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Capítulo XII

 

Podía respirarse otro ambiente. No me había ni bajado del avión y ya estaba enamorada de la ciudad. Me había mareado y había tenido miedo, pero hice un esfuerzo por Aleksander. Encima de que él pagaba… Y valió la pena, vaya que sí. Era de noche, las diez ya, y la ciudad se vestía de luces y colores armoniosos que inundaban mis ojos con ilusión y emoción. Me abracé con fuerza a mi amado. Se acercó a un lugar de alquiler de coches y, comunicándose en francés, adquirió uno.

– Así seremos más independientes.

– ¿Sabes francés?

– Sólo conversaciones superfluas, y pedir chorradas. Lo suficiente como para alquilar habitaciones y pedir el menú del día. – me sonrió. Nos montamos en un coche rojo oscuro y comenzamos a visitar los numerosos monumentos de la ciudad.

Condujo, mientras yo iba entusiasmada observando la ciudad a través de la ventanilla. Aunque el reflejo de mi amado en ella era mucho más atractivo y precioso que toda la ciudad. Lo que hacía el amor…

Me maravillé con sus edificios, sus calles, sus gentes, sus ropas, su lengua. Todo me fascinaba. Había empacado los trajes más elegantes para estar de acuerdo a la categoría del lugar. Aunque quizá lo idealicé demasiado, pues también vi pobreza, malos asuntos, y delincuencia. ¿Sería la noche?

– Ir a la torre Eiffel hoy sería demasiado, ¿no? – pregunté.

– Sí, dejémoslo para el final.

Visitamos el arco de triunfo y diversas iglesias a lo largo de toda la ciudad. Nos hicimos mil fotos en todos los lugares. Él sonreía, diciendo que, a pesar de haberlo visitado, nunca se había hecho fotografías allí. Nunca había dejado recuerdos plasmados en imágenes. Decía que lo suyo era la poesía, y la música. Tocaba el violín. Estaba deseando que me complaciera con una melodía. Caminamos por las frías calles hasta que se hizo muy de noche. Nos fuimos al hotel, a dormir. Tenía una habitación de un hotel de cuatro estrellas reservada. Me derretí al llegar allí y ver cuánto glamour había. Nos fuimos a dormir y dijo:

– Esto sólo acaba de empezar.

Le sonreí. Sin embargo se volvió un tanto paranoico. Cerró todas las persianas y todos los lugares por donde pudiera entrar un rayito de luz, incluso poniendo ropa en las rejillas para que no traspasase nada. Dejamos una lucecita encendida y nos acostamos. ¿Tan grave era su enfermedad?

Dormí durante todo el día. Me estaba volviendo una noctámbula, como él. Sin embargo, a media mañana me faltaron sus brazos. Me levanté y lo busqué por todos los cuartos, hasta hallarlo en el baño, metido en la bañera.

– Aleksander, ¿qué te sucede?

– Entraba un poco de luz, y me vine aquí.

– Joder, ¿tan grave es? ¿Te afecta a la piel, o a los ojos?

– A ambos. A veces llevo gafas de sol por la noche, de tanto que me afecta la luz artificial, o incluso la de la luna. Pero ya ves, menudo idiota llevando gafas de sol por la noche, ¿no? Ni que saliera de fiesta…

– No, no eres idiota. Eres el hombre más maravilloso del mundo.

– Estoy maldito. Quizá sea una lección de humildad.

– Quizá sea lo que te hace tan perfecto. No le des tantas vueltas.

– Gracias por amarme… por cómo soy… – languideció su mirada. Acaricié su rostro, sin darle importancia. Me metí en la bañera junto a él tras cerrar la puerta y dormimos abrazados, aunque incómodos, el resto de horas. Ya era de tarde. Nada más levantarnos Aleksander pidió que arreglasen una persiana por la que entraba mucha luz, o que nos cambiasen de habitación, que para eso había pagado tanto dinero. No se retrasaron ni cinco minutos que ya habían enviado a alguien del personal de mantenimiento. Pidió que fuese cuando estuviéramos ausentes, que nos íbamos a ir. Yo no sabía a dónde. Eran las siete, y me dijo:

– Tienes menos de media hora para elegir un vestido. Vamos a la ópera.

