Eran las ocho menos veinte en un día de verano, en la casa de un pueblo alejado de un amigo. Mi dolor de cabeza previamente sufrido me echaba hacia atrás a la hora de aceptarlas, pero debía tomar una decisión. Nos sentamos alrededor de ellas, cada uno con su ración, ya pesadas. Un gramo y medio todos, excepto uno, el más experimentado, el cual tomaría dos. Entonces comenzamos a masticarlas. Decidí hacerlo porque supe que, si no, me arrepentiría aún más. El sabor era amargo, áspero. Parecía cartón. Y contraje mi rostro cuando las saboreé, avergonzándome de ello, pues les debía respeto; y con respeto las ingerí. Estamos charlando tranquilamente cuando una sensación de agobio empieza a inundarme. El experto decía que en una hora notaríamos los efectos, mas yo ya los estaba sintiendo. Pensé que serían paranoias mías, pero mi cuerpo empezaba a vibrar y mi alma inquieta quería andar y estar a solas. Mi corazón palpitó más rápido. Sentí ganas de ir al baño por un dolor de tripa intenso. ¿Eran nervios, o me habían sentado mal? Sin más, decidí levantarme y salir al jardín de aquella casa de pueblo.

En un principio pensé que los colores eran más intensos. Y lo eran, pero no por las setas, sino por la hora del día, que intensifica los colores. Pero yo ya estaba intranquilo, yendo y viniendo, anotando mis sensaciones, una actividad que cesaría a los cinco minutos debido a que era más fuerte el efecto que mi deseo por escribirlo. El experto salió, y le pregunté que si era posible que ya estuviera sintiéndolo. Me dijo que sí, conque me dejé llevar.

Paseé por aquel amplio jardín, miré el horizonte, y poco a poco aquello iba subiéndome y subiéndome. Cada uno de nosotros estaba notando un efecto distinto. Uno de ellos reía, y el experto se sentaba a solas en un rincón. No parecía estar disfrutándolo. Quise acercarme a él, pero por momentos el alma me abandonaba. De pronto todo se volvía negro y mi cuerpo se caía, desvaneciéndome. ¿Iba a tener un viaje astral? Podría haber sido. Yo sentía que en cualquier instante aparecería flotando por encima de mí, mirando mi cuerpo tirado en la hierba. Pero eso me asustó, y bloqueé mis sentimientos para que no sucediera. Otras veces lo anhelaba. Aquélla… quise contenerlo. ¿Y si me perdía en un viaje sin retorno? Simplemente me senté y mi propia mente comenzó a divagar. El experto desapareció de escena, para luego volver con un sillón. Lo colocó en mitad del jardín y se sentó, a observar el mundo. Miré hacia las nubes y comencé a ver formas inusuales en ellas. Mi imaginación estaba mucho más definida. Comentamos las nubes un poco a gritos, y entonces nos acercamos los tres. Yo, sentado a un lado del sillón, con mi espalda apoyada en él. El experto, sentado sobre él, y el otro tumbado, con una sonrisa de oreja a oreja. El experto preguntó si sentía el suelo moviéndose en olas. Sí, así era. Mirabas la tierra y parecía moverse como si del mar se tratase, meciéndote a su compás. Entonces miramos hacia las nubes. Tenían forma de dragones. Unas, negras, venían del este para devorar a otras, más blancas, que se encontraban en el oeste. Parecía que iban a enzarzarse en un combate a muerte donde se fueran a despedazar, pero en su lugar encontré unión y fuerza, y de ellos surgieron formas nuevas y más brillantes. En ocasiones veía calaveras en ellas, al igual que los demás, y otras una forma de mujer. Parecía un cuadro. Era una mujer desnuda, tumbada, mirando hacia el cielo, con otra mujer abrazándola, como si la necesitase, como si su madre fuese y no quisiera despegarse de ella. Me quedé absorto contemplando el paisaje que el mundo dibujaba para mí.

Sentí la necesidad de compartirlo. Me levanté y caminé hacia la casa, donde estaban dos amigos. A uno lo llamaré el ancla por razones que luego comentaré, y al otro el parlanchín. Lo llamo así por no llamarlo pesado, pero con cariño siempre, pues nunca fue su intención. Llegué, y dije:

– Soy como “Plutón”, – sí, equivoqué el nombre queriendo decir Platón. – yo salí de la cueva y vengo a contaros lo que hay afuera.

