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Capítulo XXIV

 

A la salida varios compañeros me felicitaron debido a la demostración que había realizado. No lo hice por ellos, sino por mí mismo. Quería demostrarme que sabía usar el ojo. Aunque hubo un momento en la batalla en el que quise que me aclamasen y ver cómo derrotaba a su sensei. A nuestro sensei. Pero la soberbia y la arrogancia me conducirían hacia la perdición. La vida me estaba enseñando a ser más humilde, y debía aceptar sus lecciones si quería desarrollarme como persona.

No… en verdad me entregaba odio que debía profundizar…

Una semana para prepararme, y yo no tenía ni idea de ningún nombre de ninguna técnica. Me sonaban por encima, pero me costaba muchísimo estudiar. Me daba pereza. Hacía años que no estudiaba, y no tenía ni el cuerpo ni la mente para ello. Me resultaba un auténtico sopor. Miré el techo tumbado en mi cama, con Rubí al lado intentando ayudarme, preguntándome el nombre de técnicas y yo relatando en qué consistían mientras ella tenía las soluciones, pero no había forma. Le expliqué por encima los detalles, con vagancia a la hora de relatarlos, y sin ánimo alguno. Tras acabar todos los nombres me dijo:

– Has acertado en todos.

Y yo la miré con el ojo desorbitado. ¿Cómo era posible, sin prestar atención, sin estudiarlos, que los hubiera memorizado? ¿El ojo de Horus me había ayudado?

– Es coña, ponte a estudiar.

Me llevé una decepción, pero me estaba bien, por hacerlo con desidia. Al final fui a otro dojo de la ciudad a ver practicar a los miembros de allí, pero resultaba que cada dojo tenía su forma de hacerlo. Mi ojo siguió registrando sus movimientos. ¿Por qué no registraría también las palabras? Entonces decidí desmenuzar el japonés, yendo palabra por palabra, traduciendo su significado, y relacionándolo con los movimientos. Eso me costó mucho menos que aprendérmelo simplemente de memoria. Y, pasada una semana, me enfrenté al examen.

Tras tropezar dos veces, pero hacer perfecto el resto, me entregaron el cinturón negro. Lo había conseguido. Había finalizado en menos de un mes otra de las cosas que había dejado a medias, aunque el aikido era un arte marcial, una filosofía de vida, que se llevaba durante toda la vida, mi objetivo siempre había sido el de conseguir el pantalón de samurái, el equivalente al cinturón negro.

Rubí me contempló durante el examen, y tras acabarlo me llenó de besos y de abrazos. Entonces me dijo:

– Ese pantaloncito te queda sexy.

– Tendremos que estrenarlo. – le dije con sonrisa pícara. Sí, la vida empezaba a serme benévola. Además, dentro de poco mi hermana volvería recuperada del tratamiento. Estaba curándose. Me llenó de alegría y de felicidad saberlo. En cuanto al rico… Había una investigación abierta, pero ningún policía llegó a casa. Yo estuve tranquilo en todo momento. Llegase, o no, sabría yo manipularlos gracias a mi ojo. Lo supe por el periódico. Ni siquiera llegó a portada. Empezaba a disfrutar de la vida en todos sus sentidos.

Y si…

¿Y si me ponía el otro ojo?

Llamé a mi amigo para preguntarle qué tal estaba. Ni me lo dijo, me preguntó por mí. Me encantaba el tono de su voz, desesperado por conseguir algo MÍO. Le dije que mejor, que la cosa parecía ir mejorando. Era verdad. Apenas sangraba ya, y no me había causado ningún daño que yo me hubiera dado cuenta. Aun así seguía temiéndolo. No habían aparecido todavía consecuencias, y algo tan espléndido, y habiendo sido regalado, no podía ser bueno.

¿Qué más decir? Estuve entrenando en aikido duramente. Lo que más perfeccioné fueron mis reflejos. Quise subir a algún dan, pero me exigían haber estado en cinturón negro varios años. Una lástima, ya que podía vencer a la mayoría de ellos, pero fingí, para no destacar ni llamar la atención. Al fin y al cabo, yo sólo era un… «tuerto».

