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Capítulo VIII
Amanecí con él a mi lado. No entraba ni un rayo de luz en la habitación. Acaricié su rostro mientras dormía. Parecía estar tan en paz, teniendo el sueño más maravilloso del mundo. Pero sólo lo parecía, pues ya estaba despierto. Sonrió y me deseó unos buenos días, devolviéndome las caricias. Habíamos dormido juntos. No habíamos mantenido relaciones sexuales, pero dormimos juntos. Lo encontré muy tierno y especial, distinto a lo que estaba acostumbrada a vivir…
– ¿Qué tal dormiste?
– Del tirón. Hacía tiempo que no dormía así.
– ¿Y eso?
– Problemas en casa… Cada dos por tres me despertaban mis padres, por algún escándalo. O él le pegaba a ella, o ella gritaba, o golpes a los muebles…, no sé.
– Vaya, mi niña.
«Mi niña». Me encantó escucharlo. Me encantaba ser su niña. Sonreí tiernamente.
– Estás muy guapa recién despierta. Lamento no haberme quedado aquel día a tu lado para cuando despertases.
– Oh, no importa, si tienes esa enfermedad… Lo siento, igual no te gusta llamarla así.
– No, no me gusta llamarlo así, pero en cierto modo es eso, ¿no? – y sonrió.
– Ese día también dormí muy bien. Tus brazos son muy cómodos. ¿Tú qué tal dormiste?
– Bueeeno.
– ¿Qué pasó?
– Estaba algo intranquilo.
– ¿Por qué?
– Porque tenía a la mujer más bella del mundo entre mis brazos y me puse algo nervioso.
Me sonrojó su piropo, y me sonrojó admitir que se pusiera nervioso delante de mí. ¿Él, que era tan confiado, nervioso ante una chica insegura como yo? Rasqué mi nuca, sonriendo aún con la cara colorada. Pasó con delicadeza su dedo índice de la mano derecha por mi mejilla izquierda. Su tacto con mi piel me provocó escalofríos. Me sentía tan a gusto, tan amada, tan deseada, tan… excitada…
Abrí los ojos de la ensoñación en la que me adentró y le sonreí tímidamente.
– Voy un momento al baño.
Me indicó el camino y fui casi corriendo. Necesitaba encerrarme a solas, sonreír de la emoción, saltar de la alegría, y refrescarme y arreglarme un poco.
Tenía que estar aún más bella para él. Pero en mi reflejo sólo pude ver a un cuerpo horrible y un rostro horroroso. ¿Qué veía él en mí?, ¿qué había visto en mí? Obviamente exageraba, y un chico tan guapo e increíble como él habría estado con mujeres más bellas que yo sin dudarlo. ¿Qué era yo para él? ¿Quizá era sólo un entretenimiento? ¿Quizá sólo me utilizaría, como ya hicieron? ¿Me había mentido con su «te amo», o habría sido sincero?
Tantas dudas en mi cabeza me amargaron la mañana. Sólo quise volver a su lado para olvidar todo lo malo. Y así hice. Me refugié entre sus brazos de nuevo. Me di cuenta de que la poca iluminación que había se debía a una luz tenue fuera en el pasillo. Si no, no podría haberle visto. No entraba ni un rayo de luz por las persianas. Se me hizo raro, siempre traspasaba algo. Pero no le di importancia, sólo quise acariciar el rostro de mi amor hasta volver a caer rendida en el mundo onírico, donde tuve un sueño espantoso.