En ella había oscuridad, y en el jardín había belleza. Necesitaba que salieran de allí. Era como el mito alegórico de la caverna. Pero estaban contemplando un cristal. El ancla me instó a mirarlo, a intentar descifrar lo que era. Parecía un capullo, una crisálida de un insecto. Estuvimos mirándolo extrañados hasta que él salió y se dio cuenta de que simplemente era un bulto del cristal roto. Era mejor cuando no sabíamos qué era.

Caminé, de nuevo, hasta el jardín, ya habiéndolos avisado de lo que había afuera de la casa, cuando me encontré el sillón vacío. Me senté yo, y, ahí, mi conciencia se perdió…

Mi religión ya no era nada, los dioses desaparecían, mis creencias sobrenaturales quedaban nimias. Yo no era nada, no era nadie. No debía estar allí, ni en ningún lado. Sentí un desapego hacia mi vida y hacia mi cuerpo, hacia mi ego, hacia todo. Quizá me volví Uno con el Todo, o quizá me volví más realista. Todo desaparecía en aquel instante. Deseé volver a refugiarme en casa, en mi cuarto. A estar en mi zona de confort, en mi propio mundo e imaginación. No quería aquella nueva realidad. La desechaba. Necesitaba seguir creyendo en fuerzas superiores. Pero, ¿quién me decía que no las hubiera? Lo que me decían es que yo estaba equivocado. Mis ojos cayeron al suelo, el cual seguía meciéndome entre sus olas.

Pasaron los minutos. Levanté mi mirada. Desde el fondo se aproximaba el ancla. Caminaba hasta mi posición, y yo lo supe. Díjome que la cazoleta de mi cachimba se había roto, o eso intentó expresar, pues yo entendí que fue el jarrón que almacena el agua o el líquido que le eches. Yo ya lo sabía. Cuando lo vi llegar, sabía que era una noticia respecto a mi cachimba y a que la había inutilizado, rompiéndola o lo que fuese. Y entonces le dije:

– Ya me lo esperaba, ya lo sabía.

Y él se fue. No pretendía rallarme, quería ocultármelo porque sabe cómo soy con esas tonterías. Que enseguida me afectan. Y me afectó, pero no mucho, porque antes de que me lo dijese yo ya lo sabía. ¿Setas, o intuición?

Como fuese, prefirió decírmelo a que lo descubriese yo y me llevase un golpe mayor. Eso es de agradecer, aunque me fastidió un tanto. Mas, ¿qué importaba? Yo ya no era nada.

Me levanté del sofá. Mi aspecto ya no era el mío. No sé ni cuánto estuve ahí. ¿Media hora? ¿Más? ¿Menos? No lo sé. Observaba mi cuerpo como si no me correspondiese llevarlo, o como si no me gustase del todo. Me veía muy delgado, más que de costumbre, demasiado. Me miraba en un espejo y me veía horroroso, como algo de lo que alejarse. Pero de repente me veía bello, hermoso, un humano digno de admirar. Ni una ni la otra. Era mi percepción hacia mí mismo. Porque a veces me encanta cómo estoy, y otras no me siento a gusto. Las setas eran un reflejo de mis sentimientos.

Mientras estuve perdido en mis pensamientos escuché al parlanchín con el sonriente, y al ancla yéndose con el experto. Éste se encontraba mal. Vaya, ¿demasiada dosis? Me preocupé por él. Cuando me levanté del sillón fue por mi necesidad de encontrarlo y de que se sintiese bien, aunque yo no estaba en condiciones de animar, ni pretendía invadir su propia burbuja y espacio, su propio viaje. Pero estaba preocupado. Así que salí al pueblo, tras mirarme en algún que otro espejo comentándome en mi cabeza lo que antes mencioné sobre mi propia belleza. Y el sonriente vínose conmigo.