No me lo podía creer. ¿Lo decía en serio?

– Opera Garnier, Madama Butterfly.

– ¿Qué? ¿Cuánto te ha costado?

– No mucho. Tenemos un palco reservado. Corre, te espero.

Fue a vestirse con un traje súper elegante: un pantalón con americana blancos, una camisa color hueso y la corbata en color dorado, mientras que yo escogí el mío. De todos los vestidos que me había traído elegí el blanco largo de seda con detalles en dorado y unos tacones blancos con brillantes.

Llegamos a la ópera. Aún no podía creerme que fuese a una ópera. Siempre me había deleitado con sus cantes por internet, o algún disco, pero nada más. Y ahora lo iba a ver en directo. Nos sentamos en un palco soberbio con vistas perfectas al escenario. Me cedió unos prismáticos pequeños, por si quería ver más de cerca a través de ellos. Se lo agradecí, aunque tanta excelsitud me abrumaba. Sostuvo mi mano toda la obra, desde que empezó, hasta que acabó. Fue traduciéndome del italiano las partes más importantes de la obra. Su forma de cantar, de sentir la obra, de interpretar, aunque no entendiese su idioma, me emocionaba hasta arrancarme unas lágrimas. Y cuando me contaba la trágica historia más calaba en mi corazón, hasta el suicidio final, en el que la obra culminó.

– Un final muy romántico, sin duda. – dijo Aleksander.

– Mucho. – dije yo sollozando con lágrimas cayendo por mis mejillas.

Aplaudimos durante varios minutos, nos abrazamos, nos besamos, y volvimos al hotel.

– No hemos hecho mucho hoy. Mañana visitaremos algún museo, y… – lo callé lanzándome hacia sus labios. No quería seguir esperando más. Me retiré el vestido para que él me ayudase a quitármelo, pero se quedó bloqueado, mirándome. – Aún no es el momento, amor… – me dijo, destrozándome. ¿Por qué? Yo quería que fuese especial. ¿Por qué no quería? ¿No confiaba en mí? ¿No le excitaba? ¿No le gustaba…? Y entonces me miró a los ojos, y me dijo: – Es que… soy… virgen.

Me quedé estupefacta, pasmada, sin saber qué hacer o qué decir. No me lo podía creer. No, era imposible. Aquel pedazo de hombre, ¿nunca había estado con una mujer? Medio reí, pensando que era una broma. Pero su semblante era muy serio. No, no era ninguna broma. Me sentí mal por reírme. Me acerqué a él, me puse a su lado y lo abracé.

– Lo siento, no quería reírme.

– No pasa nada. Ya ves, tan viejo y sigo siendo virgen. Parezco imbécil.

– Deja de llamarte imbécil. Eres perfecto. Eres… – lo miré a los ojos. – Eres sólo mío. – y lo besé. Me excitaba muchísimo la idea de que fuese virgen, de que no hubiera estado con nadie, de que sólo fuera a estar conmigo. Quería hacer el amor con él, pero también quería que fuese especial.

Aún no me terminaba de creer la idea de que fuese virgen. Me tumbé sobre él para dormirnos y estuvimos un rato en silencio despiertos, mirándonos. Acaricié su pecho, abstrayéndome en mis pensamientos. ¿Qué sabía realmente de él? Me deprimí un poco. Me parecía estar con un desconocido en esos instantes. ¿De dónde había sacado todo el dinero para venir a París? Me prometió contármelo todo. Quizá no quería fastidiar el viaje. ¿Ocultaría algo más?

Me miró a los ojos, triste y decepcionado, y me dijo:

– No quería confesártelo antes porque no quiero que me veas menos hombre. A mis años y siendo virgen… no está muy bien visto.