Me levanté como cada mañana. Me duché y me arreglé para ir a la universidad. La casa estaba demasiado en calma, mas no le di mucha importancia. Fui caminando hasta mi destino. Toda la calle parecía extrañamente tranquila y algo desolada, lo cual no era normal en un día como aquél. Cuando llegué todos se me quedaron mirando, pero por suerte parecían distintos. No me insultaban ni me decían nada, sólo me observaban y cuchicheaban algo que no podía oír. Las clases pasaron demasiado rápido, o tal fue mi sensación al no meterse nadie conmigo. Todo lo que podían hacer era mirarme y seguir observándome, asustándome por ello. Cuando acabaron las clases cogí mis cosas y me dispuse a volver a casa, pero estaba tan a gusto en aquel pacífico día que decidí ir al centro comercial y comprarme algo nuevo. Un conjunto, por ejemplo, para sentirme bella delante de Aleksander. Estuve dando un paseo por el centro comercial mirando una a una las tiendas, cuando di con una que me llamó la atención. Era de estilo gótico. Siempre me había llamado la atención ese estilo pero nunca me había atrevido a comprarme nada. Sin embargo, por alguna razón, me sentí con ganas de un cambio. Estaba decidida. Entré y miré un poco las prendas hasta que di con una que me embelesó. Sólo faltaba encontrar mi talla, aunque con mi cuerpo quizás ni había para mí.
Tras marearme buscando, hallé mi talla y me fui a un probador para ver qué tal me quedaba. Me quité la ropa, y cuando iba a ponerme la que había elegido, alguien abrió la cortina del probador y empezó a fotografiarme medio desnuda. Apenas pude ver quiénes eran. Intenté taparme y ocultar mis vergüenzas, pero esas chicas no paraban de reír y de despojarme de las prendas y de mi decencia. Yo no paraba de llorar. No podía creer lo que me estaba sucediendo. Cuando consiguieron lo que querían, se marcharon riéndose a carcajadas, dejándome tirada en el suelo del probador sollozando y avergonzada. Acabarían enviando las fotos a todo el mundo, y de nuevo se reirían de mí. Sobre mí siempre pendería la vergüenza y la humillación. Me vestí y volví a casa, donde estaban Damián y mi madre peleándose. Él la golpeaba con una correa, y ella ni se inmutaba, sin importarle los golpes. Mi madre… La había intentado ayudar, pero era imposible ayudar a alguien que no quiere ayuda. No entendí cómo pudo ser capaz de ser maltratada y violada a cada segundo sin hacer nada por evitarlo.
Corrí a mi cuarto, sin darme cuenta de que Damián estaba detrás de mí. Al entrar en la habitación él me agarró de los brazos y sin que me diese tiempo a reaccionar me lanzó hacia la cama.
– Sabía que eras toda una puta, como tu mamá. – dijo enseñándome una foto en papel que sostenía en la mano. – Ya que eres tan puta como pa lucirte desnuda en fotos por todo el barrio, no pasará nada porque me lo haga contigo, quieras o no.
Me congelé por lo que estaba sucediendo. Se lanzó sobre mí y yo apenas pude forcejear con él. No comprendía cómo podían haber llegado a sus manos las fotos que me hicieron las chicas, cuando apenas transcurrieron minutos.
Intenté resistir. No iba a permitirle que me violara. Yo no era como mi madre. No me iba a dejar. Forcejeé con todas mis fuerzas, pero las suyas eran mayores, y yo las acabé perdiendo. Sin poder evitarlo, me violó.
Cuando se apartó de mí, desnudo, asqueándome, me sentí sucia por completo. Salí de mi cuarto dolorida y magullada. Me metí en la ducha, intentando purificar mi alma mancillada, y quitarme el olor a tabaco y a alcohol que me había pegado ese cerdo. No pude dejar de llorar pensando en lo ocurrido. Al acabar, me vestí y salí de allí. Quise ir donde Aleksander. Debía escapar de todo eso…
Cuando estuve en la calle, todo el mundo me miró, comentando cosas. Me di cuenta de que todos tenían los mismos papeles que Damián, y que había carteles míos en las paredes, en los coches, en las farolas, y en todos lados. Corrí en busca de los brazos de mi amado, pero no encontré su casa, perdiéndome en el bosque. Confusa y perdida, le di vueltas a lo que había sucedido, desde lo de Damián, hasta lo de Santi, pasando por lo de los imbéciles de la universidad. Todas las humillaciones que había vivido hasta entonces… Y de pronto a mi cabeza llegó el recuerdo de uno de los peores días de mi vida. Dejó el sueño de inventar pesadillas, para rememorar la peor vivida.