Paseamos por el pueblo, y el parlanchín vino detrás de nosotros. Tenía miedo de quedarse solo, así que se echaba encima de nosotros constantemente. El sonriente y yo estábamos riéndonos. Sentí hormigueo por mi boca, y el sonido se distorsionó. Al hablar yo no controlaba el tono de mi voz, por lo que mi alma me pedía a gritos que la distorsionase tanto como el sonido se distorsionaba. Y así, cuando finalizaba una frase, yo mismo aumentaba los graves de mi voz y movía la boca como si estuviera haciendo burbujas y luego masticándolas con la boca abierta. Reíamos por si alguien en el pueblo nos veía cómo estábamos. Mis hombros caían, mis pupilas estaban dilatadas, y mi boca abierta la mayoría de las veces. Caminamos por el pueblo, con el parlanchín a gritos pidiéndonos que nos quedásemos en la casa. Nos quería restringir, y yo todo lo que ansiaba era ser libre, estar sujeto solamente a mis impulsos, no a nada más. Y el sonriente igual. Nos movíamos por entre aquellas casas, con los pocos habitantes ausentes. Un coche pasó a nuestro lado y yo pedí que actuásemos como si fuéramos personas normales, riéndonos irremediablemente dando constancia de nuestro estado. Había gente a lo lejos, conque decidimos irnos hacia otro lado, con el parlanchín sin callar emparanoiándose, invadiendo nuestros espacios vitales, haciendo contacto físico conmigo a menudo. Lo noté agresivo y atacante. No era su intención, más tarde me lo explicaría. Diría que él mismo en su cabeza se notaba chistoso y recurrente, pero ésa no era la sensación que estaba proyectando. Así que el sonriente y yo quisimos huir de él.

El sonriente anotaba en mensajes de voz lo que vivía. Yo quería hacerlo, pero me vi incapaz. Sentía demasiado, y quería dejarme llevar por los sentimientos. Ya llegaría el día en que lo plasmaría. Ya llegaría este día.

Y, de pronto, aparecieron. El ancla y el experto, de la nada. Salieron de la misma casa. Habían dado la vuelta al pueblo y se habían colado por el jardín. El sol comenzaba a ocultarse, y ellos propusieron salir de aventura. Me alegró un montón verlos y percatarme de que estaban bien. El experto se emparanoió, pero ya se le había pasado. Era hora de seguir descubriendo…

El experto subió a la planta de arriba, a cambiarse los pantalones, y así hice yo. Unos más cortos. Era verano, y sí, de noche refrescaría, pero no quería rajar los vaqueros que llevaba con alguna zarza o con lo que me fuera a topar. Así, una vez cambiado, bajé hasta el jardín, donde nos reunimos todos. Caminamos hasta un muro derruido, con el parlanchín quejándose Dios sabe de qué porque mi mente ha borrado casi todo lo que dijo. Allí, lo saltamos, llegando hasta un camino que rodeaba todo el pueblo. Caminante no hay camino, se hace camino al andar. Así dijimos, y así caminamos, con el parlanchín con miedo a que entrase alguien en casa o se quemase. Y lo cierto es que al girarnos vimos una luz roja que parecía fuego, y como si humo saliera de la casa. No era más que nuestra imaginación, pero así fue. Sentimos a las nubes más cerca de nosotros, como si pudiéramos palparlas. El mundo dejaba de existir para ser solamente nosotros cinco. Fuimos caminando hasta dar a un cruce, donde podíamos seguir hacia un bosque, o rodear la casa. Yo quería ir hacia el bosque, pero el ancla nos advirtió de que la noche pronto caería sobre nosotros y que apenas se vería un palmo de distancia. Y eso dando gracias. Así que, por miedo a acabar en la nada, seguimos rodeando el pueblo, y yo lo vi. Vi las proporciones áureas en la naturaleza. Ya las estaba viendo, pero hasta ese momento no resaltaron tanto. Y es que un campo de trigo se abría frente a mis ojos, y en él, en los espacios que había entre un trigo y otro, veía las proporciones áureas. Veía fractales, la flor de la vida ante mis ojos. La naturaleza se desnudaba para mí, que la contemplaba maravillado y asombrado. Todo aquello estudiado por los deseosos de conocimiento estaba siendo constatado por mis ojos. El mundo estaba creado… de forma preciosa y perfecta. Ojalá hubiera visto las estrellas… ¿Qué me habrían enseñado los astros?

El cielo poseía un filtro violeta, que tanto el experto, el sonriente y yo captábamos. El mundo estaba en armonía, precioso y jovial. Y nosotros éramos sus admiradores que, errantes, aun siguiendo camino, lo miraban como pocos realmente lo miran.

