“¿Mierda?” ¿Por qué “mierda”? ¿Por qué me sentía fatal? Yo también iba a casarme. ¿Acaso seguía pensando en él como un pretendiente? ¿Acaso sentía cosas por él? Lo echaba tanto de menos que dolía. Y el dolor me daba una falsa sensación de enamoramiento que quemaba mi corazón. Porque yo sabía que con quien debía estar era con Eric, y no con Onai. Pero el extrañarlo, el volver a verlo y el saber que nunca sería mío me derrumbaron por completo. ¿Fue eso, o pensar que tenía que casarse con quien no quería? Sí, eso último también, porque yo sabía que a quien él quería era yo. Y, en el fondo, yo también lo quería a él…

“No puedes pasar el resto de tu vida con alguien a quien no quieres…” le quise decir, mas me contuve pues su familia estaba allí, con nosotros, en el coche y otros tantos alrededor. Estaba rodeada de decenas de gitanos. Nunca había visto tantos juntos y armados. Me dio un poco de miedo. Más que la propia mafia que me raptó. Llegamos al barrio y le dije:

—¿Quieres recoger tus cosas?

—Sí, hacerlo ahora sería lo mejor.

Caminamos hasta el portal cuando por fin le solté la frase. Él me dijo:

—Aprenderé a amarla, no te preocupes. Celebraremos bodas juntos.

—Idiota…

—¿Idiota? ¿Eso quiere decir que aún sientes algo por mí?

Me giré, abochornada. Pues claro que siento algo por ti, estúpido. Subimos hasta mi piso. Le invité. Era la primera vez que veía mi casa. Mis padres, al verlo, se asustaron. Menos mal que dejó la pistola en el coche.

—Tranquilos, viene porque le voy a dejar un juego del ordenata y se va. —les dije a mis padres.

—Hija, lo dices que parece que queremos que se vaya.

—Con la cara que tenéis.

—Porque no sabíamos que erais amigos. —dijo mi madre. —Siempre estabas quejándote de él.

Me puse colorada.

—Sí, soy un poquito pesado a veces. —reconoció Onai.

—Sabes que me molestan los ruidos. —le dije.

—Te molesta todo, princesa de barrio.

Sonreí. Pasamos a mi habitación y saqué la caja con los billetes.

—Si me das un segundo saco otra donde meter la cachimba, que la traje en mano. —le dije. Mi hermanita llegó del colegio. Quién diría que haría media hora estaba yo atada en un zulo sin conocer mi destino.

—Claro.

Me iba a ir de la habitación cuando me agarró de la mano, tiró hacia sí y me besó en los labios.

—El anterior beso fue un hasta luego. Éste es un “hola”.

Me ruboricé. Me robó una sonrisa. Salí del cuarto sonriendo. Mi familia me preguntó que por qué estaba riendo.

—Muy contenta estás tú. —dijo mi padre.

—¿Con quién está, con quién está? —insistía mi hermana.

—Con Onai. —le dijo mi madre.

—¿El pesao?

Emití una risilla mientras iba a la cocina a por una caja. Volví y se la cedí a Onai mientras la gente murmullaba y debatía hipótesis absurdas pero que la mitad de ellas me habrían gustado si hubieran sido reales.

—Gracias por cuidarme esto. Fijo que el piso está destrozado. —me dijo.

—¿Volveremos algún día? Al piso, digo.

—Quién sabe. Ahora me quedaré en la casa de mi tío, en el centro, a aclarar los asuntos.

—¿Me dejará la mafia en paz?

—Sí. Sabes que mi familia controla esta ciudad. No les interesa una guerra por una herida en el orgullo.

—La familia siempre tira, ¿no? Por eso te hicieron el favor.

—Sí. No contaron con ello los otros. Pensaron que yo era un gitano renegado. Un paria.

Cerró la caja y eso anunció su despedida.

—Dime otro “hasta luego”. —le pedí. Me sonrió. Besó mis labios, me guiñó un ojo y me dijo:

—Hasta luego, mi princesa.

Lo acompañé hasta la puerta que daba a la calle y nos despedimos. Aquello era mejor que una despedida a la fuerza. Era más tranquila, más realizadora. Ponía un punto y final a una etapa de mi vida. Yo… debía casarme, al igual que él. Pero eso no era exactamente lo que nos tenía el destino preparado. Era todo más… retorcido…

 

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