Estaba en la casa donde vivía con Santi. Hacía unas horas me había enterado de que estaba embarazada, algo que me fascinó y me encantó, pero no estaba segura de que a Santi le agradase la noticia.
Preparé una gran cena para comunicárselo. Me arreglé con mis mejores galas, y lo esperé. Cuando llegó, con su cara de enfado rechazó la cena. Insistí, y acabé convenciéndolo, aunque accedió a regañadientes. En mitad, le salté con la frase que tantas vueltas había estado dándole, con el corazón nervioso y temblando:
– Santi, estoy embarazada. Vas a ser padre. – y le sonreí, ilusionada.
– ¿Qué estás diciendo? Será una broma, ¿no? – se levantó molesto de su silla y me agarró fuerte del brazo, arrastrándome hasta el sofá.
– ¿Qué te pasa, mi amor? ¿No te hace ilusión? ¡Vamos a ser padres! – le dije, sabiendo que no iba a haber modo de convencerlo de que sería algo bueno para nuestras vidas.
– ¿Yo, tener un hijo contigo? – me miró con desprecio. – Me da asco el hecho de pensar en tener un engendro de ti. ¿Pero tú te has visto? Estás gorda, y horrible. ¿Qué crees que podría salir de tu asqueroso cuerpo?
– Pero… – dije, comenzando a llorar.
– Mañana mismo irás a abortar lo que tienes ahí antes de que sea demasiado tarde.
– No, no me pidas eso, por favor, te lo suplico. – sollocé. – No me hagas deshacerme de algo tan maravilloso.
– Lo harás, y no hay nada más de lo que hablar. – iba a irse cuando le salté:
– No, no lo haré. Yo soy la madre, y es mi decisión. Si tú no quieres, lo criaré yo sola. – dije, con firmeza pero terror de lo que pudiera hacerme.
– ¿Qué has dicho? – preguntó desafiante, mirándome con odio a los ojos.
– He dicho que no lo haré. Es mi decisión, y no voy a cambiar mi forma de pensar. Ya lo he decidido.
Santi se abalanzó sobre mí como acto reflejo ante mi insubordinación, golpeándome con dureza por todo el cuerpo. Estaba fuera de control. No dejaba de asestarme puñetazos en el estómago y en la cara, y yo no podía dejar de gritar. Cuando se cansó me dejó tirada llorando y sangrando por todos los lados. Estuve durante horas maltrecha, durmiéndome, al final, del cansancio por el llanto. Al despertarme de día me lavé y me vestí, con mi cuerpo temblándome y a punto de caerme a cada paso que daba. Decidí ir al hospital por mis dolores internos. Allí, me comunicaron lo peor que podían decirme: había perdido a mi bebé.
Lloré desconsoladamente, con mi alma queriendo escaparse de mí. Quería morirme, y no entiendo cómo, a día de hoy, no lo hice. Luché.
Y volví a llorar al recordar aquel capítulo tan sombrío de mi vida. Me tiré sobre la hierba, retorciéndome del dolor, llamando a Aleksander a gritos, como una niña pequeña…
Desperté entre sudores y jadeos. Aleksander me abrazó con fuerza y pasión, acariciando mi rostro, secando mi sudor. Lo miré con los ojos desorbitados. Estaba muy asustada.
– ¿Qué te pasa, mi niña?
– El sueño… El sueño que tuve… Fue horrible.
– Tranquila, sólo fue un sueño.
– Como casi toda mi vida, una terrible pesadilla de la que sólo creía poder despertar en la muerte.
– ¿Sigues creyéndolo?
Miré sus brillantes ojos, preocupados.