El parlanchín asegurando que no teníamos control alguno sobre lo que hacíamos, que él podía caerse por un… ¿abismo? Dios sabe a qué se refería, pues se estaba asomando por una cuneta. En su mano sostenía un cigarro, del cual aseguraba no apagarse nunca. Lo trajo consigo desde la casa. Dijo que estuvo con él desde el principio del viaje, y que no se apagaba. Del cigarro, liado, brotaba un humo azul psicodélico. Bueno, todo era psicodélico. Todo era… asombroso.

Lo arrojó al suelo. No sé si le lanzó tierra por encima o le dio alguna patada, pero al cogerlo seguía encendido. Era el cigarro. No hay más ni mejor definición.

Nuestros pies se movían deslizándose. Mis dientes me hacían cosquillas. Mi boca vibraba, como mi cuerpo, pero aún más en la boca, donde sentía un sabor peculiar. Mi cuerpo alternaba, ora con el experto y el sonriente, ora con el ancla y el parlanchín. Cogí una piedra. Mi mano se fundía con ella, con su textura, con su tacto. Llegamos hasta unos neumáticos. Había un árbol, y debajo de él los neumáticos. Parecía un cementerio de ellos. El parlanchín en un principio lo flipó mirándolos. Me giré, y me acerqué para observarlos. Fueron adquiriendo colores y detalles que a dos metros más lejos no se apreciaban. El parlanchín hizo la gracieta de como que me lanzaba contra ellas, alterándome. Él se sentía gracioso en su mundo. En el mío me parecía un invasor, así como en el de la mayoría de nosotros. Después, nos acercamos a un grupo de montones de heno. El parlanchín se tiró encima de ellos. Él estaba flotando en su mundo, asegurándonos después que él se sentía ingenioso y gracioso. Ojalá hubiera sido así. Pero, para quitarle miga al asunto porque puede que me lea y me odie, eres el puto amo porque cultivaste unas setas que lo flipas. Sí, nunca mejor dicho.

El ancla se sentó en un banco, el parlanchín se entretuvo con unos helechos que le parecían tentáculos, y luego nos preguntamos qué había sido del experto y del sonriente. Nos acercamos hasta una iglesia allí cerca y los vimos aproximándose hacia nosotros. Estaban sacudiéndose… algo, no sé el qué. Mientras se sacudían me parecía que tuvieran más brazos y piernas. Ahí sí que parecían tentáculos, pardiez. Dijeron que habían visto a un perro, o algo por el estilo que no retuve. Ya reunidos, lancé la piedra y nos adentramos en la casa. Se hacía de noche.

Y al entrar… aquello se convirtió en una guarida. Era nuestro hogar. Era… No sé cómo decirlo. Se había transformado.

Uno atravesaba las cortinas que mantenían, sin mucho éxito, a las moscas al margen, y aparecía en un mundo distinto. El salón era completísimamente distinto. Nos sentamos en donde estuvimos al tomar las setas y cada uno estuvo de una forma. El ancla sintió frío en las manos de alguien. Dijo que odiaba a la gente con las manos frías. Le entregué las mías, que estaban congeladas. Se impactó, contrayendo la cara. Luego, se sentó a mi lado, y tocó mis brazos. En aquellos momentos mi mirada estaba clavada en el reloj, que parecía no avanzar. La relatividad del tiempo… Y el ancla se disgustó con lo frío que mi cuerpo estaba. Yo permanecía tan inmóvil que parecía un cadáver. El ancla me zarandeó, pensando que había muerto. Reaccioné sonriendo y negando con la cabeza. Aún no estaba muerto, aunque me daba la sensación de que así acabaría al final del día, o que ya lo estaba de antemano y que aquello era mi Purgatorio.

Salí a la terraza, al lado de la piscina portátil, la cual era como un barreño circular de unos tres metros, y me posé en su extremo, colgando mis brazos sobre ella, sumergiéndose en el agua. Oh, qué calidez. Por el amor de todos los Santos, me sentí…

No sé describirlo…

Me sentí fenomenal.

