Aparcó lo más cerca que pudo de la entrada, que no fue fácil, ya que estaba bastante lleno el parking. Era un centro comercial gigante, con veinte tiendas de ropa en él, aparte del supermercado. Al salir del coche un rayo estruendoso iluminó el cielo, acompañado de un furioso trueno. ¿Por qué desde entonces apenas llovió así? Este año sólo ha relampagueado tres días. Y yo aquí, sentada enfrente del ordenador, recordando aquella bella y caótica etapa. Corrimos hasta estar a salvo dentro del centro comercial. Apenas diez segundos estuvimos en la calle que ya hubiera parecido que nos caímos en un río de no ser por el paraguas que llevábamos. Aun así el viento empujó la lluvia, y acabamos empapados de todas formas. El suelo de los comercios estaba mojado por completo. Ay, esos tiempos en los que eres joven y deseas con tanto ahínco estar con esa persona que te importa un comino que llueva, truene o haya ventisca. La gente esperaba en la entrada a que escampase para ir hacia el coche. Nosotros subimos a la planta de arriba, donde estaban los restaurantes, y nos dimos el gustazo de comer antes de ponernos a mirar ropa.
Una hamburguesa rica rica. Doble, con queso, y… Mejor no lo relato, que esos tiempos en los que eres joven y lo quemas en cinco minutos ya pasaron. Ay, si hubiera sabido todo lo que me esperaba, si hubiera sido más lista… habría evitado los errores que cometí y que estaba por cometer. Hubiera dejado de pensar tanto en el futuro y en qué elegir, para simplemente disfrutar del momento. Y disfruto ahora más con los recuerdos. Porque, mientras comíamos, mirábamos por la ventana la lluvia caer y los rayos iluminando el cielo. Se estaba a gustísimo allí, con la calefacción encendida, pasando incluso calor, cuando afuera hacía un frío invernal. El cielo parecía partirse por cada trueno que sonaba. En lugar de sentarnos uno enfrente del otro nos sentamos uno al lado del otro. Y, nada más acabar, me acurruqué en él, cerrando los ojos, dejándome llevar. Acarició mi frente con amor y dulzura. Me trataba bien. Y yo lo quería por ello.
Una canción sonaba de fondo, junto a los gritos de los niños y las discusiones absurdas de los mayores.
—Ojalá… —dije yo. —Ojalá estuviéramos a solas en una cabaña perdida, con el fuego encendido, y esta tormenta afuera. —me acordé de los momentos que tuve con “Eric.” Especiales, únicos, inolvidables. Me habría encantado que hubieran sido junto a Onai también. En verdad junto a los dos a la vez. Mi corazón seguía estando dividido, aunque mi mente creyera haber encontrado una solución.
—Ay, mi paya. Eso será posible algún día.
—¿Viviremos allí?
—No creo. Pero un finde en una casa rural al mes podremos permitirnos.
—¿Beberemos mucho?
—Muchísimo.
—¿Nos drogaremos?
—Un poquito.
—¿Invitaremos a gente?
—Cuando nos sintamos solos.
Le sonreí, aunque no lo vio. La tripa me dio una punzada. Empecé a encontrarme mal. Quizá lo de los vestidores tendría que aplazarse. Eso no le gustaría nada. Pero eso, o matarlo del olor. Era horrible contenerse los gases. Esperar, y esperar, y esperar. A veces incluso deseabas que la cita terminase para…
Se me escapó un eructo.
—Uy, perdón…
—Crrrooaaaahhh. —pegó un eructo él que retumbó en todo el restaurante. Se me escapó una carcajada, aunque me pusiera roja de la vergüenza.
—Vámonos, anda.
Él se reía mientras salíamos de allí, siendo el centro de las miradas de los padres y el modelo que siguieron los niños, que empezaron a tirarse eructos, a ver quién lo hacía más alto.
—Eres una mala influencia. —le dije.
—Oh, pero eso lo sabías desde el principio. —me sonrió con picardía. Saqué unos chicles del bolso. Me metí dos a la vez en la boca.