– No, no desde que encontré tus brazos.
Y me aferré a él con fuerza. Pero él no se quedó tranquilo. Se separó de mí con un beso en la frente y desapareció por el pasillo, volviendo al poco con un bolígrafo y papel. Se tumbó a mi lado y me dijo:
– Apúntame tus problemas.
Me pareció una idea extraña, pero lo hice sin dudar. Apoyé el papel en la espalda de Aleksander y fui escribiendo. Parecía como si estuviera escribiendo sobre mármol, de lo duro que estaba. «Mi padrastro es un borracho drogadicto maltratador que me odia. Mi madre es una mujer pasiva que para lo único que sirve es para gastar aire. Mis compañeros de clase me odian y han grabado un vídeo ridiculizándome, haciéndome el hazmerreír de la universidad. Mi mejor amiga no es tan amiga, mi abuela me odia, mi ex novio me hizo la vida imposible. Mi cuerpo no me gusta»
– Ya, acabé.
Le echó un vistazo y tachó algo de la lista. Era la última frase.
– Tienes uno de los mejores cuerpos que jamás he tenido el honor de poder admirar en mi vida. Me encanta abrazarlo y sostenerlo. Eres tan bella, tan natural, tan distinta a las demás que no entiendo por qué quieres cambiar, o por qué no te gusta.
– Mírame, estoy gorda, y tengo…
– Calla. – me interrumpió. – Estás perfecta. Eres perfecta. ¿Quién te dice que no eres guapa así? Que todo el mundo sea delgado, o atlético, o de otra forma no quiere decir que tú debas ser así. La sociedad piensa erróneamente. La belleza no se encuentra en un prototipo, sino en excepciones. Y tú eres una excepción. Eres distinta al resto, y eres una excepción para mí, y para mi corazón. Eres bellísima.
– Pero mírate, tú estás atlético.
– Porque tengo que estarlo. Necesito ser un devorador para cazar a mis presas.
– ¿Eh? – arqueé una ceja.
– Necesito estar así para poder defenderte de cualquiera. No fue mi elección, pero acepto estarlo.
Hablaba de una forma muy extraña que me desorientó. Sin embargo sus anteriores frases habían sido muy bonitas y emocionantes. Tanto que me habían robado una lágrima.
– Te amo. – le dije.
– Te amo. – me dijo, y nos besamos. Otra vez tuve ese impulso de abalanzarme sobre él y que me hiciese suya, pero me contuve. Quise hacerlo bien. Nos separamos y lo miré detenidamente. En sus ojos negros encerraba misterio, exotismo, erotismo, pasión… Me estaba enamorando y a un nivel muy elevado para apenas conocerlo. Me tenía loca…
– Prepárate, porque en cuanto anochezca haremos un pequeño viaje.
– ¿A dónde?
– A solucionar cosas de tu vida. – dijo con esa sonrisa que me extasió y cautivó tanto que no me quedé intrigada por lo que se refería. Sólo obedecí.
Me di una breve ducha mientras él hacía algo en el sótano. Me relajé con el agua caliente cayendo por mi cuerpo. ¿Cómo podía él verlo tan bello? Quizá es que no lo había visto desnudo. Tenía miedo de que si me viera así se asustase y me dejara. Mi cuerpo me decepcionaba, pero a él le encantaba, según decía…
Me abstraje en mis pensamientos autodestructivos y se me fue el santo al cielo. La breve ducha se transformó en una demasiado prolongada. Salí, con vergüenza de abusar de la hospitalidad de Aleksander, pero él no estaba. No había nadie. Me entró un escalofrío. Su vieja y solitaria casa daba un tanto de miedo.
