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Capítulo IV
La oscuridad se cernió sobre nosotros. Todo el cielo se nubló. Sentí como si las tinieblas nos rodeasen. Abrí los ojos. No podía dejarme llevar. Todo lo que se acercaba a mí acababa perdiéndolo, estropeándolo. No quería que sucediera lo mismo con Aleksander. No lo conocía de mucho, pero me había atraído lo suficiente como para querer besarlo en apenas dos días que lo había visto. Sin embargo mi corazón no lo soportaba. Sabía que si lo dejaba entrar en mi vida, acabaría dañándolo. Mi familia, mi entorno, mi pasado, mi forma de ser. Todo lo destrozaría, y esa maravillosa sonrisa que tenía acabaría apagándose.
Me aparté de él. También esperaba un beso. Me disculpé con la mirada. Él parpadeó con fuerza, entendiéndome. Besé su mejilla y me alejé de él con Sasha en brazos. Pero en casa me aguardaba algo peor. No tenía a dónde ir. Temblé. Había dejado a Aleksander detrás, en la oscuridad. Había dejado oscuridad atrás para adentrarme en otra más tenebrosa. Pensé en ir donde mi abuela, pero estaba enfadada conmigo. Aunque, ¿qué era peor, mi abuela, o mi padrastro borracho?
Opté por la primera opción. Acudí a mi abuela para ampararme aquella noche, pero, sorpresa, no me acogió. No le conté el problema, aunque ella se lo imaginaba, y, de todas formas, decidió no abrirme la puerta. Ni siquiera a mi perrita. Me llevé la mano a la cara, sin tener a dónde ir. Si entraba rápido a casa y me encerraba en mi cuarto seguramente no me hiciera nada. Y si lo intentaba podía llamar a la policía. Pero… ¿arriesgarme así? Total, hiciera lo que me hiciera seguramente yo me lo merecía…
Saqué las llaves que siempre llevaba en mis vaqueros y abrí la puerta de casa. No había nadie. Estarían durmiendo. Pensé que quizá me esperaba en mi habitación. Me acerqué con sigilo a la cocina y agarré un cuchillo. No sabía por qué lo hacía, si seguramente no tendría valor de usarlo, pero así iba preparada. Entré en mi habitación abriendo poco a poco la puerta. Asomé la cabeza. Nada, ni nadie. Entré, cerré tras de mí con pestillo y dejé a Sasha sobre la cama. Luego posé el cuchillo en la mesilla de noche, pero un susto me sobresaltó. Golpetazos y puñetazos a la puerta pidiendo que la abriese. El miedo se apoderó de mí. «Vete», pensaba. «Vete, vete». Tapé mis oídos para intentar no oírlo, pero era imposible. Golpeó, y golpeó, y golpeó. Temí que la derrumbase y entrara. Golpeó, y golpeó, y golpeó… y se cansó. Volvió a su cuarto. Me levanté de la esquina donde estaba encogida y sequé mis lágrimas. Sin darme cuenta tenía en mi mano derecha el cuchillo. Estaba temblando. Habría sido incapaz de alzarlo contra él. Y, cuando creí que todo estaba en calma, un arañazo en la ventana me pilló desprevenida. Me giré, con los ojos desorbitados. Era… ¡Aleksander!
– ¿Qué haces ahí? – pregunté abriendo la ventana.
– Soy buen trepador.
– ¿Qué? ¿Por dónde?
– La tubería ésta. – dijo señalándola.
– ¡Podría romperse!
– Nah.
– Entra, que te vas a morir de frío.
Se deslizó en mi cuarto, frotándose las palmas de las manos, limpiándose la suciedad de la tubería. Movió el cuello, estirándolo.
– Me deja la espalda hecha un desastre. – se quejó.
– Estás loco, ¿por qué lo has hecho?
– Porque sabía que acabarías llorando, y, por tus ojos, lo has hecho. – dijo serio, acercándose a mí, sosteniendo mi cabeza entre sus frías manos.
Miré hacia el suelo. No quería mirarlo a los ojos. Estaba avergonzada. Me fijé en que el cuchillo se me había escurrido con la impresión. Él siguió el trayecto de mi mirada, y se agachó para recogerlo.
– ¿Quién está más loco? – preguntó con su encantadora sonrisa.
– No es lo que parece… No intentaba suicidarme. No tengo ese pensamiento… – medio mentí. Lo tenía, cuando no estaba con él. A su lado el miedo desaparecía.
– ¿Y para qué era, si puedo preguntar?
– Defensa personal… Temía que mi padrastro entrase y me hiciera algo.
– ¿Quieres que… – se pensó su pregunta. – … hable con él?
– ¿Eh? No, no, déjalo…
– No te pienso dejar aquí a solas.
– Entonces abrázame…
Sólo anhelaba sus brazos rodeando mi cuerpo. Lo hizo, y nos quedamos sentados sobre la cama, con mi cabeza posada en su pecho, escuchando los latidos de su corazón. Unos latidos rápidos, que con el paso del tiempo se iban tranquilizando. Cada vez eran más relajados y sosegados. Cada vez era una melodía más dulce y suave.
Sin darme cuenta ya estaba dormida sobre él, quien se había tumbado sobre la cama. Las horas transcurrieron. Me sentía segura al tener su cuerpo amparándome. Pero sonó el despertador. Abrí los ojos. Él no estaba allí, a mi lado. Derramé una lágrima debido a su ausencia. Me había abandonado, como hacía todo el mundo…
¿Habría sido sólo un sueño?
El sueño más bonito que había tenido…
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