—¿Quieres uno? —le pregunté. Se encogió de hombros. Le di dos, también. Bajamos a la planta de abajo. Quise ir a saludar a una prima mía que trabajaba en una tienda de zapatos, pero eso hubiera sido exponer a Onai. Quizá, antes de irnos, le decía que fuera tirando al coche para saludarla. Así sólo se mojaba él y me recogía en la entrada. Pa chula yo.
Entramos en una tienda dividida en dos secciones, la de hombre y la de mujer. Empezamos por esta última. Y yo quería morirme mientras miraba toda la ropa que allí había. Madre, lo quería todo. Más que nada porque eran chollazos. A diez, quince, veinte euros ropa que solía costar el doble, complementos que desde hacía tiempo los deseaba, abrigos que me quedaban de muerte, y… Dios, parecía una pija.
—Cómo sois las mujeres. Yo llego, veo lo que me gusta, me lo pruebo y si me vale me largo.
—Pues a mí me gusta todo y a la vez no sé qué cogerme. ¡Odio venir de compras! ¡Siempre tengo la necesidad de cogerme algo! Mira, mira este abrigo. —señalé a uno así como de pelo sintético.
—Me encantaría follarte con él puesto. —dijo en voz alta. Aquí, el que no quería llamar la atención.
—¿Quieres hacerlo? —le pregunté con voz picante.
Alzó una ceja:
—¿Lo dudas?
—Tendrás que esperar. —dije para incordiarlo. Elevé un hombro, le guiñé un ojo y me giré a seguir buscando ropa. Y eso que lo que yo quería era ropa para él, no para mí. Cosas de mujeres…
Después de coger tres abrigos, cuatro camisetas, cinco pantalones y dos zapatos me acerqué disimuladamente al vestidor. Normalmente no dejaban entrar con mucha ropa pero no se percataron de mí. Onai estuvo detrás, soportando mis caprichos, hasta que le agarré del cuello de la camisa y lo atraje al probador. Escupí el chicle en la mano y lo fui dividiendo, conforme pegaba la cortina para que no se moviera de casualidad. Extendí mi mano para que Onai también me diera el chicle suyo.
—Joooder. —sonrió. —Lo tenías todo planeado.
—Sssh, más bajo.
La cortina estaba perfecta. Sólo había un pequeño hueco por debajo, donde los pies. Ahí puse los abrigos, unos encima de otros. Así no se verían dos pares de pies. Entonces me desnudé por completo. Ni lenta ni sensualmente. Me lo quité con brusquedad. Llevé las manos a la cintura y dejé medio cuerpo de lado.
—¿Qué? ¿Cuándo me vas a follar? —le pregunté, soberbia y altiva. Me miró boquiabierto. Como si fuera virgen. Como si nunca hubiera visto a una mujer desnuda. Como si yo fuera una diosa. Por fin me sentía superior a él. Se desnudó con torpeza. Empezó a quitarse los zapatos. Al ver que no podía simplemente se bajó los pantalones y fue a venir a por mí, pero entonces lo contuve con las manos y lo obligué a sentarse en el taburete que tienen los probadores. —Sssh… Tranquilo. Poquito a poquito, ¿no crees? —se oyeron risas y gritos de otros probadores:
—No sé, esto me hace muy gorda, ¿no crees?
—Naaah, te queda divino.
Mientras tanto yo me estaba metiendo la polla de Onai en la boca. Su sabor era el de saliva y semen seco. Al principio me chocó un poco, pero era normal. Se la acababa de comer en el coche hacía una hora. Se lo hice suave. No quería ir fuerte. Agarré el tronco de su pene con dos dedos y lo apreté, retorciéndolo mientras con mi lengua golpeaba su glande y mis labios rozaban el límite que hay entre el glande y la piel, dejando, a su vez, caer saliva para lubricarlo y que deslizase mejor.
—Paya, me vuelves loco. —me dijo, aguantándose los gemidos.
—No sé, me queda un poco mal. —decían las voces de fondo.
—Naaah, eso es cosa tuya.
