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Capítulo IV

– No seas bobo. – me dijo mi amada al día siguiente tras una noche en vela, acariciándome sobre la cama incontables horas en silencio, conmigo quejándome la mayor parte del tiempo en susurros.

– Soy realista. No puedo ni siquiera ayudar a mi hermana. Cada día que transcurre ella va muriendo. Con suerte sobrevivirá hasta el día de la operación. Sin suerte, morirá cuando menos nos lo esperemos.

– Sé optimista.

– Siempre soy yo el optimista, y tú la negativa que todo lo ve negro. Estoy seguro de que tú también lo ves como yo, pero me dices otras palabras para intentar consolarme.

Se quedó en silencio.

– Tu silencio, mi respuesta.

Su mirada se languideció.

– Nunca sé qué decirte para animarte. – dijo triste.

– Sabes que soy raro. En todo este tiempo deberías conocerme bien. Y sabes que no puedes consolarme, no hasta que yo consiga lo que quiero.

– Siempre lo consigues.

– No siempre, y no esta vez… Fui a una partida de póker… Todo ha ido como la mierda. No debería haber ido.

– ¿Qué? ¿Perdiste?

– Sí. No todo, pero perdí. Tuve una buena racha, hasta que me puse nervioso y me obcequé. Tengo otra partida el viernes que viene, para perder el resto del dinero.

– ¿Cuánto…?

– Quinientos pavos.

– Uf…

– Ya ves. Soy idiota.

– No, sólo querías cuidar a tu hermana.

– Sin lograrlo. Como siempre, lo dejo todo a medias.

– Aún puedes ganar.

– Como no haya un milagro…

– Así que por eso me echaste una partida ayer.

– Sí…

– Venga, vamos a levantarnos.

Desayuné. Mi hermana se había levantado a la misma hora que nosotros. No solía desayunar junto a los demás, pero aquella vez sí. Tenía una cara horrible, y un pelo revuelto. Aun así, seguía siendo guapa. Quien es guapo, lo es guapo siempre. No como yo, que mi cara de zombi asustaba a cualquiera.

– ¿Qué tal estás? – le pregunté.

– Te preocupas demasiado. – me dijo ella.

– Soy tu hermano mayor.

– Por eso no deberías preocuparte más que padre.

– Será que te ha visto tanto así que ya sabe cómo estás.

– A ti siempre te gustaba psicoanalizar a la gente, ¿cómo crees que estoy?

– Con ganas de vivir la vida. – dije al azar, sin molestarme en pensar si era así. Sus ojos se encendieron y esbozó una sonrisa. Emitió una pequeña risilla. Iba a perder aquel tesoro. Iba a perder aquellos momentos. La iba a perder. Mi corazón se encendió en rabia, pero supe calmarlo, por ella…

Acabamos de desayunar y me tumbé en el salón. Encendí el portátil y me puse a ver una serie, pero mis ojos se cerraron, para volver a abrirse en un sueño.
Otra vez aquel maldito sueño. Estaba perdido, en mitad de la oscuridad, aunque en esa ocasión escuché a gente, a la cual pedí ayuda, pero nadie me ofreció su mano. Pude desplazarme, tropezándome con objetos invisibles. Al menos progresé algo más que los anteriores sueños. Seguía sin ver nada, pero al menos podía oír. Risas, llantos, gritos, aunque no sabía de quiénes eran. Mis ojos estaban ciegos. Me esforcé en intentar ver, hasta que al final abrí los ojos de súbito y me encontré en el salón de mi casa, tumbado, con el portátil a punto de caerse de mi regazo. Me despejé cuando de pronto mi hermana me dijo:

– ¡Vamos de compras!

– ¿Eh? ¿Y esa vitalidad?

– Quiero un vestido azul, que resalte con mis ojos. – dijo con una sonrisa de ceja a ceja. Me dieron ganas de apretarle los papos, como solía hacerle.

– Ay, mi hermanita. ¿Quieres que te acompañe?

– ¡Claro! ¡Por eso te lo digo! Rubí, ¿vienes?

– No, no, me apetece estar en casa hoy.