– No digas eso… Es… maravilloso. No todos se reservan como tú…

– Serás la primera, lo tengo decidido. Quiero entregarme a ti, sólo te pido un poco de tiempo.

– ¿Hay algún problema?

– No, no… Es sólo que quiero que confíes en mí al cien por cien para darte todo mi amor y mi cuerpo.

Me revolví. Él sabía que yo no confiaba por completo, pero si sabía eso era porque ocultaba algo. ¿Qué sería? Quizá fuese una «tontería» como que era rico y no quería que yo me enamorase de él por su dinero. Me lo contaría a la vuelta, de eso estaba segura. Hasta entonces disfrutaríamos del viaje, sin preocuparnos de nada más. Dormimos del tirón, sin interrupciones. Seguíamos vestidos, pero no importaba, a pesar de que los trajes fuesen carísimos. No nos movimos en toda la noche. Mi cabeza apoyada en su pecho, y sus brazos rodeándome y protegiéndome.

Despertamos. Tuve un sueño que olvidé tras abrir los ojos. Sólo me vino a la mente la virginidad de mi amado, y lo feliz que me hacía que se estuviera reservando. ¿Sería verdad, o me habría mentido?

Mi ilusión a que fuese verdad se aferró a esa idea. Nos duchamos, desayunamos cenando en un restaurante de París con músicos incluidos, tocando el violín para nosotros. Yo sólo pude imaginarlo a él tocando en lugar de ellos. Entonces visitamos el museo de Louvre hasta que, prácticamente, nos echaron. Me enseñó todas las obras, explicándome la historia de casi todas ellas, en apenas dos horas que estuvimos. No nos daba tiempo a nada, y todo porque salíamos de noche.

– Jo, esto de ser noctámbulos no nos da tiempo a hacer nada. – me quejé.

– Tienes razón. El día acaba muy rápido para nosotros. No te he traído a París para que veas sólo la mitad… Ven. – me agarró de la mano y me llevó hasta un lugar inusitado, o eso pensé. ¿A qué rincón de París me llevaría? ¿A qué lugar apartado me atraería para cautivarme con su sonrisa? ¿A dónde me llevaba? Nos subimos al coche y rodeó mis ojos con un trapo. – Tendrás que confiar en mí. – dijo. Sonreí. Sí, confiaba en él. Condujo, y condujo. Nada entraba por mis ojos más que las luces de la ciudad, hasta que aparcamos, abrió la puerta y me llevó de la mano. Entonces dejó de llevarme de la mano para cogerme en brazos. Sí que debía de estar fuerte para poder con todo mi peso… No lo aparentaba, y yo no me lo creí. Por un momento pensé que no sería él. Sin embargo sus manos seguían tan frías como de costumbre. Me dejé llevar por él hasta que paramos. Entonces me posó sobre el suelo, me dio la espalda y me dijo:

– Agárrame fuerte al cuello.

Lo rodeé con los brazos. – Más fuerte, como si yo fuera a subirte. – temí. Fui a quitarme la venda pero él me lo evitó. – Puedo contigo, sólo agárrate fuerte. Me aferré con todas mis fuerzas y cuando comenzó a trepar lo que fuera que estuviese subiendo lo rodeé con las piernas también. ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Cómo podía con todo mi peso? Era imposible, no aparentaba estar tan fuerte. Se le veía atlético, pero no para poder ser capaz de llevarme en su espalda trepando lo que fuera que estuviéramos subiendo. Tras unos minutos en los que la adrenalina se me disparó, mi corazón se aceleró y mi respiración se cortó, me posó en el suelo, se puso detrás de mi cuello, acariciándolo con su fría respiración, provocándome un escalofrío, y me retiró la venda. – ¡Tchanán! – el muy bastardo me había subido a lo alto de una catedral. Pero no de cualquiera, no, sino de la de Notre Dame. Fui a desmayarme pero él me sostuvo. Entonces me dijo, acariciándome aún con su aliento. – Te amo, mi niña. Observa las vistas, y no pienses en nada más. Ahora sólo somos tú y yo.