Empezaron a ponerme nerviosa. Pero era lo que había. No podía pretender que no hubiera nadie cuando el morbo de hacerlo era precisamente que hubiera alguien. Me puse de pie. Me giré y contoneé el culo. Él se levantó pero me giré y volví a obligar a que se sentase. Negué con la cabeza:
—Ah, ah, ah… —negué. —Ahí quietecito. —volví a ponerme contra la pared y él entendió lo que yo quería, sólo que prefería metérmela a comérmelo. Mas yo necesitaba sentir su lengua penetrando mi culo. Me encantaba cuando me lo hacía. Sentí su barba de varios días haciéndome cosquillas en las nalgas mientras su lengua se deslizaba por la raja de mi culo. Cuando pasaba enfrente de la apertura me ponía tensa y deseosa. Sin embargo él se hizo de rogar. Sabía cuáles eran mis intenciones. Eran las de jugar con él, y ahora él era quien jugaba conmigo. Y eso me encantaba.
Metió, tímidamente, su lengua por mi agujero. Palpó el interior en movimiento circular. Retiró la lengua, dejándome vacía. Tragó saliva y se relamió los labios. Giré el cuello y vi en el espejo del probador su cara metida entre mis nalgas. Tenía los ojos cerrados. Lo hacía con suavidad y apetito. Se notaba que le encantaba comerme, aunque estuviera masturbándose porque no aguantaba más sin penetrarme. Meneé mi cadera para restregarme más en su cara. Su lengua fue penetrándome cada vez más adentro. Más, y más. La estiró estando dentro de mí. Llegó un punto en el que me hizo daño. Él lo sintió, y retiró la lengua dejando su saliva por todo el interior. Como si recabase el paradisíaco sabor de mi culo. Se inclinó sobre mí, levantándose, y escupió en mi espalda. Sentí su cálida saliva baboseando mi piel hasta llegar al lugar que me estaba comiendo. Y entonces metió un dedo. Mi culo lubricado lo recibió con énfasis. Era… Era el dedo gordo. Tenía planeado penetrarme mientras acariciaba mi culo. Y así hizo. Su pene se abrió paso en mi vagina. Las voces de las lerdas seguían oyéndose. “Esto no me vale”, “esto me queda fatal”, “esto está pasado de moda”. Asco de pi…
—¡Aaah…! —se me escapó un pequeño gemido que alertó a las pijas.
—Chica, ¿oíste eso?
—Pe-perdón. —dije yo, aguantándome los gemidos por las embestidas que Onai estaba haciendo a posta. —Es que el vestido me apretó… —conseguí decir del tirón sin que mi voz vibrase por el placer que la polla de Onai me estaba dando.
—Ah, ya pensaba yo que estabas con un hombre o algo, hahaha. —se rio como una estúpida.
—Ja… No fuera malo… —dije sonriendo. A Onai se le escapó una carcajada. Ya les habíamos alertado. Mierda. Mi vagina se contrajo, aferrándose al pene de Onai, por dos razones. Una, el susto. Y otra, no quería que parase si alguien venía. De pronto la voz de una dependienta dijo:
—Disculpe, no puede dejar los abrigos en el suelo. Tiene perchas para colgarlos.