No me gustaba cuando mi amada se ponía como triste. Buscaba la soledad, y eso me dañaba, pero no podía dejar tirada a mi hermana, no en un momento como aquél. Le di un beso a Rubí de éstos como si no hubiera mañana y me fui agarrándole la mano a mi hermana, quien fue balanceándola, como una niña pequeña. Pero Rubí me dejó preocupado. ¿Estaría dándole vueltas a la razón por la cual dejó esta ciudad…?

Recorrimos varias tiendas por el centro. Ningún vestido la convencía. Lo cierto es que cualquiera le quedaba bien, pero era muy exigente. Normalmente la solían agobiar los precios, pero estaba dispuesta a gastarse mucho dinero. En una de ésas abrió la cartera. Llevaba unos trescientos euros. Tragué saliva, deseando tenerlos. Me habrían venido muy bien. Luego pensé: «¿para qué? ¿Para perderlos en el póker?» y me deprimí. Mientras ella se probaba vestidos y yo la esperaba fuera del probador me preguntaba qué tal las cosas con Rubí. Le dije que todo iba bien, que teníamos nuestros altibajos, como cualquier pareja, pero que éramos felices el uno con el otro. Se alegró mucho por mí. Ella no se había enamorado nunca. Tenía un corazón difícil, lo cual me beneficiaba. Así no tenía que darle ninguna paliza a quien osase destrozarle el alma. Cuando transcurrieron dos horas me empecé a quedar dormido. Era buena señal. Había olvidado que ella estaba enferma, y ya me sentía como solía sentirme cuando alguna vez fui con ella de compras. Risas, cotilleos, y tonterías. Volvíamos a ser hermano y hermana. Lo único que lamenté fue que Rubí no estuviera con nosotros. Por fin, encontramos el dichoso vestido perfecto.

– Enterradme con él. – dijo como broma, pero que me tomé en serio y me dolió a un nivel infrahumano. – Lo siento. – dijo al ver mi rostro.

– Quien lo siente debería ser yo, por ser tu hermano mayor y no poder hacer nada por ti.

– Ya lo haces.

– ¿Qué? ¿Acompañarte de compras? Uy, sí, creo que con eso voy a salvarte la vida.

– Tonto. Me llenas de alegría, y consigues que mis últimos días no sean tan tristes.

Mi corazón fue apagándose cada vez más y más. El pálpito se ralentizó. Creí que iba a desmayarme en cualquier momento. Me mareé y me apoyé en una pared mientras ella pagaba el vestido, sin darse cuenta de mi condición. Al volver junto a mí me incorporé y fingí estar bien. Pero ella se dio cuenta:

– ¿Qué te sucede?

– Has dicho «tus últimos días». No lo son. Acabas de nacer, no puedes morir.

– Puedo morir, es algo de lo que deberíais mentalizaros todos. ¿No ves que ya estoy resignada?

– ¡Y qué! ¡Tienes un montón de cosas por las que vivir!

– No alces la voz.

– ¡Alzaré cuanto quiera! Tenemos que vivir la vida al máximo.

– Tienes… Yo no comparto tu mismo destino.

– Lo compartimos todos, tarde o temprano. La cuestión es cuándo. Y tu «cuándo» tiene que ser en muchos, ¡muchos años!

– O en unos meses… Hermano, por favor, basta.

– Pero…

– Basta, te pido.

Me sentí fatal. No podía hacerle cambiar de parecer, y yo quedaba como un pesado incapaz de conseguir nada. Abatido, la acompañé hasta la parada de autobús.

– Voy a visitar a un amigo, ¿vienes?

No me encontraba nada bien, y quería ir a ver a Rubí, la mujer que sabía animarme, pero no quería dejar sola a mi hermana.

– Eso es un no. Tu cara es un libro abierto. – me decía. ¿Sería aquél mi problema a la hora de jugar al póker?
– Voy, y luego ya piro pa casa.

– Eh, no, sabes que no me gusta eso. Puedo yo sola.

– ¿Qué dices? ¿Y si te pasa algo?

– Qué me va a pasar. No me trates como a una niña. – me exasperaba cuando se ponía tan orgullosa y madura, pero supe que, por mucho que insistiera, no iba a dejarme subir al bus junto a ella.