Mis brazos dentro del agua se fundían a ella, con un calor confortable, acogedor. Un calor… afable, amistoso. Un calor… absorbente. Mis pirris locos estaban detrás de mí, sentados en sillones. Uno se perdió en la oscuridad. Creo que fue el sonriente. Pero llegó el ancla y dio la luz, y le fastidió su abstracción con las estrellas en un cielo oscuro. El parlanchín apareció en escena, mencionándome con un “míralo”. Me giré para sonreírles. Yo tenía claro que iban a criticar todos mis movimientos, no sé por qué razón. Es como que todo el mundo siempre tiende a criticarme. A veces bromeando, pero ofendiéndome porque soy sensible, o porque no me gusta que se metan conmigo. Pero yo estaba a gusto con el agua. Que me dejasen, que yo no iba a moverme…

Seguí masajeando el líquido, moviéndolo y contorneándolo a mi gusto, provocando ondas que se iban hasta el otro extremo de la piscina. Se movían sutiles ante mí, maravillándome con su forma de expresarse. El tiempo se paralizó en aquellos instantes. Transcurrió una hora, o media, no recuerdo, mas no le di importancia. Alguna vez pensaba “¿qué hora será?”, pero de inmediato se me borraba la preocupación al retornar mi vista sobre la majestuosa agua, la cual era también de un color entre azul, reflejado por el color de la piscina, y violeta. El filtro violeta hermoso que aparecía ante mis ojos y no paraba. Y entonces fue cuando lo vi. Una mirada rápida hacia la terraza, y vi al ancla y al experto el contorno del ojo de Horus en sus rostros. El derecho en el ancla, en el experto no recuerdo bien. Quizá fuera el izquierdo, al ser el perfil que mejor recuerdo en aquellos instantes. Como fuera, sus ojos tenían el saber del conocimiento. Y yo lo flipé aún más. Mis dientes seguían bailando junto al agua. El sonriente también se había sumado a mi participación en la piscina. Ambos queríamos desnudarnos y meternos en ella, pero no queríamos helarnos al salir. Maldición, ojalá hubiera sucedido. Helarnos no, sino fundir los cuerpos con el agua.

El experto se acercó, intentando ver qué era lo que yo sentía. Le sonreí, y metió sus brazos también en el agua. La sintió, pero no como yo la sentía. Me sonrió, y me dejó para que siguiera disfrutando de aquellos placeres, aunque no por mucho tiempo, pues el sonriente y yo volvimos al salón, a la guarida…

Seguía resultando confortante. Su tenue luz nos acogía. Me sequé mis brazos mientras el sonriente se inspeccionaba las pupilas, dilatadas como platos. Reí al vernos así. Los dos estábamos igual. Aunque en aquellos instantes en los que me miraba al espejo yo también poseía el ojo de Horus…

Saqué la cámara de fotos y nos hicimos un par. Salíamos con caretos. Intentamos parecer normales, pero no pudimos. Nuestras caras iban solas. Después, no sé qué fue de él pero yo me quedé en el baño, el cual daba al salón de forma inmediata, y con la puerta abierta comencé a tirarme selfies. Así, porque sí, porque me apetecía. El experto llegó y puso música. No recuerdo cuál era. ¿Rap, quizá? Sí, sí. Sonaba el bombo clap, y mi cuerpo se movía a su ritmo. Estaba motivado, enfrente del espejo, con un sonido urbano de fondo y mi cámara tirando fotos. Fue uno de los mejores momentos de la noche. Pero de pronto llegaron el ancla y el parlanchín, bajando el primero el volumen de la música, rompiendo la magia. Temería que nos escuchasen los vecinos, quizá. O no, simplemente le molestaba. Me resigné, qué remedio. Entonces subí a la planta de arriba y llamé a mi novia. La echaba tremendamente de menos.

Estuvimos veinte minutos hablando, quién sabe. Yo estaba colocado, y su voz me arropaba. Su suave, dulce, linda voz. Era tan cálida que me invitaba a tumbarme sobre la cama y a echarme a que pasasen las horas. Pero no, estaba colocado, y lo estaba disfrutando mucho, aunque lo habría disfrutado mucho más con ella cerca de mí. O quizá no, quién sabe. Cada viaje era un mundo distinto.

