Al día siguiente amanecí en un día más oscuro que el resto. Normalmente las nubes, aunque tapasen al sol, filtraban un poco de luz. Aquella vez no.

No recordaba el sueño, al principio. Recordaba lo que había soñado más reciente. A Lubi y a mí saliendo de fiesta y hablando a dos desconocidos. Podría haber sido un recuerdo, pero los protagonistas eran distintos. Eran…

Eran sombras.

Lo recordé todo y un escalofrío me paralizó. Lubi se estiró y dijo:

–Jo, parece de noche.

Hice acoplo de todas mis fuerzas y pude articular palabra:

–¿Es así siempre?

–No. Sólo ha pasado dos veces. Con ésta tres.

–¿Por qué aquí? En el pueblo no recuerdo tanto…

–¿Contaminación lumínica? No sé.

–Ah, claro. Allí se encendían las farolas.

–Ea…

Parecía ocultar algo. ¿Y si ella había tenido el mismo sueño que yo? Miré hacia la puerta. No me atrevía a salir de allí sola. No me atrevía a mirar a los cuadros, sabiendo que en ellos monstruos habían cobrado vida. O de acercarme a puertas que podrían absorberme.

–¿Te apetece salir hoy? –me preguntó.

–¿Hoy? ¿A dónde, si no habrá nada?

Se encogió de hombros.

–Hacemos la fiesta nosotras. Nos hacemos un par de perfiles en internet e invitamos a los tíos más buenorros que veamos.

–¿Y para colarlos sin que se enteren tus padres?

Se encogió de hombros, otra vez. Parecía aterrada. Lo último que le apetecía era quedarse sola. Eso, o que quería vivir la vida al máximo antes de…

¿De qué?

Sentí un inmenso frío golpeando mi espalda. Como el abrazo de un hombre helado. Me giré, paranoica, persiguiendo con la mirada a la sombra que me atormentaba en mis pesadillas. Pero no estaba allí. O había pasado tan rápido que no me había dado tiempo, o nunca estuvo allí.

–¿Estás bien? –me preguntó mi amiga.

–No. Tu casa me da escalofríos.

–Lo sé. Me pasaba igual al principio.

–¿Cómo te acostumbraste?

–No lo sé. Creo que nunca llegué a hacerlo. Simplemente me olvidaba de inmediato cada vez que sentía un escalofrío. Lo ignoraba.

–Es decir, te resignaste.

–Eso mismo.

Apenas se la veía vitalidad en aquel día. Siempre activa, siempre sonriente, enérgica, optimista y con ganas de devorar al mundo. Mas no en aquella mañana. Estaba tan sumida en sus pensamientos que en ocasiones parecía un cuerpo sin vida. Sus ojos apagados, su rostro inmóvil, su cuerpo paralizado. La zarandeé.

–¿Eh? –me sonrió por cortesía. Parecía drogada. Mucho.

–¿Has dormido bien?

–Vaya… Pesadillas. Te dije que me pasa como a ti. Son los putos cuadros de fuera. Dicen que son obras de arte. Tres o cuatro ceros cuesta cada uno. Pues que se vendan y se decora con paisajes. Y en las paredes estampados de animales y gatitos. Y cambiamos las bombillas, que den más luz. Joder, si no es tan difícil.

–¿Por qué no lo hacéis?

–… no… no lo sé… –dijo como si nunca se hubiera hecho esa pregunta, o como si de hecho no tuviera ni idea de la respuesta.

–¿Será que los cuadros tienen vida y te impiden que los apartes de su hogar?

Abrió sus ojos como platos. Yo era la asustadiza. Verla así me provocaba una sensación de mareo que me instaba ir al baño a vomitar. Era… aprensión. Como si algo serio estuviera sucediendo y yo no tuviera poder para remediarlo. Me alejé de ella, me encerré en el baño y me quedé sentada sobre la baza un rato, pensando en qué demonios había sido aquel sueño y qué demonios era aquella mañana.

Justo detrás de mí, a la altura de la nuca, había una pequeña lámpara, la cual hacía que reflejase mi sombra. Mi sombra sobre el suelo, que fue separándose de mí. Y al separarse, mi sombra seguía en el suelo, pero había otra de pie, enfrente de mí. Me sonrió. Era la misma sombra de mis pesadillas.

Se veía entera negra y unos colmillos donde se supone que debería tener su rostro. Entonces adquirió la forma de un hombre moreno con ojos azules. Junté mis dos cejas, desorientada. ¿Qué…?

Se puso a cuatro patas y vino gateando hasta mí. Acercó su rostro hasta mi entrepierna. Yo no me había bajado aún el pantalón siquiera. Sólo estaba sentada ahí para ordenar mis ideas. Lo peor fue verle agarrando de mi cintura y retirándome el pantalón y el tanga. No, no fue verle haciendo eso, sino mi inamovilidad causada por el terror. Estaba a punto de ser violada por un demonio. Yo no estaba excitada siquiera. Estaba… congelada. Con su suave y cálida respiración acarició mi clítoris, humedeciéndome. Le dio un lengüetazo. Me dejó su saliva y mi clítoris rebotó. Sentí un placer que venía solo, sin necesidad de forzarlo. Era… un demonio… Y los demonios… conocen bien los pecados…

Con la punta de su lengua volvió a arremeter, aquella vez en la cavidad de mi vagina. Se impregnó de los fluidos y la retiró hacia atrás, saboreándome. Me sonrió. Pero no monstruosamente, sino con sensualidad, por un momento haciéndome olvidar de lo que era y excitándome. Me di cuenta de que estaba desnudo, y que su pene era lo suficientemente grueso y lo suficientemente largo como para no hacerme daño y así darme el máximo placer posible. Se quedó mirándome con sus ojazos azules. Echó la cabeza hacia atrás y apoyó su barbilla a escasos milímetros de mi vagina.