Tras un mes, mi familia volvió a casa. Los recibí con abrazos, besos, alegrías. La verdad es que podría haber ido donde mi hermana a visitarla, pero habría resultado sospechoso. Un viaje desde mi ciudad hasta donde estaban costaba bastante, y supuestamente no teníamos tanto dinero, pues se nos había ido en el alojamiento de mis padres. Yo guardé bien mi maletín. Esperé que no lo encontrasen. Sólo Rubí sabía de su existencia.

Y a disfrutar de la vida. Quedábamos mi hermana, que llevaba un gorro todo chulo para ocultar lo que había sufrido, Rubí, y yo, y dábamos mil vueltas por la ciudad, haciendo tonterías, saliendo de fiesta, emborrachándonos y vomitándolo todo. Bueno, eso Rubí y yo. Mi hermana se abstenía.

Me hizo ilusión salir con ellas. Antes no lo hacía por miedo a no poder protegerlas. ¿Pero con el ojo y sabiendo aikido? Se iba a enterar el que viniera…

Mis padres me instaron a seguir con el póker, para ganar dinero. Yo les dije que alguna vez iba al casino, y les daba unos cuantos euros, sacados de mi maletín. El torneo de los cien mil fue pura suerte, aseguraba.

Y en cuanto a aikido… Estuve yendo a exposiciones y cursos. Me convertí en el alumno favorito del profesor. Mis reflejos y mis movimientos mejoraron muchísimo. Estaba alzándome como una celebridad del aikido dentro de mi región, algo que no quise que sucediera. Tenía que seguir manteniéndome en el anonimato. El tuerto del casino, el tuerto de aikido. Siempre el tuerto. Nunca se imaginaban que yo veía cosas mucho mejores que ellos. Que yo podía verles el alma…

Decidí dejarlo para concentrarme en acabar otras cosas. Mi maestro se decepcionó muchísimo, pues tenía puestas sus expectativas en mí. Creyó que acabaría llegando muy lejos, superándolo a él, y a todos. Pero yo… no buscaba ser famoso. A mi sensei le entró gran pesar en el corazón. Me había cogido mucho cariño. Me pidió que acudiese a un curso que iba a dar aquel domingo. Acepté por él. Quizá no debería haberlo hecho. Después, me centraría en mí mismo. Todo parecía ir bien hasta que me tocó exhibir mis técnicas. No hubo problemas, excepto por un hombre que me observaba al fondo en un banco. Era calvo, con perilla canosa, gafas grandes, y ojos pequeños que se metían en tu alma. Tenía sesenta y tantos años. No me quitaba el ojo de encima, y yo no podía escudriñar su alma. Me puso nervioso, pero no impidió que afectase a mi exhibición. Me aplaudieron y me exaltaron tras realizar mis movimientos. Algunos decían que lo hacía mejor que mi maestro. Me encogí de hombros. No quería tenérmelo creído, aunque a veces resultaba imposible no hacerlo. Y entonces el hombre se me acercó a mí y me dijo con una voz sosegada y sabia:

– Peleas con ira en tu corazón. Deséchala, y triunfarás por encima de cualquiera.

En apenas unos minutos y sin poderes había visto mi alma. Tenía razón. El odio, en vez de menguar, aumentaba, lo que fue una buena razón para dejarlo. Cada vez que un rival caía, la satisfacción me llenaba, y cuando yo caía, la rabia y la irritación me poseían.

Todos me despidieron, algunos con lágrimas en los ojos. ¿Por qué me cogieron tanto cariño? ¿Me había hecho querer? Ni me di cuenta. Desde hacía unos meses fui perdiendo la sensibilidad que me caracterizaba. Exactamente desde que asesiné al ricachón.

Acabamos, tras unos cuantos abrazos y sonrisas, algunas fingidas, y un largo y fuerte abrazo de mi sensei, quien me pidió que me cuidase con lágrimas en los ojos. Lágrimas de orgullo. Sentí que acabaría decepcionándolo con el tiempo. Entonces eché un vistazo al hombre aquél. Había desaparecido. No supe quién sería. Quizá sólo otro espectador. Quizá alguien que supiera de mi poder. No supe, ni quise saberlo. Había transcurrido todo muy deprisa, pero era hora de seguir avanzando en otros ámbitos. Debía acabar lo que tenía pendiente. Y, sobre todo, debía vengar a Rubí…

 

 

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