Nos colgamos tras varios “te amo” y bajé decidido a que fuera mi música la que se escuchase. Eso sí, con el permiso del experto, ya que los altavoces y el portátil eran suyos. Me lo concedió sin problemas y conecté mi móvil, el cual contenía canciones de ensueño. Y así empecé con Lullaby, de The Cure. Las primeras notas iban introduciéndonos ante una obra de arte. Éstas vibraban para nosotros, introduciéndose ondulando hasta nuestras almas. Mi percepción distorsionada del sonido lo mejoraba, fundiéndome con la música. La voz susurrante del cantante nos llevaba a emociones desconocidas. Emociones exóticas, misteriosas, atrayentes. Una voz acompañada de una melodía que recordaba a vidas pasadas, o a ecos de vidas futuras. Y luego sonó Eyes without a face, de Billy Idol. Una canción que induce a la melancolía, para luego romper esa ensoñación que te hace sentir con un fragmento más agresivo que, lejos de fastidiar la canción, la mejora, para después volver a hacerte soñar, a hacerte vivir la canción. Porque las canciones no sólo eran escuchadas, sino que también vividas. Las notas dejaban de ser sonidos para ser anécdotas, historias, experiencias, emociones que recorrían tu cuerpo hasta alojarse en tu corazón. No sólo oías, sino que escuchabas.

Éramos uno con la música, y eso es una sensación que no se me podrá borrar. Pero el efecto estaba cercano a disiparse.

Nos reunimos todos en el sofá a jugar a videojuegos. Pusimos Naruto y empezamos a luchar entre nosotros. En mí seguía el efecto. Quizá se debió a que fui quien menos había comido, pues hay que estar unas horas pasando hambre antes de consumir. Como fuera, yo me metía en el juego. Estaba de pie jugando, sintiendo a mi personaje, poniéndome en su pellejo y siendo yo quien esquivaba y golpeaba en la vida real a la vez que lo hacía en el mando. Estuvo bastante bien. Sentí a los videojuegos de forma distinta a la acostumbrada. Me metí en su piel y lo viví. El experto y el parlanchín se pusieron a hablar sobre la experiencia. El experto dijo que había estado viendo calaveras que lo emparanoiaron, obligándolo a dar una vuelta lejos del epicentro. El parlanchín dijo que en su mente sonaba ingenioso y que en todo momento estuvo de broma, que nunca pretendió ofender. El sonriente dijo habérselo pasado muy bien y que repetiría de cabeza, al igual que yo. Y el ancla… El ancla fue quien nos estuvo guiando por la experiencia. Fue quien se preocupó de que yo no me rallase con lo de la cachimba, quien estuvo acompañando al experto cuando peor se sintió y quien aguantó al pesado cuando nosotros no podíamos. Fue quien más involucrado estuvo con todos y quien más se preocupó de que nosotros sintiéramos en lugar de él. Y nosotros lo considerábamos un ser frío sin empatía… Por ello lo llamo el “ancla”. Quien nos mantuvo a salvo.

Al final todos concurrimos con lo mismo: cada uno sacó de nosotros lo que llevaba dentro de forma exponencial. Las setas simplemente intensificaron lo que llevamos en el alma.

Ahora lo recuerdo con mucho cariño y con ganas de repetirlo. Recuerdo una escena que no sé en qué momento situarla. Fue la de un escarabajo, igualito a los que los egipcios representaban, recorriendo el suelo. Al verlo me puse furioso con él, no sé por qué, y tiré una silla, mirándolo rabioso. Quise aplastarlo y dejarlo allí pero no me atreví. Me entró ternura y me relajé. Me sentí armonizado con él y mi odio se disipó. Simplemente lo dejé existir y me fui. No lo volvimos a ver.

Otra escena fue la de un árbol. Parecía puro, nacido de la misma naturaleza, hasta que me acerqué a él y lo toqué, y aunque yo supiera que no era verdad en mis ojos se formó el efecto de cientos de insectos saliendo de él y esparciéndose. Como si fuera un árbol corrompido y enfermo. Y entonces me alejé.

Quizá fueran metáforas del destino, quizá paranoias nacidas en mi inconsciente propulsadas por el efecto de las setas psicodélicas. Como fuera, ahí quedará para siempre en nosotros el recuerdo de lo que sucedió. Una aventura que no habríamos vivido de normal.

Las drogas, consideradas como malas por aquéllos que abusan de ellas, siendo dañinas la mayoría que son fabricadas y no extraídas, pero en verdad son quienes nos muestran el mundo que no podemos ver con los ojos mundanos.

De una forma u otra, yo repetiré, y volveré a relatar la experiencia, mi experiencia.

Para terminar me quedo con una frase de El Último de la Fila en la canción Mar Antiguo. “No hay otros mundos, pero sí hay otros ojos”.

 

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