El pasado miércoles tuvo lugar el trigésimo cuarto centenario de la apertura de la Boca del Infierno en lo más profundo de las entrañas del Averno. Nosotros nos sumergimos por el lago Aqueronte tras pagar al barquero con los debidos óbolos para acudir a esta incierta y perturbadora cita que el Rey de los Infiernos nos tenía preparada.
Tras atravesar las alfombras aterciopeladas rojas que entraban hasta donde el baile inaugural tenía lugar, pudimos observar el verdadero encanto de este aterrador paraje. Allí se sentaba Satanás, sobre el trono creado con cadáveres de sus enemigos: santos mártires que murieron en nombre de Dios. Entonces, tras saborear un delicioso cráneo despellejado, se fijó en nosotros y se nos acercó para una intensiva entrevista.
«Estoy realmente extasiado con esta fiesta que doy hoy aquí. Parece que fue ayer cuando me condenaron a este lúgubre escenario al que llamo hogar, del cual me hice rey con mis encantos, y mis encantadores abdominales» bromeaba de su eterna condena mientras tensaba sus apolíneos músculos. Menudo hombre, o… demonio. Ya lo decía Arquímedes: «Caer en la tentación es más fácil que abrir un abrefácil»
Y así caímos. La fiesta estaba soberbiamente decorada con cabezas clavadas en picas y numerosos elementos que abstraían la mente cuando la vista se posaba sobre ellos. Aterrador a la vez que encantador. Los diseñadores fueron, nadie más ni nadie menos, que Victorio & Luciferino, los cuales fueron pagados con una comisión del veinte por ciento de los impuestos del Infierno.
«Aquí nunca hay crisis», declaraba el demonio de la gula. «Todo es fiesta, comer, comer, y comer. Total, lo pagan los ciudadanos». Así es, una cruda pero cierta realidad. Mientras los habitantes del Infierno pagaban tasas por un poco de paz en su eterno sufrimiento, los de arriba se lo gastaban en fiestas y comidas inconmensurables.
El alma se rendía ante el majestuoso y esplendoroso mobiliario del Palacio. Ambrosías de dioses se servían en bandejas de diamante por ninfas y sátiros deformados. De hecho, si te descuidabas te sumían en un estado de relajación extremo agachándose debajo de la mesa, y el resto se lo dejamos al lado más perverso de la mente del lector.
Sin embargo no todo pudo ser alegría y diversión. Un manifestante, indignado por el despilfarro de sus impuestos, llegó a las puertas a quejarse. Pudimos recoger sus reivindicaciones antes de que se lo llevasen a la capa más baja del Infierno a ser encerrado por quejarse de la mera realidad: «Me paso todo el día siendo violado para que la mitad del tiempo que gano para permitirme un poco de paz se lo lleven esos indeseables. Satanás no es un rey, es un tirano que llegó al poder y se lleva el derecho de todos los ciudadanos al tiempo que tenemos para algo de paz después de nuestro incansable sufrimiento».
Son bien sabidas las revueltas que sufre constantemente el Infierno. Los condenados sufren sin cesar, y a cambio consiguen unas horas para poder descansar y olvidarse de lo sufrido para poder afrontar un día nuevo, pero Satanás les quita ese tiempo para no ser atormentado él, ya que está ahí eternamente. Aquí impera la ley del más fuerte. Los demonios y los ángeles caídos gobiernan sobre los mortales. Lideran los más poderosos y los que heredaron y nacieron con ello, en vez de los que se lo ganaron. ¡Como la vida misma!
«Vengan, vengan», nos recondujo Satanás a otra sala para intentar convencernos de que no todo era malo. Era, para nuestro asombro, el lugar donde se administraban todas las almas atormentadas.
«¿Ven? Ninguno de ellos fue un santo», nos decía mientras nos dejaba leer sus crímenes, tiempo de condena y sufrimiento proporcional. Fueron excusas baratas para justificar el robo que el tirano cometía sobre ellos. ¿Pero quién podía hacer algo? Lo mejor era ceñirse a la fiesta, irse con una buena sonrisa, la tripa llena, las necesidades más primarias calmadas, y callar, haciendo la vista gorda.
Al fin y al cabo, el rey del Infierno no fue elegido por el pueblo. Fue impuesto por un dios caprichoso y bromista…
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