A un lado un río, en el cielo la luna brillando tras las negras nubes. Pronto sería luna nueva y dejaría de mostrarme su belleza por unos días. Y en el fondo la ciudad se abría para nosotros, brillando con luces artificiales, tan llena de vida, tan novedosa, tan diferente. No era el lugar lo que me encantaba, sino la persona. Sí, él era quien hacía que la vida valiera la pena.

Lo amaba. Me giré para besarlo y ahí me esperaba, con su sonrisa encantadora. De pronto comenzó a sonar una melodía melancólica, soberbia, y conmovedora. Estaba tocando el violín, al cual lo había subido en una caja colgada de su cintura.

Sus notas se alzaron por encima del cielo, llegando a tocar a los ángeles, robándome multitud de lágrimas. Era bellísimo. Lo tocaba con tal maestría que me dejó boquiabierta. Y no sólo eso, sino que lo estaba tocando el mejor hombre del mundo. Para rematar, al final me dijo:

– Te la dedico. La compuse para ti.

Me robó el alma con esa frase. Entonces me perdí en sus labios y cerré los ojos.

– Te amo. – le contesté.

Y dejé que pasasen las horas. Nos tumbamos a mirar el cielo y el resto de la ciudad. De poco en poco tocaba otra melodía para mí, serenando mi corazón. Al final se estiró de la espalda. ¿Cómo bajaríamos? Me quería colar dentro de la catedral, indagar lo que hubiera dentro. Pero no se lo pedí, porque lo habríamos hecho, y me ponía muy nerviosa que nos pillasen. Nos estuvimos mirando todo el rato mientras nos besábamos. ¿No habría cámaras? ¿No vendría alguien a echarnos la bronca, o a detenernos? Bah, qué importaba, sólo él y su preciosa sonrisa.

– Nos quedan dos días para irnos. Mañana visitaremos el Palacio de Versalles, y pasado la Torre Eiffel. – dijo.

– Mientras sea a tu lado, incluso el Infierno parecería bonito.

– Jajaja. – rio. – No digas tonterías.

– Es la verdad.

Se quedó como triste.

– Aún no me conoces del todo…

– Sé qué es lo que me das, y lo que supones para mí: felicidad.

Me miró, con sus ojos brillándole.

– Te amo…

– Te amo.

El viento se levantó. Fuera como fuese, seguía siendo invierno, y él casi siempre estaba frío, conque no me pudo dar mucho calor. Fue un día corto, pero intenso.

– El alba vendrá en unas horas, y aún no hemos comido. Vamos a morirnos de hambre al final. – me dijo.

– Me gustaría contemplar la puesta de sol junto a ti.

– Y a mí… Quién sabe, quizá un día con gafas de sol y tras cristales que hagan que no traspasen los rayos lo conseguiremos, ¿qué te parece?

– Como sea, quiero verlo a tu lado.

Me abrazó, y me pidió que cerrase los ojos de nuevo. Me vendó y dijo:

– Así tendrás menos vértigo.

Lo agarré con miedo a caerme. Él noto que yo temblaba, por lo cual fue cuidadoso. No supe por dónde, o cómo, bajó, ni si había vigilancia o no. Y eso me encantó. Pude hacer algo sin estar preocupándome constantemente. Cogimos el coche y volvimos al hotel.

– Voy a acostumbrarme a la oscuridad. – dije.

– No lo hagas. Es fría y… a veces aterra. Tienes que volver a clases.

– Pero yo no quiero volver ahí. Hay mucha gentuza…

– Tienes que hacerlo por ti misma. Tienes que demostrarte que vales, y que lo conseguirás. No te preocupes, yo estaré allí para protegerte. De momento disfrutemos de este breve descanso.

– Tendré mucho que recuperar cuando vuelva a los estudios.

– Eres una chica aplicada y responsable, seguro que lo consigues.

– Espero… Eres un ángel.

Sonrió.