—Ah, vale…
—Y no pegue las cortinas con chicles…
—Es que estoy desnuda y me da vergüenza. —le dije del tirón, ya que Onai se había detenido. Se apartó de mí. Me puse el pantalón por encima y recogí los abrigos. Él se subió al taburete y se encogió en sí mismo. Le saqué la lengua riéndome de él. Pero cuando sintió a la dependienta alejándose él saltó hacia el suelo y me empotró contra las cortinas, a las que me agarré con fuerza. Los chicles fueron despegándose a medida que él me follaba brutalmente. Ni supe cómo me quitó el pantalón. Creo que me lo rompió. Y era el que me estaba probando. Pero qué importaba. Yo cerré los ojos y me quedé boquiabierta. Estaba disfrutando como una zorra. Me agarró del pelo y tiró hacia atrás mientras con su otra mano penetraba mi ano y su dedo chocaba contra su pene en mi vagina, separados por una pared que al ser apretada aumentaba mi excitación y la intensidad del orgasmo. Empecé a gemir, a la par que él, ya sin importarnos si nos pillaban o no. Gemí, gemí, y gemí. Mis tetas rebotaban de las embestidas de Onai. La cortina se agitaba. Los chicles se habían despegado. Ahora era cuestión de suerte que no nos encontrasen. Pero fue entonces cuando empecé a correrme. Él dejó de agarrarme del pelo para rodearme con sus brazos y apretar mis tetas, presionando en los pezones, los cuales estaban tan sensibles que, sin saber cómo, le dieron mayor intensidad al orgasmo. Tuve que apretarme los dientes para no gritar. Estaba corriéndome en silencio, con sudor cayendo por mi cara y mis manos desgarrando las cortinas. Mis piernas se habían cruzado. Mi vagina chorreaba aquel pantalón. Su pene parecía hacerse más y más grande. Era por culpa de mi vagina, que se contraía más y más, presionándolo, aumentando su tamaño, con ello, el orgasmo. Me corrí y pegué un gemido que debió de retumbar en todo el probador. Y eso conteniéndome. Si no, todo el centro comercial hubiera sabido el placer divino que estaba inundando todo mi cuerpo. Onai se retiró y se masturbó, corriéndose, eyaculando en el espejo, dejando todo su semen desperdigado allí. Mis músculos se habían tensado tanto que me cansé, cayendo mi cuerpo contra la pared.
—Hay que vestirse. —dijo él. Casi me descojono de risa al ver el semen en el espejo. Rápidamente me puse mi ropa y nos fuimos de allí de la que las dependientas aparecían para ver lo que acababa de suceder. Al ver que Onai era gitano se callaron y prefirieron no decirnos nada. Nos fuimos de aquella tienda. Yo, temblando. Él, riéndose. La gente nos miraba mal. Por fortuna, aquel centro comercial era gigante, conque con irnos a la otra punta nos valió.
—Joooder, qué liada. —dije yo, jadeando, aún sonriendo.
—Nos han trabado de lleno. —dijo él.
—Menos mal que te tienen miedo.
—Miedo, asco. La gente me mira siempre de esas formas.
—Vaya. Oye, ahora fue una ventaja.
—Sí, sí…
La nostalgia apagó sus ojos brillosos. Acaricié su pelo y lo abracé, acomodándome en su pecho:
—Me ha encantado. Ha estado… Buuuhh…
—Jajaja. Me alegra, oye.
—Lo malo es que no voy a ser capaz de volver ahí. Y mira qué ropa tenían…
—Bueno.
—Busquemos tu ropa, que a eso vinimos.
—Sí, pero después de que recuperes el aliento, que no te tienes en pie.
Me reí. Nos sentamos en un banco. Quizá llamaron a seguridad y pronto nos detendrían. No tenía que ponerme a descansar.
—Aquí, los que no querían llamar la atención. —dije yo para mí misma.
—Ya, joder. Como me reconozcan…
—Me has empotrado de lo lindo. Raro es que las pijas no nos estuvieran grabando con sus iPhones.
—“Ay, chiiica. Esto me hace gorda, ¿nooo?”. —las imitó. —No, hija. Es que eres gorda. Acéptalo y ya está.
—Jaja, no seas cruel.
—No es ser cruel. Una cosa es estarlo, y otra estarlo y negarlo. La gente que reniega de sí misma me da por culo. El hábito no hace al monje.
—Relax, relax.
—Es que me he quedado con ganas. Si no hubiera sido por ellas fijo que la dependienta ni se asoma.
—¿Más? Si ya has tenido dos orgasmos.
—Me dan ganas de estar un día entero follándote, ahora que sé que eres mía por completo.
—Hmmm, habrá que probarlo. —hablé antes de reaccionar. Si no, él habría sabido leerme y habría averiguado que yo seguía atada a Eric de alguna manera. Cada día se me daba mejor mentir. Y eso me asustaba…