Le di un abrazo, se subió y marchó. ¿A visitar a un amigo? ¿Qué clase de amigo? Me mosqueé, pero sonreí porque ella iba feliz. Me giré y comencé mi camino de regreso a casa, tonto de mí, sin mirar atrás, sin ver cómo estaría. Ella se desmayó cuando subió al bus, y nadie se dio cuenta hasta pasados unos minutos, ni siquiera yo, que me llamaron del hospital cuando apenas posé un pie dentro de casa. Mi corazón dio un vuelco y creí morir. No lo había visto, no me había fijado, no había insistido en acompañarla y protegerla. ¿Qué clase de hermano era yo? ¿Cómo podía haber sido tan tonto? Se había desmayado sentada y nadie la había socorrido en unos minutos, hasta que el autobús frenó y vieron que no estaba dormida simplemente. Y yo no estuve para protegerla. No, yo no tenía derecho a llamarme su hermano. La había fallado, como había fallado a mis padres, como acabaría fallando al amor de mi vida. Era un desastre, un despojo humano, un paria renegado. ¿Qué destino era el mío, sino afrontar la derrota vez tras vez, con su consiguiente dolor y tristeza? ¿Sólo me quedaba sostener la mano de mi hermana tumbada con los ojos cerrados en una camilla? ¿Tenía que resignarme ya a su muerte y a que yo era incapaz de hacer algo por ella?

Acaricié su rostro. Estaba allí, falleciendo, exhalando sus últimos suspiros de vida bajo mis ojos que no pudieron ver su dolor, su necesidad. La había fallado. Mis ojos, mis malditos ojos, no pudieron verla cuando tuvieron que hacerlo. No podía ver nada. Yo estaba ciego. Ciego en una sociedad donde si el noventa por ciento de la gente dice que una cosa es así, tiene que ser así, aunque se equivoquen lo tomamos como verdad. Ciego en un mundo cruel e insípido que no tiene esperanza. Ladrones consiguen el poder y el dinero, y los honrados enfermedades y sufrimiento. ¿Qué clase de mundo era aquél? ¿Qué oscuridad se apoderaba de nosotros? Teníamos los ojos apagados. Jesucristo luchó por dar un poco de luz al mundo, pero, en su nombre, humanos cernieron más oscuridad sobre otros. Nadie creía en nada, todos creían todo. Los que más dinero ganaban no eran los que más se esforzaban, sino los que entretenían al pueblo con opio. Música, cine, deporte, lecturas, vídeos. Ahí es donde residía el dinero y la fama, mientras que un trabajador no ganaba en una vida lo que ellos en un mes. Este mundo era una vergüenza, y merecía un fin. Escapándose lágrimas de mis ojos ciegos de verdad, recé a Dios a los pies de la camilla de mi hermana, contándole mis incertidumbres y zozobras. ¿Por qué el mundo era así? No triunfaban los que se esforzaban, sino los que vendían su voz, sus escritos, sus músculos, su arte a los que sí que controlaban todo. Apenas uno de cada mil conseguía hacerlo por mérito propio, pero, tarde o temprano, también se vendía. Sequé mis ojos. Miré a mi hermana. «Ciego, ciego estoy», pensaba. La estaba viendo, pero no como tenía que verla realmente. Tenía que ser capaz de ver sus sentimientos, su enfermedad, la posibilidad de curarla. Si tuviera unos ojos que lo vieran todo… Si pudiera ver lo que había en mis sueños… Si tuviera poder para cambiar las cosas… No dejaría nada más a medias.

Posé mi espalda contra la pared, sin quitar la vista de la mujer que estaba muriendo. Mujer no, niña, más bien, mi eterna niña, y mis ojos, pesados, fueron cerrándose. No sé cómo podía ser capaz de conciliar el sueño en aquella situación. Al fin y al cabo yo era un mal hermano. Dejé que el sueño me dominase y sucumbí a la tentación. Me quedé dormido. Pero antes de adentrarme en el mundo onírico una sombra se posó delante de la camilla de mi hermana. Había entrado por la ventana, deslizándose por la habitación, y estaba enfrente de mí. Parecía tener forma humana. Era la sombra que me había estado siguiendo todo ese tiempo. Pero no podía verla, como no podía ver nada en la vida…

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