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Capítulo II

 

Alto, pelo negro, piel blanca casi plateada, ojos negros exóticos bajo unas cejas expresivas, complexión atlética, labios gruesos sensuales, rodeando una sonrisa que deslumbraba el alma. Llevaba un jersey de cuello alto, color negro, con una chupa de cuero, también de color negro, vaqueros azul oscuro, y zapatos, también negros. La composición de colores de su aspecto resultaba sombría. Pero, aun así, lo vi como una especie de ángel. De pronto recordé que era yo quien había elegido morir, así que no me había salvado, sino condenado a seguir existiendo en esta vida insulsa e inútil. Me extendió una mano para ayudarme a levantar. La acepté, notando una mano helada. Lo miré a los ojos. Tenía un algo especial que me atrajo, pero mi disgusto era mayor que cualquier otro sentimiento en aquel instante.

– …, ¿gracias? – dije, entre indignada y aliviada.

– No hay de qué. – me dijo con chulería. – No sé si sabías que te habrías estampado con todas las rocas.

– Es lo que buscaba.

– Buscabas el mar, no las rocas. – dijo como metiéndose en mi mente.

– Y tú qué sabes. – dije irritada.

– Yo también vine aquí a lo mismo que tú hace tiempo. – miró hacia el cielo, esbozó una sonrisita, y dijo. – Bastante tiempo. – volvió a establecer su mirada en mí, derritiéndome con ello. – Y también me salvaron.

– ¿Salvarme? Yo quería…

– No, no querías morir, sino acabar con el sufrimiento.

Apreté los puños, irritándome cada vez más.

– ¿Te enfadas porque tengo razón?

– ¡Pues me tiro!

– Inténtalo.

Me aproximé otra vez hacia el borde. Miré hacia abajo. Las rocas rompían las olas, esparciéndose su espuma donde mi cuerpo habría acabado si me hubiera arrojado. Temblé. De nervios, miedo, y frío. Se me revolvió el estómago. Se me acumuló la presión en la cabeza y las lágrimas comenzaron a escaparse de mis ojos. Sentí unos brazos rodeándome.

– Ya pasó. – dijo, con su voz sensual que hasta entonces no había reparado en ella.

Me giré y correspondí su abrazo. Por alguna extraña razón confié en aquel hombre. ¿Extraña? No, me había salvado de la muerte, de mí misma. Ésa era razón suficiente.

– Gracias. – dije, de corazón.

– No hay de qué. – dijo, con tono afable. – Me llamo Aleksander – se presentó pasados unos minutos abrazados, que más bien parecieron segundos.

Me separé de él, muy a mi pesar, y le dije:

– Yo Adriana.

Tras presentarnos nos quedamos unos segundos en silencio sin apartarnos la mirada. Una mirada en la que empezaba a nacer un brillo inusual.

– ¿Dónde vives? – me preguntó.

– En el centro de la ciudad.

– Lo digo por acompañarte. Es tarde, y tú estás decaída.

En otra ocasión habría dicho que hubiera preferido ir sola, pero me inspiraba confianza y seguridad, y lo necesitaba. Necesitaba apoyo en un momento tan duro. El momento de mi renacimiento.

Caminamos en dirección a mi casa. Caminé cabizbaja, abatida por la cantidad de emociones que había sentido hasta entonces.

– ¿Qué hacías allí…? – pregunté, un tanto tímida.

– A veces voy a relajarme, mirando la infinitud del mar.

Me sentí identificada con sus palabras.

– ¿De dónde has salido? – susurré para mí misma, aunque lo oyó.

– De casa. – dijo con sorna. Reímos.

– ¿Trabajas, estudias? – pregunté sin saber qué más preguntar. Su edad rondaba la mía, así que supuse que estaría estudiando, aunque su aspecto rebelde me indicaba que quizá no hiciera nada. Pasó una mano por su pelo, corto por delante, abundante por detrás.

– De todo un poco. – dijo como si no quisiera hablar de ello. – ¿Tú?

– Estudio, veterinaria.

– Bonita carrera…

Miré sus frías manos. Sentí el impulso y el deseo de acercarme y agarrarle de ellas, como una pareja de enamorados. ¿Qué me estaba sucediendo?

Golpeé mi frente para despejar mis pensamientos, los cuales se aglomeraban en mi cerebro y no me dejaban pensar con claridad.

Un momento de silencio surgió entre nosotros. Un silencio ¿incómodo? No, no exactamente. Incómodo para mí, que quería acercarme más a él, pero me sentía bien, aunque fuera sin pronunciar palabra alguna.

– ¿Has vivido siempre aquí? – me preguntó.

– Sí, y no. Me mudé pero acabé volviendo. – dije lánguida.

– El ave siempre vuelve a su nido.

– Eso dicen.

– Nah, si te consuela yo también. He estado viajando aquí y allá, y al final mírame, en el lugar donde pasé la mayor parte del comienzo de mi vida.

– ¿Dónde estuviste?

– Por toda Europa, y parte de Asia. Ya te contaré algún otro día, si es que te apetece quedar. – esbozó una sonrisa.

– ¿Hm? Cla-claro… – balbuceé, sorprendida por su proposición. Saqué el móvil y le dejé mi número, dándome un toque él.

– ¿Está muy lejos tu casa?

– Aún a quince minutos.

Siguió pasando el tiempo, en silencio. Un hombre enigmático que encerraba misterios en su mirada. Tenía tanto por contarme…, pero no decía nada.

Lo miré; me sonrió. Me ruboricé y oculté mi rostro entre mi pelo.

– ¿Qué tal vas? – me preguntó.

– Bien, bien… – dije con sonrisa tímida. Hacía una hora aproximadamente había intentado suicidarme pero en lo que pensaba era en aquel hombre.

En ese momento se levantó el viento. Mi instinto me hizo pensar que él callaba a posta, para que yo tuviera un momento conmigo misma y pensase sobre lo ocurrido. Pero lo único en lo que pensaba era en su sonrisa.

– Ya hemos llegado. – dije, con mucho pesar en mi corazón. Se acercó a mí y me dio un abrazo. Otro cálido abrazo en un cuerpo frío. Al separarnos me dio un beso en la mejilla y luego me guiñó un ojo, esbozando su dulce y tierna sonrisa.

– Bueno, ya hablamos. Ah, por cierto, yo soy un noctámbulo. Sólo salgo de noche.

– Como los vampiros.

– Sí, como los vampiros. – relamió, en su sonrisa, sus colmillos con su lengua. Me di cuenta de que los tenía afilados. Emití una risa, y nos despedimos moviendo la mano.

Subí las escaleras hasta mi casa, pensando en él y en lo ocurrido. ¿Sería la luz que iluminase mi profunda oscuridad? Abrí la puerta de casa.

Sí, Aleksander, sin duda, era mi nueva luz, pues en cuanto se fue las tinieblas volvieron a devorarme.

Damián estaba golpeando a mi madre, y, cuando me vio, la tomó conmigo. Apestaba a alcohol y sólo sabía decir insultos. Me abofeteó dos veces, pero yo no me achanté. Lo miré con frialdad, y me gané otra bofeteada. Me encerré en mi cuarto y me tapé los oídos, llorando, aunque sin ser capaz de insonorizar los gritos de mi madre y los golpes que estaba recibiendo. Recordé entonces por qué quería suicidarme. Pero, de pronto, recordé que quizá había entrado a mi vida una razón por la cual existir. Aleksander, ¿me salvarías de mi miseria, de mi sufrimiento…?

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