– Más bien un demonio. – musitó, más para sí mismo que para mí. Quizá ya había asesinado, y por eso no se atrevía a mirar a Santi, porque acabaría descuartizándolo. Por un momento lo deseé. Me avergoncé de esos pensamientos, pero tenía demasiado odio dentro de mí. Odio por la persona que marcó toda mi vida de una forma negativa y acomplejada que me empujó al suicidio. Pero gracias a él conocí a Aleksander. Todo el sufrimiento de mi pasado merecía la pena por él. Pedimos la «comida» de madrugada y nos apalancamos el resto del tiempo mirando series estúpidas por internet. Podía accederse a través de un portátil del hotel y conectarse a la pantalla. Estábamos en París de vacaciones, y malgastamos unas horas mirando la televisión, en vez de la ciudad. Teníamos que descansar un poco. Era agotador tanta ida y vuelta, sobre todo de noche. Volví a quedarme dormidita entre sus brazos y pasó otro día.

El tiempo volaba. Visitamos entonces el Palacio de Versalles. Como tenía un horario limitado a la salida fuimos colándonos de iglesia en iglesia, catedral en catedral, visitando su interior desde otro prisma, desde otra altura sólo capaz de conseguir él. ¿Cómo? ¿Cómo podía conmigo y trepar tan bien?

Llegó el gran día. O la gran noche, mejor dicho, en la que por fin visitamos la Torre Eiffel.

– Ya llegamos. – dijo enfrente de ella. Allí estaba, con sus trescientos metros, hecha de hierro, iluminada de amarillo, como si fuese una de las torres que se erigen en el Infierno. No sé por qué mi mente pensó en tal cosa. Creo que se debió a que su iluminación se asemejaba al color del fuego infernal. O al menos como a me lo imaginaba yo… Me sentí entusiasmada, fascinada, maravillada. Era gigantesca y quitaba el aliento cuando la tenías encima de ti. Accedimos a ella, y llegamos hasta la última planta, donde se abría todo París para nosotros. Estuvimos en silencio, emocionándome yo a cada segundo que pasaba. Él no tanto.

– ¿Ya has estado aquí? – le pregunté cuando su rostro se quedó mirando el infinito a aquellas alturas.

– Sí, un par de veces. Aun así nunca me ha gustado del todo esta torre. La veo un poco sosa. Pero bueno, tiene cierta intriga, cierto misterio. Es una bobada lo que digo, pero no sé, me da escalofríos.

¿Le recordaría también a una torre en el Infierno? Lo abracé con fuerza y después lo besé.

– Gracias por darme las mejores vacaciones de toda mi vida. Gracias por hacerme sonreír de nuevo, por mostrarme cosas que nunca había visto, por hacerme sentir el verdadero amor. Gracias…

– No, gracias a ti, por ser como eres. Te amo.

– Te amo.

Nos besamos con más pasión. No duraron mucho nuestras vistas. Pronto volvimos al hotel, excitados, besándonos y acariciándonos; incluso lamiéndonos lascivamente. Sobre todo él, que tenía afición por mi cuello. Pasados varios minutos nos echamos en la cama, y, sin quererlo presionar, lo fui desnudando. De pronto él me agarró y me puso contra la cama. Ese arrebato de pasión me acaloró por completo. Se quitó la parte de arriba, mostrándome sus músculos, y me excité todavía más. Estaba demasiado húmeda. Lo quería ya dentro de mí. Iba a desnudarme yo también cuando él detuvo mis manos.

– No, espera… Lo siento, antes de hacerlo… quiero que lo sepas todo de mí.

Me quedé en silencio, observándolo.

– Cuando volvamos, ¿vale?

– Vale.

Me abrazó y así se quedó, abrazado a mí. Esa noche fui yo quien lo protegió. ¿Qué tendría que contarme? Los nervios me devoraban. Aunque más me devoraban mis ansias por él. Pero aguantaría. Él merecía la pena toda la espera del mundo. Lo amaba… sinceramente, y yo supe que no quería aprovecharse de mí, porque ya podría haberlo hecho. Sin embargo, ¿qué era lo que me tenía que decir…?

 

 

 

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