Era fría, algo vacía, y la gente en los cuadros ocultaba algo en sus miradas. Algo parecido al brillo de los ojos de Aleksander, con la diferencia de que ellos parecían haber vivido mucho más, reteniendo en sus almas… ¿crueldad? ¿Por qué evocaban esos sentimientos en mí los cuadros? Los retratos estaban observándome. Sus ojos miraban hacía mí. Si yo me movía, ellos me seguían con sus miradas. Más escalofríos me asaltaron y fui a refugiarme en mi cuarto. Cerré la puerta tras de mí como si me estuviesen persiguiendo, y me quedé paralizada analizando la habitación donde estaba. Era preciosa, pero también asustaba. Parecía que fuese a surgir algo de la nada. Unos golpes llamaron a la puerta. Mi corazón se aceleró, asustado. Di unos pasos para alejarme de ella, y asomó Aleksander.
– ¿Estás bien? Te noto nerviosa.
– Sí, no es nada.
– ¿En serio?
No podía mentirle.
– La gente de los cuadros me da un poquito de miedo.
– Ah, familiares lejanos. Sí, es que mi familia es compleja, y bastante austera. Supongo que soy, en parte, la excepción. – sonrió, haciéndome olvidar todos mis miedos, todas mis penas. Sólo quería besarlo. Y así hice, devorando sus labios con ferocidad. Me sentí la mujer más afortunada del mundo por tenerlo conmigo. Sonreí para mí misma, y tras separarnos, y sonreírme él, me preguntó: – ¿Preparada?
– ¿Ya es de noche?
– Claro. Nos tiramos ayer hasta las tantas, y hoy hemos dormido casi todo el día. ¡Bienvenida a mi vida!, jaja. Cosas de un noctámbulo.
– Vaya. ¿Y a dónde vamos?
– Primero a tu casa.
– ¿Para qué?
– Para ir a tu cuarto, y recoger lo que te dejaste. Luego ya no volverás. Ven, tengo mi coche aparcado.
Me llevó hasta un turismo normal, de cuatro plazas, pequeño y discreto de color negro. Me contrastó al compararlo con la casa y la moto, que destacaban sobre cualquier cosa.
– Hoy tenemos que pasar desapercibidos, que nos moveremos por la ciudad.
– ¿Tienes más coches?
– Sí…, pero no me gusta alardear de la riqueza que heredé. Vamos. Ah, por cierto, ésta es la otra llave que tengo de la casa, por si acaso.
Cogí la llave grande y pesada, sonriéndole. Subí con él al coche y me imaginé todo un mundo nuevo de posibilidades. Él era mi príncipe, quien me rescataría de todo mal. Pero no quería que me pagase nada. No quería aprovecharme de su dinero, sólo de su maravillosa y encantadora sonrisa.
Llegamos hasta mi casa. Tras soñar despierta me encontré con aquella mierda de lugar. Bajé, con miedo. Quería que él me acompañase, pero me miró a los ojos, como diciéndome que me protegía. Subí más segura y empaqué las últimas cosas que me quedaban por coger. Algún amuleto, historias de cuando era pequeña, y películas que nunca volvería a ver pero que me encantaba guardar. Entonces Damián surgió como un demonio entre las tinieblas, gritando algo ininteligible que no me molesté en averiguar qué era. Me iba a ir cuando me agarró del brazo, echándome su aliento de borracho en la cara. Me desagradó tanto que dejé escapar un grito. Mi madre no acudió a socorrerme, sino que se quedó mirándonos, con una aguja clavada en el brazo de una jeringuilla. Derramé varias lágrimas al ver cómo ni ella misma se molestaba en ayudarme. Ni mi madre, ¡ni mi madre!
– ¡¡NI TÚ ME AYUDAS!! – grité, llorando a pleno pulmón.
Damián fue a golpearme cuando cerré los ojos y escuché el estruendo de un cuerpo sacudido con fuerza contra una puerta. Era Aleksander, que había subido y había apartado a Damián de mí, llevándolo a casi el otro extremo de la habitación. Me agarró de una mano y con la otra la bolsa donde había metido mis cosas y me sacó corriendo de allí. Me senté en su coche y, tras arrancar y llevarme lejos, lo abracé, llorando, agradeciendo que estuviera allí. Secó mis lágrimas con sus frías manos y me dijo:
– ¿Qué clase de hombre sería si yo no hubiera estado ahí cuando podía estarlo?
