿Cómo lo lograba? Caí de rodillas al suelo, abatida. Pero mis pensamientos fueron eclipsados por el rugido de Aleksander, que empezó a doblar las verjas con más fuerzas y a mirar a Santi, casi salivando. Era una… ¿bestia? Incluso sus ojos brillaban de un color rojo. Pero Santi rio, y con un dispositivo activó electricidad en las verjas, electrocutando a Aleksander. No, ¡no!
– ¡Para! ¿Por qué haces esto? – pregunté.
– Porque quiero que sufras, ¡zorra!
Pero… Aleksander… no se inmutaba… Estaba recibiendo cientos, o miles, de voltios, y seguía allí parado, mirándolo y gruñendo. Santi se asustó de verdad. Creo que incluso se meó encima al verlo. Pero yo quise parar al amor de mi vida. Me acerqué a él pero la electricidad a mí me tumbó en el suelo, dándome descargas por todo el cuerpo. Por un momento creí que iba a morir. Aleksander se separó de la verja de inmediato y se acercó a socorrerme. Era mayor el amor que sentía por mí que la rabia que lo consumía.
– Tranquila, amor. Estoy aquí, contigo. – me dijo. – Él dice todo eso por decir. Tiene envidia de que tú hayas rehecho tu vida conmigo. Fijo que se casa con ella para darte celos, porque le fastidia que puedas ser feliz sin él. Sólo siente odio en su corazón y necesita pagarlo con los demás. Un corazón que sólo alberga odio es incapaz de amar. Y dentro de su alma lo único que hay es odio. Como dentro de la tuya y la mía, sólo que yo soy tu luz, y tú eres la mía. Él no tiene ninguna luz que lo ilumine. No te creas nada de lo que dijo. Él no la ama, como nunca amará a nadie.
– Pa… payaso… – dijo temblando Santi, volviendo a casa, asustado. Aleksander me cogió en brazos y me metió en el coche. Se subió y, mientras conducía a casa, me dijo:
– Yo arreglaré todo esto, ¿vale?
Estaba temblando aún yo. Creía que habría muerto.
– Esas descargas no matan, sólo inmovilizan, o desmayan. Pero has aguantado. Eres fuerte. Ahora llegaremos a casa y te daré algo para que te recuperes. Aguanta, ¿vale? Piensa en mí. Piensa en ti y en mí, en nosotros, siendo felices, con Sasha, corriendo por el campo, a plena luz del día, cuando yo pueda caminar bajo el sol. Sonriendo, solos, lejos del mundo, con sólo nuestro amor y felicidad, sin pasado que nos atormente. Quédate con esa imagen, pero no te duermas. Ya estamos llegando, aguanta, ¿vale? Concéntrate en mi voz y en seguir escuchándola. No cierres los ojos. No los cierres, amor. Te amo, y con el corazón, de forma sincera. – escuché cómo comenzaba a llorar. – Te amo, sí, con toda mi alma. Te amo, joder, te amo, ¡te amo! Ya lo eres todo para mí. En apenas unos días te has convertido en la mujer de mi vida. Y quiero entregarme a ti porque te amo con todo mi corazón. En cuanto solucionemos todo esto haremos el amor y viviremos felices para el resto de la eternidad. Porque te amo, Adriana. Te amo, te amo, te amo. Joder, ¡¡¡TE AMOOOO!!! – gritó. Parecía estar más hablando para sí mismo que para mí. Aparcó el coche, me sacó en brazos y me llevó dentro de casa. Me tumbó un momento en el salón, fue a la cocina y de inmediato me trajo un vaso del que bebí. Yo estaba perdiendo la conciencia, con los ojos cerrándoseme. Bebí aquella cosa con sabor a hierro. ¿A hierro? Era algo metálico. ¿Qué demonios era? Parecía… ¿sangre? Bebí, y bebí, y entonces, sin más, me desmayé. ¿Sobreviviría…? ¿Acabarían ahí mis días, en los brazos del amor de mi vida, siendo asesinada por el error más grande de mi vida…?
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