–Intenta no gemir. –me pidió con una sonrisa.

–… –iba a decirle: “¿Qué?”, “No, espera”, “Co…” no sé. No sé ni qué pensar ni qué describir. Estaba tan atontada que lo único que pude hacer fue coger aire en cuanto sentí un estremecimiento que me llenó entera. Era su lengua penetrándome lentamente. Aquel músculo tan flexible y húmedo se abría paso dentro de mí. Su lengua fue creciendo hasta llegar a mi punto G, donde lo presionó con fuerza. A su vez, dividió la lengua en dos, cuya segunda parte fue entrando lo máximo posible en mí hasta llegar al fondo de mi vagina. Y, entonces, la dividió en tres, y con la última parte acarició en formas circulares al clítoris. Así, sentí un placer inmenso con una sola lengua. Una lengua demoníaca y monstruosa que me otorgaba el mayor placer que había sentido en toda mi vida.

Era tan ágil, tan rápida, tan juguetona… Con el clítoris sabía qué velocidad coger para no llegar a ser demasiado placer y no poder soportarlo. Estaba en su justa medida, dando vueltas circulares lentas que humedecían más mi vagina, donde estaba su lengua retirándose hacia atrás y volviendo hacia delante, penetrándome, todo ello sin salir del punto G, donde lo presionaba, soltaba, presionaba, soltaba. Mis mejillas enrojecieron. Mi cuerpo empezó a sudar. Intentaba no gemir. Me parecía una tarea casi imposible por la cantidad de placer que estaba recibiendo. Gemidos ahogados, jadeos entrecortados. Mi cara se había contraído tanto que me había dejado de importar la imagen que estuviera dando.

No podía manejar tantísimo placer. Mis gestos se iban solos. Mis ojos miraban hacia arriba, cerrándoseme los párpados. Me sujeté a lo que pude, pero al no hallar nada fijo mis manos acabaron aferrándose al pelo negro de aquel demonio. Mis piernas trabaron su cuello, instándole a que se entregase aún más en procurarme placer. Y fue entonces cuando la dividió en una cuarta parte, la cual buscó mi ano. Lo cerré de súbito al sentir la humedad de su punta intentando entrar. Mis ojos se desorbitaron. ¿Qué pretendía hacer? Mis nalgas estaban tan tensas que me olvidé de lo que estaba sintiendo. Pero su lengua hizo tanta fuerza que pudo hallar camino hasta mi apertura anal. Y lo que al principio pude percibir como una humillación o una guarrada, en menos de medio minuto me inundó una sensación de ardor, un subidón que empezó en mi trasero, que recorría mi vagina y acababa en mi pecho, el cual deseaba gritar para desahogarse. Pero él me pidió callar. Y yo a duras penas podía cumplirlo. En cualquier momento saldría de mí un grito que recorrería toda la mansión. El placer anal resultaba realmente satisfactorio. Nunca antes lo había probado. Y fue uno de los mejores descubrimientos que había tenido hasta la fecha. Estaba sintiendo una sola lengua que era como cuatro al mismo tiempo. El placer era tal que colapsó el orgasmo. Era una sensación que me ponía en trance, en una máxima relajación y excitación que me pedía anclarme a ese momento por toda la eternidad.

Las energías de mi cuerpo aumentaban y disminuía. Mi corazón se aceleraba y se pausaba. Nunca había sentido tal variedad de sensaciones en tan poco tiempo. Sus ojos me miraron. Yo ya no era yo. Estaba en otro mundo, en otra realidad. Me había evadido por completo. Ya no era consciente de mí misma. Me perdí en la inmensidad del placer que estaba recibiendo. Y, entonces, se produjo el milagro. Aumentó su ritmo con más fuerza y mayor intensidad. Presionó más fuerte el punto G, me penetró con más velocidad, movió mi clítoris más rápido y entró más por mi ano. Al principio dibujaba la letra “C” dentro de él. Iba a veces de arriba a abajo y otras de un lado hacia otro. Y ahora era una penetración constante que me hizo llegar al orgasmo. Sentí cómo se acumulaba toda la excitación, todo el ardor, todo el placer y las sensaciones en un único punto en mitad del torso. Mi cuerpo se tensaba para darle la bienvenida y empezar a eyacular en el rostro del demonio. Sí, eyaculé, algo que nunca había pensado posible y que en ese momento no lo analicé, porque contuve tanto el aire para no gritar que el placer acabó reventando y extendiéndose a todos los poros de mi cuerpo, brotando en forma de sudor, para yo caerme desmayada hacia delante sobre los brazos de la sombra. Su sonrisa siniestra fue lo último que vi antes de perder la conciencia. Me había dado el mejor orgasmo de mi vida. Y tan sólo era el primero de muchos…

 

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