Lo miré a los ojos. Dijimos «te amo» al unísono y nos besamos. Sentí escalofríos que poseyeron todo mi cuerpo. Lo amaba tanto ya…
Arrancó el coche y llegamos hasta un supermercado. Lo bueno es que era invierno y aún no era tan tarde, por lo que podíamos hacer vida normal sin que la luz le afectase tanto a mi amado, pues hasta la artificial le dolía. Bajamos a comprar unas cosas y… sorpresa. Sin saber cómo ni por qué me reencontré con Santi, después de tanto tiempo. Allí estaba, con sus aires de grandeza, mirando a todos por encima del hombro, con su cara de lerdo que ni la gran puta de su madre se la remediaba, ni la mejor de las cirugías estéticas. Y fue a fijarse en mí, y a sonreír como si tuviese poder sobre mí, como si se acordase de todas las maldades que me había hecho y creyese que me afectaban, y así era… Temblé del miedo y me achanté tanto que mi espíritu fue empequeñeciéndose hasta desaparecer por completo. Me quedé tan helada que cuando sentí la mano de Aleksander sobre la mía la noté cálida. Y él se preocupó, siguió la dirección de mis ojos y se encontró cara a cara con el hombre que me había amargado la vida. Se acercó a nosotros, y dijo:
– ¿Qué haces con éste?
– A ti qué te importa, déjame en paz. – respondí orgullosa.
– Míralo, si no puede ni mirarme.
Me fijé en Aleksander. ¿Qué le sucedía? Miraba hacia el suelo, con unos ojos ensombrecidos y su ceja izquierda temblando, cual tic nervioso. Apretaba los puños, y su expresión estaba desencajada, como si acabase de ver al hombre que más odiaba del mundo.
– Panoli, ¿vas a decir algo?
– Cállate, puto despojo de la humanidad, y vete antes de que te arranque la cabeza. – le dijo con una voz de ultratumba, sin apartar la mirada del suelo, con casi saliva saliendo de su boca.
– ¿Pero tú de qué vas, payaso? – fue Santi a empujarlo, y cuando creí que Aleksander reaccionaría de la forma más rabiosa posible… simplemente retrocedió unos pasos debido al empujón. No reaccionaba. Estaba como en shock. Yo no entendía qué sucedía. Santi me miró, sonriendo, guiñándome un ojo, y me dijo: – Ya nos veremos, y quizá recordamos viejos tiempos. – y pasó su mano por su baja zona. Me asqueó tanto que me entró una arcada, y cuando salió del supermercado me acerqué a Aleksander a atenderlo. ¿Qué le sucedía? Tenía el corazón a cien. Parecía que iba a salírsele del pecho, como si hubiera visto al mismo demonio. Quizá no erraba…
– ¿Qué te sucede, amor?
– Nada, no te preocupes.
Su respiración estaba entrecortada. Él se dio cuenta de que yo no iba a desistir en mi empeño de insistir sobre qué le ocurría. Me miró a los ojos y dijo:
– Acabo de tener un altercado con tu padrastro, y ahora he visto a tu ex y sólo… quería matarlo…
Lo dijo tan siniestro que creí sus palabras. No lo decía metafóricamente, no. Lo decía tal cual. Podría haberlo matado. Creí sus palabras, y me asustó el hombre al que estaba mirando. ¿De quién me estaba enamorando yo?
– Me revolví ya antes, y ahora me he revuelto más aún. Lo siento… Mi instinto protector. Lo odio.
– ¿Por protegerme…? ¿Habrías matado por protegerme…?
– Claro.
Y el miedo se convirtió en atracción. Aquel hombre era… el hombre de mi vida.
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